por Enrique Guijarro Parra
Este año el verano ha venido fresco, y desde que me dijeron que me tenían que operar, quizá va más fresco. No me lo puedo quitar de la cabeza, y ya va para dos meses que estoy haciendo de tripas corazón, sobre todo por María Jesús. A ella le afectan mucho estas cosas. El cirujano dice que me tienen que sustituir una válvula, y que es necesario hacer un puente entre arterias para salvar otra, deteriorada…pero que lo más difícil es la última parte, la recuperación del latido del corazón. Es tanto lo que hemos vivido, lo que hemos querido vivir desde que nos conocimos, que no tengo derecho a frustrarle el camino. Este miércoles se ha levantado especialmente gris. Un gris sobre otro gris. Todos los grises del mundo conspiran para trastocar un calendario que habla de julio, pero que sopla a octubre. El fuerte viento de poniente se mueve paralelo al ruido del teléfono. Es un número largo, propio de un lugar oficial.
–Dígame.
-Le llamo del Hospital Clínico. Es para comunicarle una cita: el próximo sábado, 14, a las seis de la tarde tiene usted que presentarse en recepción de Urgencias, para intervenirle el lunes, 16. Por favor, traiga usted toda la documentación de la que disponga, así como de la medicación que esté tomando.
-Muchas gracias –contesté con toda la educación que exigía el momento.
Así, sin más protocolo, despaché una conversación que no sé si venía esperando o temiendo, en todo caso la incógnita se había despejado. El “4 3 2 1” de Auster, el bellísimo Concertino que Bacarisse escribió en el exilio, y el mar que ululaba al fondo, se quedaron en suspenso, como sin saber qué decir. Agarré el caballete, me enfadé con el fondo del torso griego, absolutamente convencional, mezclé y mezclé colores con pinceles, dedos y espátula, todo ello para cambiar ese fondo anodino. Los violetas se peleaban con las tierras, el bermellón pugnaba por salir de la maraña de azules…«Definitivamente tengo que cambiar de paleta»…
De pronto, casi sin quererlo, me asaltan recuerdos que creía olvidados. Siempre fui un privilegiado, vivíamos en un piso muy pequeño, tanto que todo cabía en una sola pieza, pero al menos no se calaba de agua cuando llovía, como las chabolas de la hondonada de Jaime el Conquistador, la más clara definición de lo inhumano, de lo indigno, de lo invivible. Casuchas construidas con los materiales más variopintos y de incierto origen. Las latas, cartones y los trozos de tabiques procedentes de los vertederos de escombros, se mantenían en pie en un imposible equilibrio. Cuando se inundaba aquella metáfora de la vida, todo el barrio se movilizaba. Allí estaba Delicias para demostrar que el rostro humano de la ciudad existía.
Aquel barrio que me vio nacer, me enseñó a trabajar. Don Luis, un maestro republicano y, por ello, represaliado, nos daba clase en el salón de su casa. No solo instrucción, sino lo más importante, formas de vida, como las que tuve que poner en práctica cuando empecé a trabajar, a los catorce años, en el taller de enmarcado de una tienda de arte de nombre francés. Después vendría aquel espectacular uniforme azul con botones dorados de una importante empresa de construcción. Más tarde, con dieciséis años, la primera obra, lejos de mi familia. Y otra, y otra, y tantas que me permitieron conocer España gratis.
La Academia de la Banda de Música, en el pueblo. El método de Solfeo de don Hilarión Eslava. Mis primeros libros, los seis tomos de “El hombre y la tierra” del anarquista Eliseo Reclús, rescatados del fuego de los vencedores, y sumidos a la clandestinidad en lo más profundo de la troje.
Pero es el paisaje humano el recuerdo que más me permanece. Mi padre, un buen oficial de oficio y un hombre bueno, que tuvo que exiliarse al centro de Europa, voluntariamente, todo lo voluntariamente que se podía en la época, me enseñó a rotular, un oficio que nunca llegué a ejercer. Y, mi madre, una mujer valiente a la que vi luchar, pelear, sufrir; a la que nunca le cambió el semblante, y eso que tuvo motivos, pero su fortaleza y sus convicciones las puso siempre por encima de las adversidades. Guapa hasta decir basta, nunca dejó a un lado la coquetería, todo lo contrario, su idea de la estética era lo más próximo a su compromiso moral.
Hoy el Atlántico está especialmente gris, y sobre él, toda esa vida se agolpa sin solución de continuidad. Todo va a salir bien.
Voy a despertar…
No hay comentarios:
Publicar un comentario