por Fabián Castillo Molina
Aquel día, un hombre, pedroñero por más señas, iba a ser sometido a una cirugía en la que sería necesario aplicarle anestesia general. Le había quitado algunas horas de sueño la posibilidad de quedar en la operación, puesto que en las advertencias escritas del documento que había firmado para autorizar a los facultativos a realizar el trabajo, se incluían variantes y riesgos que podían tener consecuencias irreversibles. Dicha autorización debía hacerla siempre el beneficiario, para así dejar libre de culpa o responsabilidad a los profesionales que realizaran la operación, así como al centro donde se llevara a cabo la misma. Le había dado vueltas en la cama a la posibilidad de terminar ahí, a desaparecer, a pesar de las muchas tareas y asuntos pendientes que traía entre manos todavía, a pesar de su edad.
Entró en el hospital a la hora prevista, las tres menos diez de la tarde. Le acompañaban su mujer y una de sus dos hijas, los tres equipados con mascarillas obligatorias. En el control de entrada, detrás de un pequeño mostrador, una empleada del centro hacía la preguntas esenciales que repetía a toda persona que entraba al hospital. Les atendió amablemente y al conocer que se trataba de un ingreso para intervención quirúrgica, le dijo que tenía derecho a ser acompañado por una persona hasta la sala donde se harían cargo de él. Preguntó cuál de las dos mujeres sería la acompañante y su mujer respondió: "Yo". Entonces, la recepcionista procedió a ponerle una pinza (el pulsioxímetro, que al parecer sirve para medir el ritmo cardíaco y la saturación de oxígeno en la sangre) en el dedo corazón, al mismo tiempo que, con la otra mano, y apuntando a la frente con un pequeño pistolín láser, controlaba la temperatura corporal del paciente de manera instantánea. Todo estaba en regla. A la mujer más joven le dijo que ella tenía que salir. No podía entrar. Tendría que quedarse en la calle mientras bajaba la acompañante que solo tenía permiso hasta que hiciera entrega del enfermo a las responsables que se harían cargo de él. La funcionaria y amable empleada les dijo que pasaran por el mostrador de admisión central que estaba próximo y a la vista. Así lo hicieron acudiendo los tres, donde otra mujer, de mayor edad y estatura, además de estar elevada unos cuantos centímetros sobre la plataforma interior del espacio, para marcar distancias y ver mejor, una vez preguntada por el paciente sobre cómo llegar a la zona de quirófanos, les informó por dos veces que deberían seguir el largo pasillo, el que tenían a su derecha, recto hasta el final, después ir hacia el lado izquierdo, también casi hasta el final y coger el ascensor situado al lado derecho, subir a la segunda planta y saliendo, también a la derecha, encontrarían el rótulo REANIMACIÓN. Allí deberían esperar hasta ser llamados. Iniciaron el recorrido no sin antes despedirse padre e hija mirándose a los ojos, sin tocarse ni siquiera las manos y leyendo en sus miradas que se querían. "Suerte", se desearon.
Siguieron el ancho y luminoso pasillo, cruzándose con algunas personas de distintas edades y aspectos concentrados, todos con mascarillas, atravesaron las primeras puertas dobles abiertas, el pasillo perpendicular y continuaron rectos hasta el final, donde cogieron hacia la izquierda el que cerraba el recorrido. Fueron viendo más y más puertas, luces, personas, algunas mujeres con batas verdes y otras blancas y caminando llegaron al fin hasta encontrar los ascensores en el lado derecho como les había anunciado la informante; lo cogieron y subieron a la planta segunda. Allí, nada más salir, en efecto, vieron a su lado derecho el rótulo REANIMACIÓN y, atravesando su puerta, una sala con más de veinte asientos vacíos con las cintas rojas cruzadas en aspa una sí y otra no y solamente una mujer esperando a la que dieron las buenas tardes a lo que ella respondió.
Apenas había transcurrido un minuto cuando una joven enfermera nombró al pedroñero e inmediatamente se presentó a ella. Al mismo tiempo, la joven pidió a la acompañante que dejara su número de teléfono, tomó nota y avisó de que tan pronto terminara la operación, la llamaría la doctora, pero ella, a partir de ese momento, debía bajarse y dejar a su marido a cargo del hospital. Así se produjo la despedida con miradas compasivas y roce de manos en las que se percibía un ligero temblor.
