por Vicente Sotos Parra
Como ya quedó claro en los capítulos anteriores, el espíritu de Felipón debido a su absoluta libertad y a su falta de costumbre en recibir órdenes de nadie, si no le interesaba un tema, daba media vuelta y no contradecía ni se dedicaba a contradecir.
Para hacer y llevar una vida semejante, que es como decir estar autorizado para hacer lo que a uno le dé la gana, se tiene que tener una convicción inexpugnable por los tiempos en lo que le tocó vivir, no exenta de perjuicios y envidias que la mayoría de los mortales no las tenían, y dudo que las tengamos. Ya que los españoles a envidiar al vecino y a la mala leche pocos pueblos nos ganan. Pero vayamos al grano de esta nueva aventura.
Corría el mes de mayo cuando un domingo de los años cincuenta camino a la vereda en la carretera de La Alberca de Záncara la Guardia Civil lo paró a Felipón, pues en aquellos tiempos era casi de obligado cumplimiento oír misa los domingos antes de irse al campo con la mocha al hombro. Tenías que salir muy temprano para que no te estuvieran esperando y te obligasen a que dieses media vuelta a oír misa. ¡A lo que vamos!, le preguntaron a dónde se dirigía a lo que le respondió que a dar un jornal del hermano Santano. Pues por dónde has venido te vuelves que el domingo ya lo dijo Jesús al séptimo día descasarás, le dijeron.
Cambiándose de lado la mocha en el hombro no intercambió palabras con la pareja de la Beremerita. A lo que uno de ellos se le quedó mirando con cara de asombro, extrañeza, al comprobar su silencio.
--Este es el tonto del pueblo…le dijo al compañero.
--No te dejes llevar por las apariencias… que engañan.
--Pues yo pienso darle un escarmiento…a este tonto.
Tomándolo por analfabeto, inculto y de pocas luces, cuando llegó al cuartel lápiz en mano para levantar una denuncia contra Felipón. Quiso saber el picoleto después de redactar la denuncia la opinión del cura, en aquel entonces don Modesto. Ya sabemos todos que en aquellos tiempos los que mandaban eran los curas y la Guardia Civil. Lo que ellos dispusiesen era palabra de Dios.
Leyó don Modesto la denuncia y con sorna y tocándose la cabeza le dijo:
-Hijo mío, no te ofusques ni te amohínes, por lo que te diga, pero Felipón no es de los feligreses que venga a misa de diario, pero esto no es motivo para que se le sancione por irse a trabajar en domingo. No tienes que tomarte las cosas al pie de la letra, pues si por eso se tuviese que sancionar a todos los que no acuden por estar trabajando en domingo ya que entre semana no pueden venir, no tendrías tiempo, ni lápices, ni libretas, y por lo tanto tampoco tú podrías acudir a la casa de Dios. Que, por cierto llevo, tiempo sin verte, hijo mío!
El picoleto salió de la sacristía con el tricornio bajo el brazo y entre las piernas el plátano chuchurrido y blando como cuando está una semana de agosto al sol. Pero, amigo mío, la vileza e hijoputez de aquel picoleto no tenía límites, maldiciendo al tonto del pueblo que le hizo quedar en ridículo ante el cura y luego en el cuartel. Juró vengarse nada más tuviese la más mínima ocasión. Veréis.
Era el Viernes Santo y todo el lugar acudió a la plaza para el inicio de la procesión que, bajando por la calle Mayor para iniciar el recorrido.
En aquel entonces, en la parte posterior de la iglesia, subiendo lo que hoy es la calle Fermín Mota, justo enfrente de la iglesia en la parte de detrás, allí junto a la pared de Luis, el taxista, existía un abrevadero para los animales que acudían una vez acabada su jornada.
Ya sabemos cómo somos cuando contamos con pocos años.
Del abrevadero sobresalían unas manos que apenas se podían coger al bordillo. En ese momento de algarabía y fiesta imposibilitaba escuchar lo que estaba pasando. Fue casualidad que pasase Felipón en ese instante sacando a la criatura del agua que ya empezaba a dar síntomas de quedarse sin fuerzas. Cogiéndola con las dos manos la sacó como un guisopo y no se le ocurrió otra cosa que entrar a la iglesia con la criatura a punto de perder el conocimiento.
Hubo alboroto y alteración pues pocos se imaginaban lo que podía estar pasando. Poco a poco se corrió la voz de lo sucedido, y llegando la madre con un sofoco de mil demonios, gritaba ¡es mi hija… es mi hija!
Allí estaban los cuatro Guardias Civiles vestidos con uniforme de gala para acompañar el paso de la imagen de Cristo en su anda. Resultó ser la hija de Cirilo, aquel picoleto que le tenía inquina a Felipón.
Cuando se calmaron los ánimos, la madre quiso saber quién había salvado a su hija de morir ahogada. Se quedó solo don Modesto con los padres y le dijo de la persona que había salvado a su hija. Cirilo se arrodilló y llorando como un niño dijo:
¡El que yo tenía por tonto del pueblo me ha devuelto a lo que más quiero! Juro y prometo en esta procesión y mientras esté vivo acudir este día y dar escolta en el entierro, y lo haré cargando una cruz que pese lo mismo que el que le salvó la vida a lo que más quiero.
Fueron palabras que se llevó el viento, pues el picoleto fue trasladado de puesto y nunca más se le vio en el pueblo.
Y a mí no me sorprende nada de esto, pues todos somos valientes, juramos hacer cosas que luego no hacemos.
Quedando un chascarrillo que decía así, más o menos.
Cuánto se promete en los momentos malos,
y cómo se nos olvida cuando pasa el tiempo.
Así le pasó a Cirilo picoleto, Felipón,
sigue cada año en el entierro de su pueblo.
La vida es una tragedia cuando se ve en primer plano,
pero en plano general pasa a ser una comedia.
(Carlie Chaplin)
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