por Fabián Castillo Molina
Quienquiera que lea esto recordará probablemente el título Cuentos al amor de la lumbre, de A. R. Almodóvar. No hablaremos aquí de aquellos cuentos que se contaban, sino de la propia lumbre y de otras lumbres.
¡Cómo me gustó aquella frase! Tanto, que se me quedó
grabada y la incorporé
a esas expresiones que marchan contigo siempre como una verdad absoluta. Y es
que todo el que haya estado junto a una
lumbre sabe a qué me refiero. Recordará el placer de calentarse esas manos
heladas, extendidos los brazos hacia el
fuego, abiertas las palmas como diciendo "¡para, frío que aquí está quien te puede!", echada la cabeza hacia
atrás para
no abrasarse la cara. Después, cuando las llamaradas han amainado y su
crepitar queda atrás, viene la calma. Una brasa viva y
llamas tenues que producen relajación y paz. Su incesante movimiento y colorido nos lleva
a recordar el discurrir de las aguas de un río tranquilo. El manso oleaje del mar
junto a la playa el día en el que sopla brisa suave.
Cuando la leña ha sido devorada por el fuego queda el rescoldo, la
brasa que tú puedes moldear a gusto con las tenazas o el badil. Las formas
cambiantes de la lumbre y al mismo tiempo estables; las belluscas o chispas que saltan al remover la brasa, el calorcillo
que desprende… Puedes permanecer horas a su lado, sin otra compañía, sin hacer otra cosa y no sentir cansancio ni
aburrimiento. Si hay otra persona contigo y va surgiendo conversación serena,
mejor que mejor. Nada de tele, ni radio, ni teléfonos móviles, ni revistas ni
libros. Tampoco ha llegado aún el tiempo de matanza y todavía no cuelgan de la
chimenea las morcillas.
A medida que desciende el calor remueves otra vez los restos de lo
ardido, amontonas cuidadosamente en el centro del fogón, justo en la vertical
de la chimenea lo que parece ya solo ceniza y le brotan ascuas minúsculas como
lucecillas calientes que iluminan tu cara, dan alegría e invitan a seguir junto
a ella. Mientras tanto ya has puesto el puchero o la olla y el agua ha
empezado hervir. El sonido del gorgoteo ahora será el que prevalezca, y si hay
conversación pausada, con tal ruido de fondo; si el viento viene favorable
desde la plaza traerá las horas del reloj o un toque de las campanas de la
torre, y hará parar la charla para escuchar. —¡Calla! -dirá la otra persona que
te acompaña, o ¿quizás tu?-. Quieres saber la hora que es o a qué tocan.
Puede continuar después la
conversación todavía un largo rato y la tranquilidad y el sosiego seguirá allí presente. Esa paz
se consigue con pocas cosas tan sencillas. Es posible, así lo he comprobado
también, que suceda algo parecido una tarde de lluvia vista a través de los cristales de una
ventana. La habitación en semi-penumbra y si acaso alumbrada por la escasa
llama de la lumbre a tus espaldas.
Hay otras muchas lumbres en el pueblo y
en otros lugares, es verdad, y dejaremos aquí los nombres de unas cuantas
solamente por recordarlos y por si alguna vez queremos contar algo alrededor de
cada lumbre.
Lumbre para calentarse las manos y los pies cuando se
ponen ajos y llegamos al tajo y
el hielo todavía no se ha ido.
Lumbre también
para entrar en calor un día de esos de coger aceituna en los que el aire viene
como el hielo, y por buena indumentaria, botas y guantes que lleves puestos, el
frío te cala.
Lumbre en un día de matanza, para poner las trébedes y
calentar la caldera de agua que luego
se empleará en lavar el gorrino tras la chuscarra, y más tarde, para lavar las
tripas y después para cocer las morcillas.
Lumbre de aleagas para achuscarrar el gorrino en el corral, o quizás en
medio de las carrilás de la calle.
Lumbre grande
de sarmientos que dejen buen montón de brasa para hacer las tortas de los
diablos al lao de Entrecapillas.
Lumbre para hacer la paella un día que vienen
invitados a una celebración.
Lumbre para una barbacoa en la que habrá que poner
parrillas y asar las consabidas chuletas de cordero, unos choricillos,
panceta y algunas morcillejas.
Muchas lumbres, tantas como calderetas se preparaban al abrigo de cercados de
corrales, en las fiestas del Pozo Nuevo de los años 80 y 90, para dar de comer
a veces hasta 500 invitados.
Lumbre para tostar garbanzos, que debe dar fuego
rápido y hará ponerse el yeso a cien, hasta
que “salten” los garbanzos y la caldera se ponga como un hervidero de
pirañas.
Lumbre para las luminarias, que reunirán a su
alrededor a un grupo de jóvenes con zambombas y canciones tradicionales de todo
tipo, y algunas picantes que harán reír a todos los del corro.
Lumbre de obra,
con tablas y tablones para que albañiles y guardianes nocturnos se calienten
las manos y combatan el frío que es enemigo permanente en invierno, de esos
trabajos duros al aire libre.
Lumbre precaria improvisada, a base de papeles,
cartones y residuos recogidos sobre la marcha, para calentar un poco las manos
ateridas de los niños, que acompañan a los llamados “refugiados” sin refugio,
miles y miles llegan a Europa, huyendo
de la guerra y la muerte casi segura si se quedan en sus países de origen,
y en cuyo destino incierto, tras un largo y difícil camino de barro y
alambradas, los mandatarios y muchos nativos les niegan asilo y protección.
Finalmente, van consiguiendo apoyos de gentes todavía hospitalarias y
gobernantes con algo de humanidad.
Al pueblo (poesía) y La Culpa (novela)
Me ha gustado mucho tu relato, Fabián.
ResponderEliminarPues me alegro Ofelia y te agradezco que lo digas así. Muchas gracias.
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