CUENTO DE OTRA NAVIDAD
Ernesto salió a comprar los regalos de Navidad y también la comida para la gran noche. Entró en los grandes almacenes con la cara muy seria. Como tenía mucho tiempo se sentó en un sillón muy cómodo, de terciopelo granate, junto a la gran cristalera de la cafetería. Desde allí podía observar a la gente que deambulaba por toda la planta, tocándolo todo, perfumándose con las colonias caras, probándose zapatos, colgándose un bolso tras otro, poniéndose todos los sombreros y mirando el efecto en la imagen que devolvía de sí mismos un elegante espejo ovalado de cuerpo entero.
Al fondo, salían del supermercado las personas con sus carros llenos de comida y botellas, con cara de haber sido atracados, mirando incrédulos el largo ticket de su compra, que se enrollaba doliente sobre sí mismo. Guantes, pañuelos, cosméticos, bisutería, joyería, corbatas, pantys fantasía, bodis transparentes… La verdad es que Ernesto se estaba deprimiendo por momentos a pesar de los grados de la cerveza negra que estaba bebiendo, tragando panchitos y aceitunas casi sin masticar y desde luego sin pensar, porque ni una cosa ni la otra le gustaban.
-Navidad- pensaba- esto es la Navidad ahora. Un consumo desaforado, un compromiso que casi nadie quiere tener, una fiesta que tanta gente rechaza, pero que se traga año tras años sin rechistar después de los consabidos cabreos que todo el mundo conoce y padece. Quien pone más en la cena, quién trabaja menos, quien no mueve el culo de la silla en toda la noche, quien hace el regalo más cutre, quien repite, quien regala el regalo recibido el pasado año, si te descuidas a la misma persona que se lo dio o a otro primo o cuñado.
Noche de Paz, no discutir, no se hable de política que la cagamos, no poner la cara así que se mosquea Pilar, no te dejes nada en el plato después de la paliza que se ha dado Inés a cocinar, porque le gusta, dicho sea de paso, pero eso no lo va a confesar y los entremeses, lo pesados que son de preparar para luego lo que duran, que desaparecen antes de que se siente el último inocente que ha ido a por el sacacorchos a la cocina. De postre la desilusión. De nuevo no ha quedado el pudin de frutas en su punto, está blando de consistencia, desmayado. Los turrones, el mazapán, vuelve a casa por Navidad, los mejores de la Viuda, Los villancicos, calla que va a hablar el Rey. A mí que me importa, bueno pues a mí sí, el tapón del champán otra vez el gracioso, lo estampó en la araña de cristal, no tiene ni idea de lo que cuesta esa lámpara el muy ignorante.
En la mesa de al lado hablaba sin parar una señora rubia recién teñida, aún olía a laca. Su abrigo de visón caía con elegancia en otro sillón, como abandonado. Le decía a su amiga, tan rubia como ella, lo maravillosas que son estas fiestas para los católicos practicantes como ellas. Espero que este año me regale el tacaño de mi marido el solitario de brillantes y pobre de mi suegra si no se gasta en mí el doble de pasta que el año pasado. No les ve el pelo a sus nietos en todo el próximo año. Y lanzaba el humo de su Malboro ligh justo a la cara de Ernesto, coqueteando. Con él, que odia el tabaco.
Ernesto se levantó, con parsimonia, como si levantara al tiempo el techo con su cabeza. Pagó con un billete de diez, quédese con la vuelta.
Bajó a la planta sótano uno. Arrancó el coche y se encaminó al polígono industrial, a medio kilómetro de pijolandia. Se acercó a un grupo de chavalines de un matrimonio recién desahuciado que había visto en las noticias del mediodía. Tiritaban en la calle con las manos extendidas hacia el fuego encendido en un bidón y sacó todos los billetes que llevaba encima. Le habían pagado en negro su último trabajo. Una cantidad indecente. Feliz Navidad, fue todo lo que dijo mientras le daba el dinero al más pequeño de todos ellos. Subió al coche, llegó a casa y anunció a la familia, su mujer y dos adolescentes muy guapos con todo de sobra, que este año, habría en casa otra Navidad.
Al fondo, salían del supermercado las personas con sus carros llenos de comida y botellas, con cara de haber sido atracados, mirando incrédulos el largo ticket de su compra, que se enrollaba doliente sobre sí mismo. Guantes, pañuelos, cosméticos, bisutería, joyería, corbatas, pantys fantasía, bodis transparentes… La verdad es que Ernesto se estaba deprimiendo por momentos a pesar de los grados de la cerveza negra que estaba bebiendo, tragando panchitos y aceitunas casi sin masticar y desde luego sin pensar, porque ni una cosa ni la otra le gustaban.
-Navidad- pensaba- esto es la Navidad ahora. Un consumo desaforado, un compromiso que casi nadie quiere tener, una fiesta que tanta gente rechaza, pero que se traga año tras años sin rechistar después de los consabidos cabreos que todo el mundo conoce y padece. Quien pone más en la cena, quién trabaja menos, quien no mueve el culo de la silla en toda la noche, quien hace el regalo más cutre, quien repite, quien regala el regalo recibido el pasado año, si te descuidas a la misma persona que se lo dio o a otro primo o cuñado.
Noche de Paz, no discutir, no se hable de política que la cagamos, no poner la cara así que se mosquea Pilar, no te dejes nada en el plato después de la paliza que se ha dado Inés a cocinar, porque le gusta, dicho sea de paso, pero eso no lo va a confesar y los entremeses, lo pesados que son de preparar para luego lo que duran, que desaparecen antes de que se siente el último inocente que ha ido a por el sacacorchos a la cocina. De postre la desilusión. De nuevo no ha quedado el pudin de frutas en su punto, está blando de consistencia, desmayado. Los turrones, el mazapán, vuelve a casa por Navidad, los mejores de la Viuda, Los villancicos, calla que va a hablar el Rey. A mí que me importa, bueno pues a mí sí, el tapón del champán otra vez el gracioso, lo estampó en la araña de cristal, no tiene ni idea de lo que cuesta esa lámpara el muy ignorante.
En la mesa de al lado hablaba sin parar una señora rubia recién teñida, aún olía a laca. Su abrigo de visón caía con elegancia en otro sillón, como abandonado. Le decía a su amiga, tan rubia como ella, lo maravillosas que son estas fiestas para los católicos practicantes como ellas. Espero que este año me regale el tacaño de mi marido el solitario de brillantes y pobre de mi suegra si no se gasta en mí el doble de pasta que el año pasado. No les ve el pelo a sus nietos en todo el próximo año. Y lanzaba el humo de su Malboro ligh justo a la cara de Ernesto, coqueteando. Con él, que odia el tabaco.
Ernesto se levantó, con parsimonia, como si levantara al tiempo el techo con su cabeza. Pagó con un billete de diez, quédese con la vuelta.
Bajó a la planta sótano uno. Arrancó el coche y se encaminó al polígono industrial, a medio kilómetro de pijolandia. Se acercó a un grupo de chavalines de un matrimonio recién desahuciado que había visto en las noticias del mediodía. Tiritaban en la calle con las manos extendidas hacia el fuego encendido en un bidón y sacó todos los billetes que llevaba encima. Le habían pagado en negro su último trabajo. Una cantidad indecente. Feliz Navidad, fue todo lo que dijo mientras le daba el dinero al más pequeño de todos ellos. Subió al coche, llegó a casa y anunció a la familia, su mujer y dos adolescentes muy guapos con todo de sobra, que este año, habría en casa otra Navidad.
©Teresa Pacheco Iniesta
No hay comentarios:
Publicar un comentario