por Fabián Castillo Molina
La semana pasada os recordaba una historia de albañiles blanqueaores del cementerio de Pedroñeras, allá a mediados de los años sesenta. Hoy, siguiendo el hilo del oficio, por la mismo época, contaremos un caso que le ocurrió a un labraor pedroñero, reconvertido en albañil, en el pueblo, y luego, como tantos en aquellos años, emigrado a Barcelona, y reconvertido en pintor, con lo que supone dejar atrás las raíces que te atan a la tierra, cambiar de oficio y estar entre gentes que hablan en otra lengua.
También se hablaba en esa historia del varejón, y ahora en Barcelona, en plena ciudad condal ¿cómo iba a ir un pintor con un varejón por la calle? No, este llevaba una vara de pintor y se trasladaba en plena jornada por la gran ciudad, por un olvido, como aquí se cuenta.
Me vais a permitir que la historia, en este caso, la traiga aquí tal como la escribí a finales de los ochenta para decirla en la fiesta del Pozo Nuevo, que así quedó dicha públicamente para regocijo de unos cuantos, en un verso libre de estilo propio. La titulé "Un pintor en Barcelona".
UN PINTOR EN BARCELONA
Albañiles de los pueblos
acostumbraos a
tapiar,
a hacer
porches, gorrineras,
gastar
yeso y blanquear.
A abrir
huecos en las tapias,
picar a
mano las zanjas,
a echar
piedra en los cimientos
y con barro
y paja tapiarlas.
Las manos
encallecías.
Ni aun con oficio
cambiante
yendo a
segar los agostos
podéis salir adelante.
Por eso vais
emigrando
a las
grandes capitales
y se os
llama emigrantes.
Los
veteranos allí
os
advierten sus errores
recomendando
no ir
por sus
mismos callejones,
y a pesar
de lo advertidos
a todos nos
pasan cosas
pues nadie
escarmienta,
ya sabes,
si no es en
cabeza propia
————-
“Así me sucedió a mí
cuando
emigré a Barcelona:
de arar con
yunta en el pueblo
y después ser albañil,
me convertí en un
pintor,
de los de
Santa Coloma.
Y los
techos eran altos,
aonde yo estaba pintando
que era un
edificio Gaudí
del que ya
me habían hablado.
Aquel lunes,
no me se olvidó la brocha, no,
pero no me
traje el mango.
Y me tuve
que volver
a la pensión por el palo,
después de aguantar la bronca
que me largó el
encargado.
Con vara
bajo escaleras,
con vara
voy por la calle,
pago
billete en el metro,
que no me
dejan de balde.
Con pica
voy por el tren
igual que
va un picaor
y me coloco
en un ángulo
en el fondo
del vagón.
La vara , que tie dos metros
pongo de
pie junto a mí
agarrándola bien
firme
no me se vaya a escurrir.
En la
estación que he subío
por ser
comienzo de línea,
se van
ocupando asientos
y de allí la gente mira.
En la
segunda estación
los nuevos
que se incorporan
se cogen
bien a las barras
previniendo
maniobras.
En mi vara de pintor
en la que
yo voy cogido
me se agarran dos o tres
muy serios
y convencidos.
Y con la
prisa que llevo
y pocas
ganas de hablar
pienso:
En la estación siguiente
seguro, se han de bajar.
Pero en
lugar de apearse
me se agarran otros cuatro.
Así un palo de
pintor
nunca tuvo
tantas manos.
Y pasan
tres estaciones
y allí, tos agarraos a la vara,
en la próxima sin duda
ya tendré que dar la
cara.
El metro
para otra vez
y en mi lanza,
afianzás van siete
manos.
-”Lo siento mucho, señores,
pero he de
llevarme el palo”.
Se quedan
muy sorprendíos
por lo que
acaban oír,
por lo
menos dos o tres
no puen
evitar reír.
Y aquí termina
esta historia
del pedroñero emigrado
que de labraor
y arbañil
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