La novela "La culpa" y la feria de Belmonte: capítulo completo | Las Pedroñeras

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sábado, 11 de junio de 2016

La novela "La culpa" y la feria de Belmonte: capítulo completo



por Fabián Castillo Molina 


Introducción


En el trabajo que titulé Cheches de la feria, hice una incursión en los recuerdos, la importancia y el significado que tuvo para los pedroñeros y pedroñeras durante muchos años la Feria de Belmonte. Me sorprendió la gran aceptación que tuvo este texto y el hecho de que más de mil personas entraran a él en los primeros tres días (más de 1.300 visitas tiene esa publicación ahora), aunque realmente desconocemos cuántas llegarían a leerlo completo. Esto me hizo pensar que quizás era el momento de dar a conocer un capítulo de la novela La culpa, publicada en 2007 aunque escrita realmente entre 1995 y 1996, donde, sin mencionar el nombre del pueblo, se rememoran en primera persona ambientes y hechos inolvidables para el protagonista. El que sigue es el capítulo breve pero íntegro. Espero que lo disfrutéis.



La culpa (novela)

Capítulo XXVII

            «La sartén negra de tres patas, el humo, el fuego y el sofoco me trasladan a las sartenes y las lumbres en medio de las eras; en la feria comarcal del pueblo próximo, a la que un año antes, el abuelo me había llevado por vez primera.

            Un cielo azul clarísimo dibujaba las siluetas de las mulas cerriles, entrecruzándose nerviosas al avistar y oler el pueblo amurallado tras remontar el cerro. Había que tener mucho cuidado para controlarlas en el desasosiego que las invadía. Los relinchos se acrecentaban; los galopes cruzados y las coces que hacían silvar el aire eran su demostración de fuerza. Las eras, un mes antes cubiertas de mies y trilladores, ahora servían de base a un campamento de visitantes de los pueblos vecinos. Muletadas, carros entoldados, galeras. Hombres preparando sus lumbres de sarmientos. Chiquillería correteando alegre entre los humos y la polvisca. Mujeres desplumando algún pollo. Plumas volando

            Muchos hombres morenos de esos que ves con bigote y sombrero negro son tratantes de borricas y mulas resabiás me dijo en tono bajo el abuelo. Cuando ves que separan los belfos a las caballerías y dejan ver sus dientes, es pa saber la edá que tienen. Éstos hacen correr a mulas cojas sin que se les note ni pizca la cojera, y las borricas viejas vuelan con un gitano al lau. Y nosotros, los payos, que es como ellos nos llaman, sabiendo el peligro de engaño que hay, hacemos trato y cambiamos las bestias, como ellos dicen. Y cuando oigas '¡trato hecho!' verás cómo se estrechan la mano y ya no hay quien el trato deshaga”.

            Todo esto ocurría cerca del mediodía, y se escuchaban risas, canciones, algún rasgueo de guitarra y también alguna voz impaciente reclamando comer, entre humos y olor a aceite frito y a sabrosos guisados.

            Al ver las muletadas sueltas, recuerdo unos días antes cómo el pregonero avisaba en las esquinas principales de nuestro pueblo la llegada de las muletás. Toño y yo íbamos a ver la novedad. Por ser tiempo de vendimia, los muleteros habían ocupado la posada del Garrotero. Cuadras y patios eran testigos mudos de un ajetreo y bullicio permanentes. Ruidos de cascos, amagos de relinchos y coces de las cerriles. Al caer la tarde, los mozos de cuadra soltaban a los animales para ir al abrevadero cercano. Los pilones del Coso, que a esas horas estaban rebosantes de agua clara, aunque con alguna ova dentro y musgo fuera, las esperaban deseosos. A pesar de la proximidad, tan pronto se veían en la calle, emprendían un galope desenfrenado casi hasta desbocarse, con las colas tendidas y las crines al aire. Sus relinchos de libertad se escuchaban más allá de la última casa blanca del pueblo.

            Días después, las muletadas, como rebaños, eran conducidas por la espaciosa vereda, envueltas en una permanente nube de polvo, hasta el cercano pueblo en cuya feria se intentarían vender.

            Ya anochecido, voces cada vez más alegres y ecos de acordeón quedaban sonando por las eras. Mientras, dentro del pueblo, en la amplia plaza del Pilar, el Gran Circo había desplegado su enorme carpa.
            La mujer barbuda demostraba la inigualable fuerza de sus mandíbulas resistiendo el tirón de dos yuntas de mulas uncidas a una rastra. Ella mordía una gruesa maroma que salía de su boca y conectaba con el gran tirante de madera. Así terminaba su número.
            Ursus, el gladiador más forzudo del mundo, con casco de romano, se colocaba con los brazos en cruz, amarrado también con cada mano a una cadena templada mediante el tiro de dos caballos  percherones que,  enjaezados con lujo,  sujetaban sendos palafreneros. Recuerdo más claramente cómo, a una señal del forzudo, los hombres soltaron el freno de la boca de los animales. Entonces los caballos echaron sus grandes corpachones hacia delante en sentidos opuestos. Sonaron, al tensarse, los eslabones de las cadenas. Un quejido de Ursus hizo que los palafreneros volvieran rápido a las bocas. Frenaron el ímpetu de los caballos y los eslabones volvieron a aflojarse. Dos hombres más salieron por el fondo de detrás de los grandes cortinajes. Desenredaron los brazos del forzudo de las cadenas, pero él seguía quejándose a la vista de todos. Hubo murmullos, aplausos y silbidos del público. Y semiderrengado, apoyado en los dos ayudantes desapareció entre los cortinones rojos.»


Fabián Castillo Molina

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