La enfermera acompañó al paciente al vestuario cuya puerta estaba muy próxima a la entrada que habían dejado atrás. En el vestuario, la enfermera le dijo que debía despojarse de toda su ropa y calzado y ponerse el camisón que había apilado en un banco junto a otros camisones, todos iguales, así como una especie de capuchón que debía colocarse cubriendo la cabeza, pero dejando libres los ojos. Asimismo, también debía calzarse unos patucos de plástico azul para no ir descalzo. Le mostró la taquilla con percha donde debía poner sus cosas, recordándole recoger la llave que la cerraba que debía entregársela a ella.
—Cuando termine, viene hacia donde estamos nosotras.
Pasaron unos minutos en las tareas encomendadas y ante la dificultad de atarse adecuadamente las cintas por la espalda para sujetarse el camisón, así como el tiempo en descubrir cómo aquellos plásticos azules podrían convertirse en patucos, dieron lugar a que la joven enfermera volviera de nuevo a ver si necesitaba ayuda, y sí, ella vio que el camisón no estaba como debería estar.
—Ajustaré mejor atrás las cintas para que no se le vea el culete, —dijo, con naturalidad y cariñosamente. Él preguntó por su nombre y ella dijo que era Vanesa, y que perdonara por no habérselo dicho antes.
Salieron del vestuario, recorrieron un breve pasillo y pronto accedieron a una gran nave donde había a ambos lados numerosas camas y pacientes con mascarilla y algunos con respiradores. Acudió otra enfermera que se identificó como Estela, le indicó la cama asignada para él, muy próxima, y pronto observó que esta mujer era la encargada de esa sección. Ella le preguntó nuevamente por su nombre y procedió a ponerle la pulsera de identificación, así como la vía en vena para posteriores inserciones de sondas. Confirmaron el tipo de operación y el lugar donde deberían operar. Cambiaron el camisón por una sábana que cubriría el cuerpo y hablaron de la necesidad de rasurar. Para entonces ya estaba allí un joven que ofreció a Vanesa usar él la maquinilla rasuradora pero ella le dijo que no, que prefería hacerlo ella y con naturalidad procedieron, apoyando el trabajo el joven con una especie de cinta adhesiva para retirar los fragmentos de pelos sueltos que iban quedando.
Inmediatamente después, el joven se hizo cargo de la cama móvil y se puso en marcha para trasladar a quirófanos al candidato a operación. Avanzaba la cama con ruedas manejada por el auxiliar, mientras el paciente tumbado boca arriba sin almohada solo podía ver las luces del techo y los rincones de los lados en movimiento mientras el único sonido que percibía era el de las ruedas rodando sobre el linóleo. De vez en cuando se veían las partes altas del las puertas que abrían paso a despachos, dependencias y pasillos, pero el recorrido era mucho más largo de lo que podía suponer. El olor de la asepsia y la desinfección constante de un hospital en tiempos de pandemia le resultaba difícil de comparar con nada.
El pasillo parecía que no terminaba nunca, pero entonces, por fin, la cama se detuvo, giró a la izquierda y penetró en la sala de quirófano. Lo primero que vio fue más luz y bullicio de varias personas que sin duda estaban esperando la pieza, recordó aquella definición que un día muchos años atrás dio un cirujano a la mujer que se disponía a operar: pieza de quirófano, al parecer ese era el nombre en lenguaje coloquial. A la alta mujer que vio primero acercarse a la camilla, como a recibirlo, le preguntó si era la Dra. Rodríguez y le respondió que no, que era la enfermera Martínez. Arrimó el auxiliar la cama a la mesa quirúrgica que era más estrecha, situada justo debajo de un foco que iluminaría con más fuerza después y pronto se vio rodeado también por la responsable de la anestesia, así se presentó ella y le dijo su nombre que éste no memorizó. Seguidamente entre el técnico auxiliar de enfermería y otra enfermera cogieron la sábana inferior y le indicaron que apoyase un poco los pies levantara el abdomen y el trasero para ayudar a trasladarlo a la mesa quirúrgica, que sería testigo y soporte de la intervención. Observó cómo inmediatamente insertaban a la vía que habían puesto en su brazo izquierdo una aguja y confirmó que ahí le aplicarían la anestesia, al mismo tiempo otra enfermera le advirtió por detrás de su cabeza que le iba a cambiar la mascarilla y al colocarle la nueva comprobó que se trababa de la mascarilla de anestesia que cubría bien boca y nariz. Le indicó que respirara a fondo y se quedó observando las luces, los pitidos, el bullicio de al menos siete personas moviéndose en aquel reducido espacio y esperó a percibir que se dormía. Siguió pasando el tiempo y seguía viendo luces y pitidos intermitentes de distintos niveles, así como enfermeras y movimientos de personas y continuaba esperando que la anestesia hiciera efecto y entrara en el sueño profundo del que quizás despertara más tarde, o quizás no. Observó que se le acercaba la enfermera del principio llamada Estela y esta le preguntó:
—¿Qué tal, cómo estás?
