Las emociones en un asperger
La última vez que oí llorar a mi hijo, tendría unos dos o tres años de edad. Ya no ha vuelto a hacerlo desde entonces. Incluso cuando venían a pincharle para sanar sus anginas reumáticas, saltaba y saltaba como un saltamontes, correteando por toda la casa para evitar lo que le esperaba, pero sin escapársele una sola lágrima.
Siendo todavía un niño, en la época del “Ratoncito Pérez”, cuando se caen los dientes, me gustaba disfrutar con él en el mundo de la fantasía. Tenía un buzón de juguete del tamaño de una lata de refresco con su correspondiente ranura. Escribíamos al ratoncito unas mini cartas, las metíamos en unos mini sobres que iban a parar al mini buzón. Todavía deben de estar ahí.
Pese a mis esfuerzos, mis cuentos, mis juegos, siempre he añorado sus abrazos, sus besos…porque mi hijo no podía o no sabía manifestar su cariño. Sin embargo, reír, reía y ríe a carcajada limpia viendo programas de humor o escuchando chistes: aunque algunos no logra pillarlos, se esfuerza en encontrar el doble sentido y es entonces cuando explota con grandes risotadas. La gente cuando lo trata lo encuentra divertido y tierno.
Llegó un momento crucial y siniestro en nuestras vidas, mi hijo ya con veinticinco años: la muerte de su padre, mi marido. Las únicas palabras que oí salir de su boca, en aquel trance, fueron “Papá ha muerto”. Lo miré con angustia para intentar escudriñar en su corazón, en su alma… y él solo supo expresar su dolor con gesto aprendido, como queriendo gimotear pero sin poder soltar una sola lágrima. Quedaba encerrado en su interior y yo sentía una gran impotencia: no podía hacer nada para liberarle de esa pena tan profunda.
Fui incapaz de leer unas palabras en el funeral de mi marido, palabras escogidas de un libro que escribió y que fue parte importante de su vida. ÉL LO HIZO POR MÍ.
“Dame, ¡oh, Señor!, un hijo que sea lo bastante fuerte para saber cuándo es débil, y lo bastante valeroso para enfrentarse consigo mismo cuando sienta miedo: un hijo que sea orgulloso e inflexible en la derrota (…) Dame un hijo que nunca doble la espalda cuando debe erguir el pecho; un hijo que sepa conocerte a Ti…y conocerse a sí mismo. Sólo entonces, yo, su padre, me atreveré a murmurar: “No he vivido en vano”.
DOUGLAS MACARTHUR, La oración del padre.
Siendo todavía un niño, en la época del “Ratoncito Pérez”, cuando se caen los dientes, me gustaba disfrutar con él en el mundo de la fantasía. Tenía un buzón de juguete del tamaño de una lata de refresco con su correspondiente ranura. Escribíamos al ratoncito unas mini cartas, las metíamos en unos mini sobres que iban a parar al mini buzón. Todavía deben de estar ahí.
Pese a mis esfuerzos, mis cuentos, mis juegos, siempre he añorado sus abrazos, sus besos…porque mi hijo no podía o no sabía manifestar su cariño. Sin embargo, reír, reía y ríe a carcajada limpia viendo programas de humor o escuchando chistes: aunque algunos no logra pillarlos, se esfuerza en encontrar el doble sentido y es entonces cuando explota con grandes risotadas. La gente cuando lo trata lo encuentra divertido y tierno.
Llegó un momento crucial y siniestro en nuestras vidas, mi hijo ya con veinticinco años: la muerte de su padre, mi marido. Las únicas palabras que oí salir de su boca, en aquel trance, fueron “Papá ha muerto”. Lo miré con angustia para intentar escudriñar en su corazón, en su alma… y él solo supo expresar su dolor con gesto aprendido, como queriendo gimotear pero sin poder soltar una sola lágrima. Quedaba encerrado en su interior y yo sentía una gran impotencia: no podía hacer nada para liberarle de esa pena tan profunda.
Fui incapaz de leer unas palabras en el funeral de mi marido, palabras escogidas de un libro que escribió y que fue parte importante de su vida. ÉL LO HIZO POR MÍ.
“Dame, ¡oh, Señor!, un hijo que sea lo bastante fuerte para saber cuándo es débil, y lo bastante valeroso para enfrentarse consigo mismo cuando sienta miedo: un hijo que sea orgulloso e inflexible en la derrota (…) Dame un hijo que nunca doble la espalda cuando debe erguir el pecho; un hijo que sepa conocerte a Ti…y conocerse a sí mismo. Sólo entonces, yo, su padre, me atreveré a murmurar: “No he vivido en vano”.
DOUGLAS MACARTHUR, La oración del padre.
©Purificación Moreno Palomares
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