El otro día me acerqué a la huerta. Allí estaba mi padre, que andaba segando las cañas viejas y secas ya del año anterior (otras nuevas despuntaban, con su despertar cónico). Lo primero con lo que me di de bruces nada más entrar al cercado fue con los moros, algo solitarios, que en llegando la primavera nacen para anunciárnosla. Siempre son puntuales a la cita; se toman muy en serio estas cosas. Me encantan los moros. Desde pequeño he tenido cierta predilección por estas pequeñas plantas de flores azulonas y moradas, no sé por qué. De otras florecillas no hago ni caso (entendedme, reparo menos en ellas), pero estas me resultan de un atractivo especial: me gusta mirarlos, olerlos, acariciarlos, ver cómo se vimbrean con el poco aire. Será su color, no sé, algo en todo caso que no creo que pueda explicarse así a bote pronto.
En otros pueblos se les llama de mil maneras distintas: matacandiles, nazarenos, ajos de perro, frailes, piececillos de nuestro Señor, hierbas del querer, chapín de reina, lloricas, clavos de Dios, pajarillos, mayos... ¡cuánta poesía clama en estos nombres! Muscari neglectum es su nombre científico. Aquí se asentó la voz moro, quizá por su color azul oscuro tirando a morado. Se recuerda un uso de ellos, un uso pueril si se quiere (desconozco si sus propiedades diuréticas y emolientes se usaron en esta zona): los niños los cogían y, de la misma manera que se hacía con el azafrán, servían para colorear la parte alta de los trompos, las peonzas con que hasta no hace mucho jugaban los niños en el patio de los colegios, en el parque y en las calles, o en una era cualquiera. Todo eso va pasando al olvido, al recuerdo de nuestra infancia, pero los moros siguen naciendo cada año y le alegra a uno el verlos.
También las habas van ya floreciendo y pronto veremos los primeros canutos.
ÁCS
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