Memorias de un presidario de posguerra en la cárcel de Uclés | Las Pedroñeras

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sábado, 31 de marzo de 2012

Memorias de un presidario de posguerra en la cárcel de Uclés


[He aquí este texto que se publicó por primera vez en la gaceta mensual Pedroñeras 30 Días, número 79, abril de 2008. El libro (del que primero leí un extracto en fotocopias; ese fue mi primer contacto) hoy en día es difícil de conseguir y piden precios muy elevados incluso en las páginas de segunda mano. Os dejo con él. Es un libro que no se olvida fácilmente. Muy duro, pero de aconsejable lectura].


Tras la Guerra Civil el monasterio de Uclés sirvió de prisión de los republicanos apresados en las cárceles de Tarancón, Huete, Belmonte y San Clemente. El trato de los allí recluidos fue vejatorio y humillante sin tregua durante el tiempo que permanecieron en esta, paradójicamente, casa del Señor. Los fusilamientos de los condenados a muerte fueron continuos cerca de las paredes del castillo de esta población, frente al monasterio. Solo quien sufrió la estancia en ese penal puede ser capaz de relatar lo que en él ocurrió con los cerca de 5.000 conquenses que por allí pasaron.




El más joven de ellos, Andrés Iniesta López, había nacido en ese mismo pueblo de Uclés (su padre era alcalde socialista, casi de rebote, de este pueblo). Espeluznantes e impagables son las memorias que dejó escritas en 1982, cuando contaba 60 años y que han llegado a mis manos desde las de José Mª Araque [falleció ya mi amigo y compañero de viajecetes; ¡cuánto disfrutamos juntos!]. Son 35 folios que denotan por su aspecto ajado que han sufrido el manoseo de muchos lectores, un documento de primera mano que debió estar publicado en un libro desde hace tiempo, pero que, en cambio, como si se tratara de un texto marcado, so pena de ser censurado o prohibido, paseaba míseramente su clandestinidad como tocado por la lepra. Encuadernado en cuero y con letras de oro debería haber marchado desde el término de su escritura, con la cabeza alta como todo escrito que suponga una revelación, y éste de Andrés posee ese don. Todos los testimonios orales de los que sufrieron la guerra lo suelen tener si se despojan de los prejuicios que aún hacen a algunas personas autocensurarse, si es que no tuvieron bastante con las mutilaciones, prohibiciones y purgas de la dictadura franquista. ¡Cuánto no sería el miedo que acumularían en sus huesos! Bien; pues tales memorias han encontrado por fin su ideal continente y se han publicado bajo el título El niño de la prisión, con prólogo del académico Juan Luis Cebrián

Casi todas las familias, de uno u otro bando, tienen en su memoria algún triste episodio que contar; y contarlo, revelar su crueldad, para que tales hechos no vuelvan a suceder y nos movamos siempre dentro de los límites de la cordura, eso mismo ha pretendido Andrés Iniesta, y eso mismo habrían de hacer todos, una vez liberados de viejos rencores, para completar el mosaico de lo que supuso en cada pueblo la guerra y sus consecuencias. En esto consiste ni más ni menos escribir la historia, pues callar tales hechos es claudicar y propiciar la desmemoria, y un pueblo ha de construirse sobre los cimientos de su pasado, teniendo siempre presente lo que pasó –en este caso– para no caer en el tremendo error de repetirlo, para no permitir en definitiva que de nuevo la condición humana enseñe con impudor esas vergonzosas entrañas que atentan contra todo código ético o deontológico.




Las páginas de estas memorias están llenas de los actos o ejemplos más atroces, de la crueldad y la barbarie más inverosímiles, y sólo leyendo estas vivencias de parte de quien las sufrió, y vio por añadidura pasar ante sus ojos –como personajes de una alegoría que recuerda al infierno– el hambre absoluta, el asesinato como algo cotidiano, el odio más impío y despótico, el rencor incondicional y, en general, la miseria humana en sus múltiples variantes con la que se convivía día a día, entre aquellas paredes de la cárcel de Uclés, sólo quien ha sufrido tales pesadillas, digo, puede narrárnoslas, con las palabras no de un intelectual sino de la vida, con esas palabras que sólo transmiten la verdad como máxima virtud. 

