por Vicente Sotos Parra
Quiero referirme al libro de fiestas del año 1947 aportado por Encarna Liébana en el BLOG en el cual se da cuenta de algunos de los concursos que se daban en aquel entonces.
A uno de ellos quiero referirme es el de “Grandiosa carrera de burros lerdos”.
Siendo un chiquetee Felipón, participó con el burro de su tío Raimundo que tenía a Lucero de no más de un metro y treinta centímetros de altura y quince años de vida. Digamos que para un animal de esta edad era viejecete.
Allí llegaron Lucero, Raimundo y Felipón. A este le tocaban los pies en el suelo, más chulo que un ocho sobresaliendo un metro por encima de las orejas del pollino.
Fue todo un acontecimiento su llegada a la plaza, entrando por Entre Capillas. Lucero con esa edad ya madura y ser entero; vamos, sin capar. No sé si todos habíais oído lo de entero y capado.
Bueno, me explico. Los burros sin capar detectan a las burras a kilómetros de distancia, sus rebuznos son tan agudos y prolongados y seguidos que te pueden quedar hasta sordo, hasta que consiguen montar, a pesar de estar a kilómetros la burra de distancia, o yegua, del que nace la mula o el macho siendo estos un hibrido del cruce de burro, yegua, caballo, burra.
A los burros, para que fuesen más dóciles se les capaba. Este era el motivo según me comentaron en su día, de que los capasen. Para Lucero era lo que hoy llamaríamos una orgía, nada más llegar a la plaza un santo lo ilumino, perdiendo el conocimiento al olfatear tanta burra y tan a mano.
No podían hacerse con él ni Reimundo ni Felipón. Fue llegar y sacar el vástago de su cuerpo, que parecía tener cinco patas en vez de cuatro ya que las cinco tocaban en el suelo, dejando al resto de burros en mantillas.
Las burras arrimaban el culo a los lugares más inesperados, cuando no se ponían a cocear a diestro y siniestro, no haciendo caso a los dueños que intentaban calmar su alteración. Mientras que Lucero no paraba de intentar montarlas. A él le daba lo mismo que fuesen viejas, jóvenes, tordas, negras, arregladas, sin arreglar, con el dueño, sin el dueño a la vista, a escondidas. De cualquier forma y manera no parando de intentar montarlas.
La espera del inicio de la carrera fue, un desespero y un suplicio para todos los asistentes, que lo que más importaba era que Lucero dejara en paz a las burras y a sus dueños, pues si estos se interponían, les amenazaba con morderles.
No les quedo más remedio a Raimundo y a su sobrino Felipón que atarle las patas delanteras del animal con una cordeta, pero el animal seguía a lo suyo rebuznando e incomodando al resto de participantes.
Las quejas llegaron al presidente del jurado, que, como no podía ser de otra forma, estaba formado por el Alcalde, el Párroco y el Sargento de la Guardia Civil, haciéndole llegar la noticia de resolución al dueño del Lucero de que tenía que salir en la última posición.
Fueron cincuenta los participantes con el único orden de que fuese Lucero el último en salir. Algunos borricos le sacaron ventaja nada más salir. El animal, que detectó la marcha de sus colegas con el resto de burras, puso su orejas estirás como si le sirviesen para cortar el aire, acachando la cabeza y soltándose de la atadura de un bocado, saltando sobre las tres patas traseras. Los pies a Felipón le servían de freno, sin apenas tiempo de subir a su grupa, y que no soltó en ningún momento del ramal del animal al que no tuvo que arrearle. Su trote, o galope, era tan grande que no cesó de pasar a casi todos y a punto estuvo de ganar, si no llegar a ser que la burra torda le ganó por menos de medio cuerpo, no sabiendo bien si corría para que no la cogiera Lucero o... por no tener ganas de ver lugares.
Así fue la carrera de burros lerdos en la fiestas del Pueblo.
(Con este chascarrillo)
Si la burra se le escapó, fue por los pelos,
con cinco patas, siempre se corre menos.
Los primeros puestos son de los listos,
y los segundos suelen ser de los lerdos.
A Raimundo, Lucero no lo dejó contento,
por no llegar a la meta el primero.
La culpa fue de la burra torda que
no quiso que Lucero le diera un beso.
Cuando en el campo se cruzaban
cada cual con su dueño,
enseñándole los dientes decía:
ahora es tarde, lerda, torda mía.
Y en su rebuznar decía: torda,
lo que te perdiste aquel día.
jajajajajaja, me ha encantado la historia del borrico lucero.
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