por Fabián Castillo Molina
Introducción
En el trabajo que titulé Cheches de la feria, hice una
incursión en los recuerdos, la importancia y el significado que tuvo para
los pedroñeros y pedroñeras durante muchos años la Feria de Belmonte. Me sorprendió la gran
aceptación que tuvo este texto y el hecho de que más de mil personas entraran a él en los
primeros tres días (más de 1.300 visitas tiene esa publicación ahora), aunque realmente desconocemos cuántas llegarían a leerlo
completo. Esto me hizo pensar que quizás era el
momento de dar a conocer un capítulo de la novela La culpa,
publicada en 2007 aunque escrita realmente entre 1995 y 1996, donde, sin
mencionar el nombre del pueblo, se rememoran en primera persona ambientes y
hechos inolvidables para el protagonista. El que sigue es el capítulo breve pero íntegro. Espero que lo disfrutéis.
La culpa (novela)
Capítulo XXVII
«La sartén negra de tres patas, el humo, el fuego
y el sofoco me trasladan a las sartenes y las lumbres en medio de las eras; en
la feria comarcal del pueblo próximo, a la que un año antes, el abuelo me había llevado
por vez primera.
Un
cielo azul clarísimo dibujaba las siluetas de las mulas cerriles, entrecruzándose nerviosas al avistar y oler el pueblo amurallado tras
remontar el cerro. Había que tener mucho cuidado para
controlarlas en el desasosiego que las invadía. Los
relinchos se acrecentaban; los galopes cruzados y las coces que hacían silvar el aire eran su demostración de fuerza.
Las eras, un mes antes cubiertas de mies y trilladores, ahora servían de base a un campamento de visitantes de los pueblos vecinos.
Muletadas, carros entoldados, galeras. Hombres preparando sus lumbres de
sarmientos. Chiquillería correteando alegre entre los humos y la
polvisca. Mujeres desplumando algún pollo.
Plumas volando…
‟Muchos hombres morenos de esos que ves con bigote y sombrero negro
son tratantes de borricas y mulas resabiás —me dijo en tono bajo el abuelo—. Cuando ves que
separan los belfos a las caballerías y dejan ver sus dientes, es pa
saber la edá que tienen. Éstos hacen correr a mulas cojas sin que se les note ni pizca la
cojera, y las borricas viejas vuelan con un gitano al lau. Y nosotros, los payos, que es como ellos nos
llaman, sabiendo el peligro de engaño que hay, hacemos trato y cambiamos las
bestias, como ellos dicen. Y cuando oigas '¡trato hecho!' verás cómo se estrechan la mano y ya no hay quien el trato deshaga”.
Todo
esto ocurría cerca del mediodía, y se escuchaban risas, canciones, algún rasgueo de guitarra y también alguna voz
impaciente reclamando comer, entre humos y olor a aceite frito y a sabrosos
guisados.
Al
ver las muletadas sueltas, recuerdo unos días antes cómo el pregonero avisaba en las esquinas principales de nuestro
pueblo la llegada de las muletás. Toño y yo íbamos a ver la novedad. Por ser tiempo de
vendimia, los muleteros habían ocupado la posada del Garrotero.
Cuadras y patios eran testigos mudos de un ajetreo y bullicio permanentes.
Ruidos de cascos, amagos de relinchos y coces de las cerriles. Al caer la
tarde, los mozos de cuadra soltaban a los animales para ir al abrevadero
cercano. Los pilones del Coso, que a esas horas estaban rebosantes de agua
clara, aunque con alguna ova dentro y musgo fuera, las esperaban deseosos. A
pesar de la proximidad, tan pronto se veían en la calle,
emprendían un galope desenfrenado casi hasta desbocarse, con las colas
tendidas y las crines al aire. Sus relinchos de libertad se escuchaban más allá
de la última casa blanca del pueblo.
Días después, las muletadas, como rebaños, eran conducidas por la espaciosa vereda, envueltas en una
permanente nube de polvo, hasta el cercano pueblo en cuya feria se intentarían vender.
Ya
anochecido, voces cada vez más alegres y ecos de acordeón quedaban sonando por las eras. Mientras, dentro del pueblo, en la
amplia plaza del Pilar, el Gran Circo había desplegado
su enorme carpa.
La
mujer barbuda demostraba la inigualable fuerza de sus mandíbulas resistiendo el tirón de dos
yuntas de mulas uncidas a una rastra. Ella mordía una gruesa
maroma que salía de su boca y conectaba con el gran tirante de madera. Así terminaba su número.
Ursus,
el gladiador más forzudo del mundo, con casco de romano, se colocaba con los
brazos en cruz, amarrado también con cada mano a una cadena templada
mediante el tiro de dos caballos
percherones que, enjaezados con
lujo, sujetaban sendos palafreneros.
Recuerdo más claramente cómo, a una señal del forzudo, los hombres soltaron el freno de
la boca de los animales. Entonces los caballos echaron sus grandes corpachones
hacia delante en sentidos opuestos. Sonaron, al tensarse, los eslabones de las
cadenas. Un quejido de Ursus hizo que los palafreneros volvieran rápido a las bocas. Frenaron el ímpetu de los
caballos y los eslabones volvieron a aflojarse. Dos hombres más salieron por el fondo de detrás de los
grandes cortinajes. Desenredaron los brazos del forzudo de las cadenas, pero él seguía quejándose a la vista de todos. Hubo murmullos, aplausos y silbidos del
público. Y semiderrengado, apoyado en los dos ayudantes
desapareció entre los cortinones rojos.»
Fabián Castillo Molina
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