por Fabián Castillo Molina
Aquella tarde festiva, como tantas otras, el pueblo llano se disponía a pasarlo bien con el ingenio, el arte y el valor de unos cuantos paisanos y un par de aspirantes a toreros, probablemente sin pensar que tanto ellos como los protagonistas iban a jugar con la vida de un inocente. Un joven animal de la familia de los toros bravos, pero sin mayor culpa, para ser toreado y sometido la última tarde de su vida a la diversión publica, que haber nacido toro.
Los aspirantes a toreros se baqueteaban en estas celebraciones y vestían sus primeros trajes de luces y a veces conseguían estampas bellas dignas de permanecer en una foto de recuerdo. Los paisanos que demostraban su valor y su arte pisando la arena del redondel y enfrentándose a un toro, no pensaban en la inocencia del astado, ni la humillación que supondría ser arrastrado por una yunta de mulas enjaezadas con el mayor lujo, por la misma arena hasta sacarlo de la plaza. Se trataba de pasar una tarde de fiestas populares en armonía con amigos sin pensar en la muerte.
Era un espectáculo autorizado para todos los públicos. Una tradición milenaria ¿inocente?, ¿sin malicia?, ¿sin mayor intención de hacer daño a nadie? Sin embargo, sabían que habría sangre derramada, verían al animal buscar la libertad embistiendo, entrando al trapo rojo, buscando la salida, y que al final, ya cansado, encontraría la muerte. Un espectáculo donde había autoridades, niños, adultos y ancianos en busca de diversión.
Las diversiones donde se pone en juego la vida necesitan ser revisadas hace tiempo.
AQUÍ la primera entrega de este reportaje.
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Así ocurre con algo mucho más serio aún, que puede verse en el siguiente enlace y que invitamos a visitar: La vida después del colapso (mejor documental 2014).
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