El habla y los trabajos de Pedroñeras: el tostador de garbanzos | Las Pedroñeras

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sábado, 14 de mayo de 2016

El habla y los trabajos de Pedroñeras: el tostador de garbanzos



por Fabián Castillo Molina 




Introducción

El habla de Pedroñeras, los oficios que se practicaban en el pueblo, ya desaparecidos o modificados de tal forma que la mayoría de la gente los desconoce y los sentimientos de quienes los practicaban, incluyendo los nombres de los elementos que rodeaban tal práctica es algo que siempre me ha gustado recrear. Este es un intento. Me gustaría que la lectora o lector que decida compartir estos minutos lo disfrutara tanto como yo mientras lo he estado elaborando.

Tanto el libro El habla de las Pedroñeras, mencionado aquí ya en tantas ocasiones, actualmente en proceso de publicación, como el anterior de toponimia son una herramienta ideal para ayudar a encontrar historias que contar. Es de agradecer que haya personas tan apasionadas de estas cosas y tan dispuestas a aportar sus conocimientos para dar vida a lo que ser perdió hace ya tanto tiempo.


El oficio de tostar garbanzos

Como todos los años, en el mes de agosto, después de terminar de entrar la paja con to el calor y sin más ducha que un poco de agua tirada hacia el cielo en el patio, con la goma, apretando con el dedo gordo en la punta para que luego cayera como si estuviera chispeando, poco antes  de que llegaran las fiestas de Pedroñeras venían las de El Provencio y eso lo vivía Emiliete como una amenaza, porque había que tostar garbanzos y antes tendría que ir con su padre más de un día a por uno o dos carros de aleagas.

No había salido el sol cuando ya estaba unciendo al carro de varas la mula llamada Sevillana. Rollo, collerón y horcate, tiros y silleta; zufra y zajaores. Todos aquellos nombres los conocía bien por haberla uncido tantas veces entre las dos lanzas de madera y hierro. Las herramientas era lo primero que no había que olvidarse de echar entre los tableros y los varales: el azaón y dos horcas de hierro. Antes se había calzado los peales y las abarcas como única protección de pies y tobillos ante los finos pinchos que se le avecinaban, que le traían a la memoria la corona de espinas del Santísimo Cristo de la Humildad.

El recorrido entre su casa en la calle Barajas y la Vereda, atravesando San José y por el camino de la Veguilla, lo hacían en poco menos de una hora, encontrando a poca gente en el trayecto. Era un hermoso amanecer si no fuera por la que se avecinaba. En las lomas resecas de to´l verano, por la Vereda alante, poco antes de llegar al Carril de las Piedras Blancas, ya casi habían llenado de aleagas la caja del carro con los tableros delantero y trasero bien encajados como si de hacer un tapial se tratara. Su padre se las apañaba bien para buscar la vuelta a cada mata seca con el pie y luego con el peto del azaón, de una azaoná las cortaba, las pisaba y las dejaba allí apartadas para que detrás fuera él con la horca recogiéndolas. Él las volvía a pisar y las llevaba al pie del carro. Después, se subía a colocarlas en la caja según se las iba echando su padre en montoncillos  y las colocaba lo mejor que podía pisándolas con miedo a los pichazos. Con los movimientos imprevistos de la mula allí empezaban ya los primeros ¡ay! de Emiliete, porque los pinchazos de las aleagas dolían cuando se clavaban y atravesaban los peales y a veces las manos desnudas.



Aleagas en flor amarilleando entre carrascas y gamones.


Antes del mediodía al ver el padre la altura a la que estaba ya el chiquete le había dicho: "Ten cuidao, hermoso, no te caigas de ahí que ya llevamos bastante galumbo". El carro conservaba todavía el meriñaque de acarrear la mies y sobre los dientes que apuntaban al cielo como los de los cargaores y la red, iba colocando el mancebete reos de aleagas  trabadas, como si fueran haces de centeno. La mula ya tensaba bien los tiros cada vez que el amo le decía "¡Arre, Sevillana!", y entonces, apercibido el Emiliete encima del galumbo y con  horca clavada en la carga, se mantenía derecho. Lo peor era que, de vez en cuando, el animal, sin previo aviso, animado por comer una mielga o cualquier hierba que le llamaba la atención, pegaba un tirón y caja y carga del carro, ya como en el fiel de una balanza, se iba hacia atrás o hacia alante produciendo una inesperada caída del joven mozo, de culo o de rodillas, sobre la carga. Ahí venían las quejas ya cada vez más sonoras, a lo que el padre, ya harto, añadía: "¡Ea, ya t'has pinchao otra vez, hermoso! ¡Hay que jodese, cuántos lloretes echas, copón!"

Desde arriba había visto el joven los parajes que conocía como la Fuente del Lobo y la Casilla de Sixto, pero sin haber llegado hasta ellas. También divisaba la torre del Lugar y anhelaba la hora de volver ya harto del calvario de los pinchazos.

