Memorias y vivencias de
Emilio Castillo Ramírez
Capítulo primero:
Infancia,
mi familia y primeros trabajos
Para quienes lean estas páginas
y no me conocieran, les digo que mi nombre es Emilio y mis apellidos Castillo
Ramírez. Nací en Las Pedroñeras (Cuenca), el 18 de
febrero de 1913, y cuando fui adulto siempre me conoció la gente del pueblo más como Emilio “El Mire” que por mi nombre y apellidos, como suele ser
costumbre aquí. Vine al mundo en el seno de una
humilde familia cuyos medios para mantenerse era el trabajo del campo sin
tierras propias; por eso en aquel tiempo como oficio o profesión
se decía que eran campesinos. Mi padre se llamaba Juan
Castillo de La Cueva y mi madre Isabel Ramírez
Martínez. De este matrimonio nacimos siete hijos y dos hijas, yo fui el 8º. Dos murieron muy pequeños, que yo no conocí,
mi hermana mayor llamada Eugenia murió a los 26 años
dejando una hija, y mi hermano Víctor, que murió con 18 años. Recuerdo que al morir mi hermana
yo tendría unos catorce años y cuando mi hermano Víctor
sobre siete u ocho. Después iban Crisantos, Antonio, Cirila y
el más joven Ángel; todos nacimos en
una época de
extrema necesidad como podrá verse pronto.
Mi padre se quedó huérfano a los 12 años y por cierto tuvo que
estar con mi tía Eulogia y mi tío
Juan de Dios, padres de Daniel y Manolo y otros dos más, Fernando y Luis, pues
estuvo con ellos hasta irse a la mili. Por cierto tuvo que ir a la Guerra de
Cuba porque cuando sorteó le tocó allí.
Entonces Cuba era una isla que pertenecía a España
y la guerra fue con Estados Unidos, que ayudó a Cuba a independizarse
de España. Estuvo allí, en Cuba, cuatro años (1895-1898), al menos eso es lo que recuerdo
que él nos dejó dicho, y vino bastante delicado de un riñón. Todo esto fue ya mucho después de morirse mi abuelo
Antonio, que estuvo casado con una “provenciana" que se llamaba María ("la Púa" le decían de
apodo), y
con ella tuvo a mi tío Manuel y mi tía
Marceliana. Cuando íbamos al Provencio alguna vez, ya era
muy vieja y todo le parecía poco para nosotros. Yo la conocí ya casada de segundas con un tal Pedro Carpo, muy buen hombre; tuvieron un hijo al que llamaron Pedro, también muy buena persona, que yo lo conocí bien; estuve varias veces en su casa y él también vino a mi casa y lo mismo su mujer, todos se alegraban
mucho de vernos.
Por parte de mi
madre, mi abuela se llamaba Francisca Martínez, y a su marido, mi abuelo materno, tampoco lo conocí yo; este, según decía mi madre, era un
buen labrador, y fue mayoral muchos años en La Encomienda o en La Veguilla. Tuvieron
tres hijos: mi tío Andrés, mi tía Ángela, que
vivió en El Provencio, y mi
madre, Isabel. Se murió mi abuela
de 96 años; fue más dura que los guijarros. Estuvo haciendo media
hasta que se murió. Cuando yo tenía tres o cuatro años o menos, recuerdo que
iba a acostarme con ella , que por entonces tenía ochenta años o más.
Recuerdo que me enseñaba
oraciones, solo me acuerdo de dos que son estas: Ángel de la guarda dulce compañía, / no me desampares ni de noche ni de día”. Y la otra
era “Con Dios me acuesto / con
Dios me levanto, / con la Virgen María / y el Espíritu Santo.” Esta abuela mía recuerdo
que para curarse los resfriados cocía higos en
un pucherete en la lumbre y se bebía el
caldo, como una infusión.
Desde mi niñez
recuerdo la situación que mis padres vivieron. Teníamos
una casa muy pobre, no había nada más que dos dormitorios,
uno en el que dormían mis padres y otro en el que apenas
cabía la cama en que dormía
mi abuela y mis dos hermanas. Nosotros, cuatro hermanos cuando yo nací (seis años después nació mi hermano Ángel) dormíamos en una pequeña
y floja banca, cerca del fuego (como decíamos al sitio) donde
estaba la lumbre que se echaba en las casas, que era la costumbre. Por entonces
no había estufas de ninguna clase, al menos en mi casa. Aunque
de los cuatro, yo me iba a acostar muchos días, o mejor dicho, me llevaba un
amigo de mi padre que se llamaba Víctor Bonillo, que no tenía
hijos y nos apreciaban mucho. Los dos hermanos
mayores estaban de mozos en casa de los ricos para ganar algún
dinerejo y quitar gastos de la casa.
A los 6 años
comencé a ir a la escuela. Mis padres eran pobres de pocos
recursos, la vida entonces estaba muy mal. Cuando iba a la escuela, recuerdo
que casi todos los chicos de los pobres íbamos descalzos, si
alguno iba calzao era con zapatillas de goma sin calcetines. Todo era una
miseria, pues los padres ganaban dos pesetas o tres de sueldo y no todos los días.
Cuando salía de la escuela y pedía pan a mi madre pues sí,
me daba pan, pero no había otra cosa, y si acaso te echaba un
poco de aceite en lo alto del pan y si le pedías algún
dinero, esto cuando ya tenía diez o doce años,
me daba una perra gorda y no todos los domingos o fiestas. El maestro que tuve
mejor y que recuerdo bien fue Don Adolfo. Es quien dejó mejor memoria. Nos hablaba sobre todo de lo que era la honradez, de la
importancia de aprender a escribir y leer bien, saber hacer las cuentas para
defendernos en la vida y de la economía.
Cuando ya tenía
esta edad, bueno, desde los 9 años, pues ya me quitaba mi padre
varios días de la escuela para que le ayudara a trabajar y
ganar algo para ayuda de la casa. Iba con mi padre a coger sarmientos detrás
de los podaores que podaban con él viñas.
Luego ya cuando íbamos siendo de unos 10 o 12 años,
pues íbamos a coger
grama detrás de los labradores, otras veces a desatapar viñas
y todo eso por un jornalete. Por cierto a
desatapar, íbamos a la finca del Taray. Había
que ir temprano; al salir el sol teníamos que estar
trabajando. Íbamos de veinte
o treinta chicos, corriendo para allá y lo mismo para el
pueblo, no había quien nos trajera subidos. Todo
por un sueldecete de 1 peseta o poco más. Y también
me acuerdo de ir a coger aceituna por 35 céntimos de jornal todo el
día,
lo que querían darnos, y poco hablar. Con aquellos escarchazos que caían
en aquellos años; blanqueaban las olivas que parecía
que había nevado. Alguna vez recuerdo que echaban lumbre para
que nos calentáramos, pero no siempre. Entonces no
había guantes de goma ni ropas como ahora. Esto era por el
año
veintitrés más o menos.
©Fabián Castillo Molina
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