Él respondió:
—Bien, aquí esperando.
—Esperando ¿qué? —dijo Estela.
—Esperando a que me duerman, para operarme.
Ella sonrió y dijo:
—No, si ya le han operado.
—Pero ¿cómo? ¿Estás bromeando? ¿Cómo me van a operar si yo no he perdido la consciencia?
El paciente se encontraba tan bien, tan libre de dolor y sin un ápice de sueño que no podía creer lo que le decía la enfermera. Entonces, Estela se acercó más, levantó levemente la sábana y le mostró el apósito sanitario que cubría y protegía la incisión, la herida necesaria de la intervención.
—Entonces ¿qué hora es? —preguntó él.
—Las cinco y media —respondió Estela—. Has dormido una buena siesta.
La sorpresa fue tan grande y tan grata que no podía comprender cómo había ocurrido algo tan singular de lo que nunca había tenido noticia en sus ya larga vida. Ni se lo había escuchado decir a nadie, ni lo había visto en cine, en televisión, ni lo había leído en ningún libro, periódico ni revista. Entonces, observando más despacio, se dio cuenta de la realidad: ahora no estaba en el quirófano donde recordaba haber oído la orden de respirar a fondo y sí donde al principio del ingreso le habían puesto la pulsera de identificación, le habían colocado la vía y le habían rasurado la zona. Comprendió que durante esas dos horas y media transcurridas habían sucedido muchas cosas de las que nada recordaba y que había sido trasladado de nuevo de regreso por el mismo pasillo pero sumido en un sueño profundo.
Luego vino Vanesa también a preguntar cómo se encontraba y él le contó su curiosa experiencia y le confió lo bien que estaba, sin el más mínimo dolor y sin haberse enterado de nada, rogándole que por favor llamaran a su mujer que estaría preocupada. Escuchó en la distancia en tono muy bajo lo que decía Estela a su mujer por teléfono y que al final añadía que quizás en una hora o poco más le darían el alta y así terminó la comunicación.
Observó y fue testigo de cómo a un vecino de cama le venía a decir la misma anestesista que le había dormido a él, que había habido una incidencia en su caso, se le había bloqueado un pulmón y habían tenido que parar el proceso y por tanto no le habían podido operar. El paciente dejó de serlo para convertirse en impaciente, inquieto y cabreado, como él mismo se autodefinió (ya era la segunda vez que le ocurría y estaba muy insatisfecho de las experiencias que estaba teniendo). Insistió en que le dieran otra oportunidad e intentaran operarlo al día siguiente, pero le razonaron que eso no era posible. Que debían darle el alta, que alguien debía venir a recogerlo (cosa que él rechazaba) y que tenían que volver a programar la operación. Llegó a amenazar con escaparse y realizar otras acciones peores. Las pacientes enfermeras afrontaron la situación e intentaron calmarle pero no les resultó fácil.
Más allá, en el otro lateral de la sala, también pudo ver y escuchar a otro paciente animado al que daban el alta y se marchaba alegre, por su propio pie, como si volviera a la vida con ansia viva de vivir.