Volvían siempre al pueblo antes de comer, y, ante carga tan poco habitual, los chiquetes miraban sorprendidos a Emiliete coronando el galumbo. Llegaba a la casa la Sevillana con todos los músculos tensos como los tiros y el cuerpo chorreando de sudor tras el último esfuerzo para subir la cuesta. Entonces tocaba descargar el carro con cuidao, e ir pasando poco a poco al corral todas la aleagas atravesando el patio, el portal y la cocinilla. Allí otra vez había que ir hacinándolas junto a otras más secas que tenían ya recogidas anteriormente pegadas a la tapia, y así llegaba la mañana de tostar los garbanzos.

Recordaba el joven garbancero, que la madrugada del mismo día de tostar los garbanzos, padre y madre se levantaban a media noche y preparaban el contenido de un capacho de garbanzos crudos, capacho que era de esparto como también lo era la espuerta donde los ponían; esta, a su vez, la introducían en la caldera que ya tenía el agua bien caliente, pero sin que llegara a hervir, y así quedaban en remojo durante un rato y entonces les añadían sal y bicarbonato. Después sacaban la espuerta de la caldera, dejándola en suspenso escurrir el agua y después  añadiéndolos a otro capacho donde ya habían dejado otras tandas que humeaban, no sin antes apartar el saco de arpillera que los cubría y volviendo después a colocarlo encima para que guardaran el calor. Así, una vez terminada la tarea, los dejaban durante unas horas para que resudaran, como solían decir ellos.



Verdes tampoco estaban malos, así desde la mata.


Unas horas más tarde se podían ver a hermanico y hermanica ayudados por Toño, el más pequeño, enzarzados en la tarea de calentar el yeso en la perola grande hasta que, a base de calor, llegaba a estar tan fluido y caliente como el aceite a punto de hervir. Entonces apartaban el saco que cubría los garbanzos, llenaban una lata de a kilo que servía de medida y echaban suavemente sobre el yeso un par de latas, mientras el guisopo que manejaba la hermanica los recibía sin parar de dar vueltas dentro de la perola mezclándolos como en un pequeño remolino hirviente, así hasta que Toño, el pequeño, al añadirle un hacho de aleagas y acelerar el fuego, hacía que los garbanzos empezaban a saltar, levantando una densa polvisca que se escapaba por la chimenea, no sin extender parte del polvo por la cocinilla. Nada más terminaban de saltar, era el momento de apartar Emiliete la perola, con unas manoplas o agarraores caseros hechos de trapos. Los garbanzos en el fluido yeso quemando iban derechos al harnero colocado sobre un baleo  redondo, también de esparto, que recibía el yeso al cerner el harnero  María, la hermanica mayor. El momento culminante de cerner los garbanzos era el apogeo de la polvisca, de tal forma, que los tres hermanicos implicados en la tarea terminaban blancos como los yeseros tras descargar cien sacos de yeso en un atroje.

Si la tarea de recoger y traer las aleagas al corral era espinosa y dura, la del tueste también tenía sus riesgos y penalidades como puede apreciarse por lo que acabamos de relatar. Solo quedaba ya la tarea final, la de poner en el mercado los garbanzos tostaos.

Emiliete cogía la bicicleta con sus aguaeras de goma y acompañaba a su padre junto al carro en el viaje de ida hasta El Provencio. Allí empezaba el momento más difícil: superar la tensión que suponía la venta y el cambio, sin más formación previa que haber visto al padre ejerciendo el oficio. Había que vencer la vergüenza de ir llamando a las puertas, y lo más difícil, atreverse a vocear por la calle "¡Garbanzostorraaaaos! ¡Caaambio y vendoooo!", como veía hacer a su maestro con la mayor soltura y naturalidad. Después había que mirar y esperar si salía a la puerta alguna mujer y le llamaba. Ver salir siquiera a una, ya compensaba el esfuerzo y suponía un estímulo para volver a repetir la experiencia. El cambio, consistía en admitir una medida de garbanzos crudos o habichuelas colmada, a cambio de una rasa de garbanzos tostaos. La mayoría cambiaban, ya que en El Provencio se criaban buenos garbanzos y judías. También había quien compraba algún kilo de vez en cuando, y ese dinerillo permitía sisar alguna calderilla para comprarse un cuento de El Jabato o El Capitán Trueno, o una revista de cine con aquellos artistas que tanto admiraba por haberlos visto en alguna película, como  a Kirk Douglas en Ulises o Yul Brinner en Los Diez Mandamientos.

El regreso al Lugar en bicicleta habiendo superado la experiencia felizmente, suponía un momento de gozo, como si de un deber cumplido se tratase. Los sueños y esperanza de toda la vida por delante y un futuro mejor era lo más hermoso.

Libros de Fabián Castillo Molina

Al pueblo (poesía) y La Culpa (novela)



 


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Y si me dais una dirección, os lo puedo acercar a casa.
Ángel Carrasco Sotos

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