Era una lástima que no pudiéramos hasta ahora adquirirlas en una librería, como habría sido lo normal y hayan estado viajando así, cogidas por una grapa. A quien estas páginas no provoquen un mínimo de estremecimiento, de emoción contenida, de sentimiento (por no decir que se le remuevan las tripas absolutamente), no puede llamarse hombre (pues “si eso es un hombre...” (recordando a Primo Levi)). 


En memoria de Gabriel Mena 

Entre los innumerables fusilados al menos hubo 3 hombres de Las Pedroñeras. Sus muertes las recuerda Andrés Iniesta en este texto, como varias decenas más de otros pueblos (es su prodigiosa memoria la que ha permitido el hermoso fruto de esta obra). Y de las numerosas experiencias relatadas en estos episodios escritos con el alma (no con la técnica) quisiera al menos rescatar las que se refieren a ellos, a nuestros paisanos. Así lo cuenta Andrés Iniesta: 

“Veintiocho de octubre de mil novecientos cuarenta, con su burlona presencia, “la zorra”* otra vez en el lugar de costumbre, su sonrisa canallesca quedó grabada en mi mente para todos los tiempos, y ahora mismo le reconocería si lo viese, porque hombres siniestros como aquél, no pueden desaparecer de mi memoria. 

Esta vez, sólo sería uno el que tuviera que andar el camino hacia la muerte [Hasta esta fecha ya iban fusilados más de 80 desde enero, incluidas 2 mujeres]: 

Gabriel Mena Martínez, de Las Pedroñeras [“de Martín el Gordo”] 

»También en estos casos, yo me he preguntado cómo pasaría la noche en capilla cuando se trataba de uno solo. Al menos cuando eran más, dentro de aquel trance, me creo que el uno al otro se darían fuerzas suficientes hasta llegar al último destino, pero uno solo, es inimaginable cómo transcurrirían las últimas horas, esperando el fatídico amanecer. Solo bajó Gabriel, rodeado de soldados y diciéndoles a sus matadores que le apuntaran al corazón y que lo mataran por la espalda; llorando como un niño, les dijo a quienes le conducían que él nada había hecho para que le quitaran la vida. Todo esto sé que sucedió así porque a pocos metros de él iban unos chicos de mi pueblo, para que, después de acribillarlo, lo llevaran al cementerio: uno de aquéllos era hermano mío. A estos chicos, el alguacil del pueblo y mandados por el alcalde, la tarde anterior a los fusilamientos les llamaba para decirles que de madrugada tenían trabajo especial, por lo que tenían que personarse de madrugada en el cuerpo de guardia de la prisión. Por tanto, en el pueblo [Uclés] se sabía de antemano lo que sucedería a la madrugada siguiente” [el fusilamiento de un puñado de hombres en las inmediaciones del río Bedija, en la tierra llamada el Alcacer del tío Pillín]. 


La zorra y sus secuaces 

*“La zorra”: Así llamaban “a un capitán del Cuerpo Jurídico Militar, que siempre que había fusilamiento, y cuando los condenados a muerte paseaban [por la tarde] por el patio de la prisión, se colocaba en el balcón central del patio, dando lugar a que los condenados a muerte comenzaran a sufrir porque sabían positivamente que a la siguiente madrugada habría fusilamiento. No fallaba, ya que pertenecía a la Auditoría de Guerra de Aranjuez y de allí era de donde llegaba la orden de fusilamiento”. 

A las 9 de la noche de ese día eran avisados por los guardianes, Ibarra “el Andaluz” e Ismael “el Gallego”, los que serían fusilados a la mañana siguiente. “¿Veis la bala? –decían los soldados–, pues ésta será una de las que a alguno de vosotros os quitará la vida”. Tras la estruendosa descarga del pelotón de fusilamiento (para el que nunca faltaban voluntarios), recibían de inmediato, cuando se retorcían en el suelo, el tiro de gracia en la cabeza por el sanguinario sargento García, luego la certificación del médico de que estaban muertos y, por último, la extremaunción, “crucifijo en ristre”, del odioso capellán, Aniceto Langara. A continuación eran arrojados a unas fosas comunes que luego se tapaban, habiendo vertido previamente en ellas unas espuertas de cal. 

