por Fabián Castillo Molina
Por la calle Fray Luis de León y por la cuesta del Santo Sepulcro que comunica dicha calle con la de Montejano, podías encontrarte en cualquier momento con un hombre pedroñero, alto, corpulento, pero fibroso, de mediana edad, montado sobre su vieja bicicleta negra, con la mocha en el portaequipajes atada firmemente con una tomiza. Después, si lo seguíamos, podíamos comprobar por otras calles asfaltadas o no, que recorría el pueblo, pero sin salirse de sus límites. No solía verse por los caminos ni por el campo. Más de una vez pudo verse bajar la Cuesta de los Palos a gran velocidad sobre su bici con los brazos abiertos y el largo abrigo gris al viento en pleno mes de agosto. No voceaba, ni se le veía hablar con nadie. A veces se le veía ensimismado, con las manos grandes y firmes agarradas al manillar y hablando entre dientes con el otro, con el que nadie ve.