Fue pasando la tarde y a nuestro recién operado protagonista le invitaron a beber un poquito de agua con pajita y más tarde lo trasladaron de la cama a un sillón. Hacía escasamente tres horas que había terminado la cirugía y le ayudaron a bajar con cuidado de la cama y a caminar hasta el sillón situado en una zona de paso en la que temía que alguien le rozara en los pies y repercutiera en la herida. Sobresalían los pies demasiado y cada vez que alguien se acercaba en un sentido u otro estaba en ascuas. Los pies sobresalían elevados provocativamente a diez o quince centímetros del suelo. Pasaba el tiempo y le ofrecieron más tarde un zumo de melocotón que él aceptó y tomó con el mismo procedimiento que el agua. Ya transcurrido sobradamente el tiempo señalado por Estela en su llamada a la mujer del operado, volvió este a rogar a Vanesa que la volvieran a llamar a su mujer para calmar sus nervios, que seguro que serían muchos. Cuando por fin lo consiguió, le dijo a la joven enfermera aquel dicho que de manera imprevista, en una ocasión escuchó decir a su madre:
—Esperar y que no lleguen, tener hambre y no comer, querer y que no te quieran, ¿qué será peor de los tres?
Vanesa escuchó con atención y le preguntó:
—Y ¿cuál de los tres es peor?
Reflexionaron y llegaron al acuerdo de que quizás era querer y que no te quieran, aunque reconocían que era difícil decidirse por una de las tres opciones.
El resto de la tarde se lo pasó observando el movimiento en la sala, el ir y venir de mujeres que atendían a los enfermos, doctoras, enfermeras y algún auxiliar junto con los sonidos intermitentes de los controladores conectados a los ingresados hicieron que ese tiempo no fuera en ningún momento aburrido. Únicamente valoraba el excelente trato y atenciones dispensadas por aquellas personas a las que horas antes nunca había visto y el hecho de que el hospital estuviera funcionando en gran medida gracias a las mujeres. Ese día de la mujer, 8 de marzo de 2021, quedaría en su memoria como la fecha en la que redobló su convencimiento de que las mujeres eran las mayores merecedoras de todos los derechos que reivindicaban hacía tantos y tantos años y, sobre todo, el derecho a vivir y llegado el momento morir dignamente y no siendo asesinadas como seguían muriendo tantas y tantas en el mundo.
A las ocho de la tarde, una vez avisaron del alta inminente, apareció puntual su compañera a la que en la distancia, mientras se acercaba, saludó con la mirada húmeda y una sonrisa oculta detrás de la mascarilla. Y a ella se lo entregaron para que le acompañara al vestuario y le ayudara a vestirse y después pudiera marcharse a casa. Antes de la marcha, se acercaron de nuevo a agradecerles a las enfermeras sus excelentes tratos y servicios. Estela le entregó al paciente la carpeta que contenía las instrucciones, recomendaciones y cuidados que debía seguir, y este y su mujer se despidieron de las dos, pensando él que nunca olvidaría aquella tarde.
La pareja de hombre y mujer hicieron el recorrido inverso al que iniciaron a las tres menos diez de la tarde, y en el hall, donde se despidió de su hija, allí esperaba ella y su hermana, la segunda hija, al parecer tranquilas y con una sonrisa cariñosa ante el buen aspecto de su padre, a quien preguntaron cómo estaba y a lo que él respondió la verdad, bien, sin dolor y alegre de volver a verlas. Ahora ya los cuatro salieron hasta el coche y la hija mayor, la que había hecho de taxista, les acompañó a casa.
El parte de alta lo firmaba la Dra. Lorena Rodríguez Gómez, como responsable del trabajo realizado: Servicio: Cirugía General Digestiva.
Siempre tan meticuloso a la hora de contar una historia Maestro.
ResponderEliminarNo sabes como aprendo leyendo tus historias. Felicidades y GRACIAS.
Fabián.
Muchas gracias Vicente por leer completa la historia y por tu comentario. No me considero Maestro de nada, si alguien como tú me asigna tal calificativo y lo hace sinceramente me compromete a ser cada vez más riguroso dentro de lo que cabe. Muchas gracias.
EliminarMuchas gracias por leer completo el texto. Al escribirlo pensé que no serían muchas las personas que llegaran hasta el final, por tanto quienes lo hacen, se lo agradezco de verdad.
ResponderEliminarMuy bonito tío. Se aprecia cada detalle de lo que el paciente puede sentir (y que muchas veces se nos olvida) y de lo poco que cuesta hacerle todo el proceso un poquito más agradable.
ResponderEliminarGracias por apreciar el trato que te dieron (que por otra parte es como debería ser siempre) y por escribirlo y compartirlo.
Un abrazo