Cuenta Iniesta cómo al centinela que mataba a alguno de los prisioneros que se asomaban a los balcones, recibía veinte duros y un mes de permiso. 

No me resisto a copiar una de las numerosas “anécdotas” que cuenta Iniesta sobre ese rufián que era el capellán: “En aquel mes de mayo [de 1940], el capellán fundó la catequesis y a mí me llamó para decirme que se había asesorado por gentes franquistas de mi pueblo y sabía de antemano que yo podía formar en algún grupo para enseñar religión a los reclusos, y de esta forma, con doble ración de nabos podía aminorar el hambre. Yo le dije que se había equivocado y que conmigo que no contara para tan asqueroso menester [en aquellas circunstancias parecía perverso], momento que aprovechó para decirme que desde aquel momento estaba condenado a una muerte segura, ya que daría órdenes a los guardianes para que me persiguieran por todas partes y no me dejaran llegar a mi diaria despensa del cajón de enfermería [cubo de la basura donde caían gasas sangrientas y purulentas, junto con algunas mondaduras que aprovechaba Andrés para alimentarse], así como lamer las calderas del rancho” [los reclusos, hambrientos, solían meterse en las calderas en busca de algún trozo de nabo y para lamer sus paredes]. 


En memoria de Pablo Galindo y Jacinto Parra 

Así cuenta de primera mano Andrés Iniesta la muerte de estos dos paisanos nuestros fusilados la misma mañana: 

“Dos compañeros más no conocieron el año nuevo. Salió de su cueva “la zorra” y se llegó hasta Uclés en busca de sus víctimas, así que el día 29 de diciembre de 1940 su siniestra figura apareció en el célebre balcón central del patio. “Alguien, a pesar de estar cerca, no conoceremos el año nuevo”, se dijeron los condenados a muerte. “¿Cuántos y quiénes seremos?” Pronto se resolvió aquella incógnita; a las nueve de la noche, “aire” dijeron los condenados a muerte; el Andaluz y el Gallego se presentaron ante ellos: “Estos dos que vamos a nombrar que se vistan pronto y salgan, los demás pueden dormir tranquilos”. No creo que así fuera, pero al menos de momento habían salvado su vida. Dos nuevos compañeros y los últimos del año iban a incrementar la ya larga lista de fusilados. 

»Treinta de diciembre, por última vez en el año escuchamos La Internacional de las bocas de dos compañeros que, momentos después acallarían la descarga cerrada del pelotón. [Era habitual por parte de los presidiarios camino del paredón cantar La Internacional, como último homenaje a la República y su gobierno por los que habían luchado, establecidos legítimamente por el pueblo mediante el sistema democrático]. Sus cadáveres, momentos después, pudimos verlos en uno de los extremos de la fosa; éstos son sus nombres: 

Pablo Galindo Lozano, de Las Pedroñeras [“el Trueno”] 
Jacinto Parra Redondo, de Las Pedroñeras [“Belmonte”]” 


Valgan estas líneas como homenaje también a los otros pedroñeros republicanos fusilados por el franquismo: Saturnino Arellano Gallardo “Motilla”, Julián Buedo “Pancilla”, Juan Arribas Buedo “el Africano”, don José “el Maestrillo” (procedía de Soria), Antonio Gómez Castellanos “el Grillo” y Vicente Gallardo “Peneque”. Si hubo otros nombres yo no los conozco.

Lee mi artículo Muertos de Las Pedroñeras en la Guerra Civil española (pincha sobre las letras azules)

[El libro de Andrés Iniesta López, El niño de la prisión, ha sido publicado por Siddharth Mehta Ediciones y puede adquirirse en librerías por 12’90 euros]. 

Pedroñeras 30 Días, número 79, abril de 2008

©Ángel Carrasco Sotos

2 comentarios:

  1. Me podrían decir de qué año a que año el monasterio estuvo en manos de las fuerzas constitucionalistas?

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  2. Oportuno sin duda, es traer aquí de nuevo este artículo publicado en Pedroñeras 30 días, ya que Isidora Pérez nos habla en sus memorias de aquel día en el que su padre Julián Pérez estaba en la lista de los nombrados, pero en su caso, para conmutarle la pena de muerte, por la de 30 años y un día, que luego cumplió con trabajos forzados reduciendo así su tiempo de condena y de prisión.

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