por Fabián Castillo Molina
El día del gran nevazo y los lobos no se le olvidaría jamás al chiquete, por muchos años que viviera, a no ser que le entrara el Alzheimer o demencia senil, males de los que cada vez oía hablar con más frecuencia. Nombres y palabras que en su juventud no existían, o al manos él nunca las había oído decir. Recordaba que entre el frío y el miedo no había despegado los labios aquel día, aunque no era mudo. Luego se unían aquellos recuerdos a otra gran nevada, unos años después, cuando las calles se convirtieron en un entramado de zanjas bordeadas por rimeros de nieve. Con el entonces chiquete, que acompañaba al padre no había conseguido hablar, pero sí con el hermano más joven que se prestó a contarme sus recuerdos de la mayor nevada que él había vivido en Pedroñeras. Ahora ya persona mayor recordaba así algunos detalles de aquella mañana.
Amanecer nevado. En la casa.
“Desde
la cama escuché
mu temprano
los golpes del hacha en el corral partiendo una gavilla de salmientos encima la cepa de cortar la leña pa´echar
lumbre. Entraba la primera luz de la mañana más
fuerte que otros días. Me
asomé
a la pequeña
ventana que daba al patio, pasé
la mano por el cristal cubierto de vaho y lo que vi me dejó sin palabras. To era
blanco brillante. La nieve bajaba a
disminución
desde el alero de la tapia hasta la
puerta del portal cubriendo hasta cegar una piedra que había allí siempre y que servía de
escaño, de
asiento en invierno y en verano. Mi hermanico mayor y yo dormíamos en
el mismo cuarto, pero él ya no
estaba allí. Me
levanté
silencioso, pisé
descalzo el suelo de cemento y estaba frío como
el reguillo. Me calcé
los calcetines y las zapatillas y me fui pa la cocina. La lumbre encendía por mi
padre, como tos los días
calentaba y me acerqué, pero
pronto me fui derecho a la ventana del corral y vi cómo
estaba to cubierto por una capa como nunca antes lo había visto”.
“Sentía un
ruido metálico
rozando contra el suelo en el patio. Atravesé el portal, salí y vi que mi padre avanzaba
abriendo un camino hasta las portás,
echando a un lao la nieve que cogía con
la pala. El manto limpio de la izquierda le llegaba más
arriba de la rodilla. Mi hermanico mayor barría con
un escobajo de mijo la nieve que iba quedando en la zanja abierta por la
pala.”
Amanecer nevado. En la calle.
“En mitá la calle Barajas habían
abierto un sendero entre los vecinos. Una zanja en la nieve que comunicaba con cada vivienda. En el suelo se
iba formando un sendero escurrizo que había que
pisar con mucho cuidao. A los dos laos de la zanja había un
talud blanco igual que el ribazo del río záncara
junto al Molino el Moral. Mirando hacia abajo, se perdía la
vista por la calle San José que
atravesaba y más allá La Isilla. To
era tan blanco que deslumbraba. Solo
daba la nota el humo que subía de
casi toas las chimeneas. De los acanales del tejao en las
dos partes de la calle colgaban grandes chupones de hielo suspendíos y acabaos en punta. Las orejas helás animaban a volver a la lumbre, puesto que la ropa que usábamos
no era pa aguantar aquel frío. Al mediodía nos comimos los cinco las gachas que hizo la madre de la casa
que era lo mejor que se podía comer un día así. Fue la primera vez que probé un cachejo de pimiento picante y en lugar de una tajailla de tocino
un pajarillo frito”
.
Cogiendo pájaros con pequeños gatos
“Nunca
había
catao un pajarillo frito hasta aquel mediodía.
¡Pobre pajarillo!
Recuerdo velo revolotear entre la nieve, enganchao en el gato de
arambre, la ballesta, que luego decían
que se llamaba. Saltó
así,
d'untó.
El pajarillo estaba tan contento picando inocente las miguillas de pan y
de pronto…
¡zas!, saltó el gato de entre la
nieve pura. Aquella trampa metálica
le costó
la vida. Lo enganchó del cuello y empezó a revolotear sin
poder escapase. Allí
acabó
su vida por comer. Pronto los amigos de mi hermanico,
y él
tamién,
corrieron contentos a recoger la presa; yo, más
pequeño, corrí
detrás.
Vi cómo lo libraban de la trampa y cómo
la cabecilla y su piquejo caían
a un lao con los ojillos aún
abiertos. Me lo dieron y lo cogí
con miedo, toavía
el cuerpecillo, debajo de las alas, estaba caliente. Los
otros volvieron a colocar el gato abierto, y en la punta del arambre más
gordo otra miga de pan mayor. Lo camuflaban cerniéndolo
un poquito otra vez entre la nieve, dejando la miga fuera, a la vista, y
echando alredor otras miguillas. Nos retiramos y volvimos, el último
borrando las pisás,
hasta el mismo escondite, cerca del Pozo la Comadre. Yo siempre
recuerdo lo helaos que tenía
los pies aunque llevaba unas botejas katiuskas negras, con el borreguillo
de adentro arrugao, que dejaba la goma al descubierto igual que afuera. To
esto ocurría
en la ladera que había
entre la era de Sebastián
y la Cañá Vieja, justo aonde está ahora el centro médico.
Aquel fue el mayor nevazo que conocí
en el pueblo. Corría
el año
1958”.
Lo quintos y la gran bola de nieve más alta que ellos.
“Por la
tarde volví
a salir a la calle con mis
amigos que vivían en
el barrio y había mucho
movimiento de gente. Hacía frío pero
no aire. En la esquina del Sepulcro los quintos habían formao
una gran bola de nieve que superaba en altura la de cualquiera de ellos. Tos
los que había allí que eran muchos, estaban
arrempujando pa subila hacia la era de Sebastián
Molina. A pesar de poner to su empeño apenas conseguían balanceala, y
algunos se escurrían al
hacer tanta fuerza
mientras los otros se resentían; dos de ellos apalancaban con tablones de
obra. Recuerdo que el que paecía más fuerte sin que fuera el más alto contó algo a los otros que les hizo reír: — ¿se nos va a resistir esta? la
vendimia pasá un día se nos atascó el carro con la uva. La mula no podía sacalo de allí por más que mi padre le arreaba en las costillas unos ramalazos…, hasta que le dije, déjeme usté a mi, padre.
Me puse a lao de ella y nada. Hasta que ya le dije: Padre, ¡tíreme usté la boina a ver
si me espanto! Y claro que lo sacamos del barrizal, no se iba a quedar allí. Después de las risas, se pusieron
serios, tós a una y poco
a poco, a la de tres, la bola dio la güelta, vencieron la cuesta, dejando la enorme
bola al fin, junto a la era y el Camino Belmonte. ¡Qué alboroto y qué alegría
cuando dio la última güelta! Era
la mayor bola de nieve que se había visto
en el lugar. Desde allí, que
llegamos los cuatro chiquetes y otros un poco detrás,
vimos la juerga de los quintos. Vino un hombre que les hizo unas fotos. Desde
allí,
pudimos ver el manto blanco que
cubría la
era hasta la hondoná de la Cañá Vieja y después de
unos olivares, al fondo, se veía El
Cerro Ratón blanco.
A la derecha, el Camino Belmonte, La Molineta y un poco más allá La Casa la Era. Mirando calle abajo hacia la plaza se veía la torre con tu capucha
blanca como nunca la habíamos visto”.
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