por Teresa Pacheco Iniesta
En la plaza de la Constitución, bajo el cobertizo de columnas, nos reuníamos los amigos, ya jubilados y aficionados a la pintura, todos los jueves por la tarde. Ya fuera invierno o verano, ya tuviéramos sol implacable o nieve.
El magistrado era el más insensato de todos nosotros en cuanto a las inclemencias del tiempo se refiere: siempre llevaba la misma ropa, la de pintor clásico, blusón blanco, lazo negro y una boina, que ya estaba tiesa como la mojama, porque nunca la lavó ni la cambió. Decía que era parte de su talento, que nadie le discutíamos, como la melena lo era de la fuerza de Sansón. Por prevención se la sujetaba con cintas bajo la barbilla en los días de viento.