por Teresa Pacheco Iniesta
En la plaza de la Constitución, bajo el cobertizo de columnas, nos reuníamos los amigos, ya jubilados y aficionados a la pintura, todos los jueves por la tarde. Ya fuera invierno o verano, ya tuviéramos sol implacable o nieve.
El magistrado era el más insensato de todos nosotros en cuanto a las inclemencias del tiempo se refiere: siempre llevaba la misma ropa, la de pintor clásico, blusón blanco, lazo negro y una boina, que ya estaba tiesa como la mojama, porque nunca la lavó ni la cambió. Decía que era parte de su talento, que nadie le discutíamos, como la melena lo era de la fuerza de Sansón. Por prevención se la sujetaba con cintas bajo la barbilla en los días de viento.
El jueves santo de hace dos años, inició su autorretrato. A todos nos preocupó. Nos había dicho hace años que si algún día hacía eso, que era cosa de narcisistas sin nada mejor que pintar, nos temiéramos lo peor. Había estado de médicos para hacerse una revisión. Diagnóstico: Alzheimer. En poco tiempo, acabado el retrato, olvidó que era pintor. Cada jueves lo recogemos en su casa y nos vamos a la plaza. En el bar de Ceci, nos echamos unas cervezas y un dominó. Nos da igual que los puntos de las fichas no coincidan.
©Teresa Pacheco Iniesta
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