por Fabián Castillo Molina
Introducción
El habla de Pedroñeras, los oficios que se practicaban
en el pueblo, ya desaparecidos o modificados de tal forma que la mayoría de la gente los desconoce y los
sentimientos de quienes los practicaban, incluyendo los nombres de los
elementos que rodeaban tal práctica es algo que siempre me ha gustado recrear. Este es un
intento. Me gustaría que la lectora o lector que decida compartir estos
minutos lo disfrutara tanto como yo mientras lo he estado elaborando.
Tanto el libro El habla de las Pedroñeras, mencionado aquí ya en tantas ocasiones, actualmente en proceso de publicación, como el anterior de toponimia son
una herramienta ideal para ayudar a encontrar historias que contar. Es de
agradecer que haya personas tan apasionadas de estas cosas y tan dispuestas a
aportar sus conocimientos para dar vida a lo que ser perdió hace ya tanto tiempo.
El oficio de
tostar garbanzos
Como todos los años,
en el mes de agosto, después
de terminar de entrar la paja con to el calor y sin más
ducha que un poco de agua tirada hacia el cielo en el patio, con la goma,
apretando con el dedo gordo en la punta para que luego cayera como si estuviera
chispeando, poco antes de que llegaran
las fiestas de Pedroñeras
venían
las de El Provencio y eso lo vivía
Emiliete como una amenaza, porque había
que tostar garbanzos y antes tendría
que ir con su padre más
de un día
a por uno o dos carros de aleagas.
No había
salido el sol cuando ya estaba unciendo al carro de varas la mula llamada
Sevillana. Rollo, collerón
y horcate, tiros y silleta; zufra y zajaores. Todos aquellos nombres los conocía
bien por haberla uncido tantas veces entre las dos lanzas de madera y hierro.
Las herramientas era lo primero que no había
que olvidarse de echar entre los tableros y los varales: el azaón
y dos horcas de hierro. Antes se había
calzado los peales y las abarcas como única
protección
de pies y tobillos ante los finos
pinchos que se le avecinaban, que le traían
a la memoria la corona de espinas del Santísimo
Cristo de la Humildad.
El recorrido entre su casa en la calle
Barajas y la Vereda, atravesando San José y por el camino de
la Veguilla, lo hacían
en poco menos de una hora, encontrando a poca gente en el trayecto. Era un
hermoso amanecer si no fuera por la que se avecinaba. En las lomas resecas de to´l verano,
por la Vereda alante, poco antes de llegar al Carril de las Piedras
Blancas, ya casi
habían
llenado de aleagas la caja del carro con los tableros delantero y
trasero bien encajados como si de hacer un tapial se tratara. Su padre se las
apañaba
bien para buscar la vuelta a cada mata seca con el pie y luego con el peto del
azaón,
de una azaoná
las cortaba, las pisaba y las dejaba allí apartadas para que
detrás
fuera él
con la horca recogiéndolas.
Él las volvía
a pisar y las llevaba al pie del carro.
Después,
se subía
a colocarlas en la caja según
se las iba echando su padre en montoncillos
y las colocaba lo mejor que podía
pisándolas
con miedo a los pichazos. Con los movimientos imprevistos de la mula allí empezaban ya los
primeros ¡ay!
de Emiliete, porque los pinchazos de las aleagas dolían
cuando se clavaban y atravesaban los peales y a veces las manos desnudas.
Aleagas en flor amarilleando entre carrascas y gamones.
Antes del mediodía al ver el padre la altura a la que estaba ya
el chiquete le había
dicho: "Ten cuidao, hermoso, no te caigas de ahí que ya llevamos
bastante galumbo".
El carro conservaba todavía
el meriñaque
de acarrear la mies y sobre los dientes que apuntaban al cielo como los de los
cargaores y la red, iba colocando el mancebete reos de aleagas trabadas, como si fueran haces de centeno. La
mula ya tensaba bien los tiros cada vez que el amo le decía "¡Arre, Sevillana!", y
entonces, apercibido el Emiliete encima del galumbo y con horca clavada en la carga, se mantenía
derecho. Lo peor era que, de vez en cuando, el animal, sin previo aviso, animado
por comer una mielga o cualquier hierba que le llamaba la atención,
pegaba un tirón
y caja y carga del carro, ya como en el fiel de una balanza, se iba hacia atrás
o hacia alante
produciendo una inesperada caída
del joven mozo, de culo o de rodillas, sobre la carga. Ahí venían
las quejas ya cada vez más
sonoras, a lo que el padre, ya harto, añadía: "¡Ea…,
ya t'has pinchao otra vez, hermoso! ¡Hay
que jodese, cuántos lloretes echas, copón!"
Desde arriba había
visto el joven los parajes que conocía
como la Fuente del Lobo y la Casilla de Sixto, pero sin haber llegado hasta
ellas. También
divisaba la torre del Lugar y anhelaba la hora de volver ya harto del calvario
de los pinchazos.
Volvían
siempre al pueblo antes de comer, y, ante carga tan poco habitual, los chiquetes
miraban sorprendidos a Emiliete coronando el galumbo. Llegaba a la casa
la Sevillana con todos los músculos
tensos como los tiros y el cuerpo chorreando de sudor tras el último
esfuerzo para subir la cuesta. Entonces tocaba descargar el carro con cuidao,
e ir pasando poco a poco al corral todas
la aleagas atravesando el patio, el portal y la cocinilla. Allí otra vez había
que ir hacinándolas junto a otras más
secas que tenían
ya recogidas anteriormente pegadas a la tapia, y así llegaba la mañana
de tostar los garbanzos.
Recordaba
el joven garbancero, que la madrugada del mismo día de tostar los
garbanzos, padre y madre se levantaban a media noche y preparaban el contenido
de un capacho de garbanzos crudos, capacho que era de esparto como también
lo era la espuerta donde los ponían; esta, a su vez, la introducían en la caldera
que ya tenía
el agua bien caliente, pero sin que llegara a hervir, y así quedaban
en remojo durante un rato y entonces les añadían
sal y bicarbonato. Después sacaban la
espuerta de la caldera, dejándola en suspenso
escurrir el agua y después añadiéndolos
a otro capacho donde ya habían dejado otras
tandas que humeaban, no sin antes apartar el saco de arpillera que los cubría
y volviendo después a colocarlo encima para que
guardaran el calor. Así, una
vez terminada la tarea, los dejaban durante unas horas para que resudaran, como
solían
decir ellos.
Verdes tampoco estaban malos, así desde la mata.
Unas
horas más
tarde se podían
ver a hermanico y hermanica ayudados por Toño,
el más
pequeño, enzarzados en la tarea de calentar el yeso en la perola grande hasta que, a base
de calor, llegaba a estar tan fluido y caliente como el aceite a punto de
hervir. Entonces apartaban el saco que cubría los garbanzos,
llenaban una lata de a kilo que servía de medida y
echaban suavemente sobre el yeso un par de latas, mientras el guisopo que
manejaba la hermanica los recibía sin parar de dar
vueltas dentro de la perola mezclándolos como en un
pequeño
remolino hirviente, así hasta
que Toño,
el pequeño,
al añadirle
un hacho de aleagas y acelerar el fuego, hacía que los garbanzos
empezaban a saltar, levantando una densa polvisca que se escapaba por la
chimenea, no sin extender parte del polvo por la cocinilla. Nada más
terminaban de saltar, era el momento de apartar Emiliete la perola, con
unas manoplas o agarraores caseros hechos de trapos. Los garbanzos en el
fluido yeso quemando iban derechos al harnero colocado sobre un baleo redondo, también
de esparto, que recibía el yeso al cerner
el harnero María,
la hermanica mayor. El momento culminante de cerner los garbanzos era el
apogeo de la polvisca, de tal forma, que los tres hermanicos
implicados en la tarea terminaban blancos como los yeseros tras descargar cien
sacos de yeso en un atroje.
Si
la tarea de recoger y traer las aleagas al corral era espinosa y dura, la del
tueste también
tenía
sus riesgos y penalidades como puede apreciarse por lo que acabamos de relatar.
Solo
quedaba ya la tarea final, la de poner en el mercado los garbanzos tostaos.
Emiliete
cogía
la bicicleta con sus aguaeras de
goma y acompañaba a su padre junto al carro en el
viaje de ida hasta El Provencio. Allí empezaba
el momento más
difícil:
superar la tensión que suponía la venta y el
cambio, sin más formación previa que haber
visto al padre ejerciendo el oficio. Había que vencer la
vergüenza
de ir llamando a las puertas, y lo más difícil,
atreverse a vocear por la calle "¡Garbanzostorraaaaos…!
¡Caaambio
y vendoooo!", como veía hacer a su
maestro con la mayor soltura y naturalidad. Después había
que mirar y esperar si salía a la puerta
alguna mujer y le llamaba. Ver salir siquiera a una, ya compensaba el esfuerzo
y suponía
un estímulo
para volver a repetir la experiencia. El cambio, consistía
en admitir una medida de garbanzos crudos o habichuelas colmada, a cambio de
una rasa de garbanzos tostaos. La mayoría cambiaban, ya que
en El Provencio se criaban buenos garbanzos y judías. También
había
quien compraba algún kilo de vez en cuando, y ese
dinerillo permitía sisar alguna calderilla para comprarse un cuento de El Jabato o El
Capitán
Trueno, o una revista de cine con aquellos artistas que tanto admiraba por
haberlos visto en alguna película, como a Kirk Douglas en Ulises o Yul Brinner en Los Diez
Mandamientos.
El
regreso al Lugar en bicicleta habiendo superado la experiencia felizmente,
suponía
un momento de gozo, como si de un deber cumplido se tratase. Los sueños
y esperanza de toda la vida por delante y un futuro mejor era lo más
hermoso.
Y no te olvides de estos
Información AQUÍ
Información AQUÍ
Información AQUÍ
Información AQUÍ
Información AQUÍ
Información AQUÍ
Contacto (de reserva):
Tfno.: 617 567 183 - 967 161 475
Mail: acasotos@gmail.com
Dirección personal: Avda. Sebastián Molina, 9, 2º B - Las Pedroñeras - Cuenca (16660). Frente a la báscula municipal. Llámame antes o envíame un whatsapp o mail.
Y si me dais una dirección, os lo puedo acercar a casa.
Y si me dais una dirección, os lo puedo acercar a casa.
Ángel Carrasco Sotos
No hay comentarios:
Publicar un comentario