Tenía pendiente este libro de Miguel Delibes, El hereje, y ahora estoy con él. Me está encantando desde las primeras páginas. Viene a demostrar (y creo que ya se ha dicho) que también a la provecta edad de 78 años -como tenía Delibes cuando se publicó esta novela en 1998 teniéndolo ya todo demostrado-, un escritor puede concebir una obra maestra o, al menos, muy respetable y atractiva. Muy aconsejable en todo caso, ya os lo digo. No en vano, fue el Premio Nacional de Narrativa otorgado al siguiente año, aunque esto no sea siempre una garantía, no al menos de la misma manera en que el Premio Planeta sí que lo es, pero de la mediocridad. En fin.
Pero si traigo por aquí en particular este libro memorable es porque me he quedado obnubilado por la llamada prueba del ajo. Como ando enredado a ratos con ese libro de costumbres sobre Pedroñeras -costumbres que poco a poco van dejando de serlo aunque tuvieron una solera de siglos-, me ha llamado especial y podesoramente la atención (lo del ajo, digo). ¿Se haría algo semejante por estas latitudes?, me pregunto. Os cuento.
Los acomodados vallisoletanos don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante constituyen un matrimonio que pasan por la circunstancia de no poder tener un hijo. Por mucho que lo intentan, la señora de Salcedo no se termina de quedar encinta. Por ello, el marido propone la intervención del médico don Francisco Almenara. Doña Catalina, tan recatada ella, se muestra en principio reticente a dejar su cuerpo (y sus partes pudendas) en manos de un médico. Pero al final accede. Leed.
La prueba del ajo (fragmento de El hereje, de Delibes)
[...] El largo período que estuvieron en sus manos
disipó todo recelo en el ánimo de doña Catalina y abrió el corazón
de don Bernardo a una leal amistad. Pero antes tuvo que soportar
terribles pruebas, como la del ajo, para intentar averiguar quién de
las dos partes era la causante de la esterilidad matrimonial. Con
este objeto, don Francisco Almenara introdujo en la vagina de doña
Catalina un diente de ajo, debidamente pelado, antes de meterla en
cama:
—Mañana no se levante hasta que yo llegue. Debo ser el primero en olerla —advirtió.
Don Bernardo se despertó con el alba. Intuía vagamente que algo grave relativo a su masculinidad estaba en entredicho. Divagó por la casa durante horas y cuando, sobre las nueve de la mañana, oyó a la puerta los cascos de la mula del doctor levantó el visillo de la ventana con inquietud manifiesta. El criado del doctor, que traía a la caballería del ronzal, ayudó a apearse a su dueño y ató aquélla a la armella de la columna. Todo lo que vino a continuación resultó para don Bernardo desconcertante y confuso. Don Francisco ordenó levantarse a doña Catalina y, tal como estaba, en salto de cama, la condujo de la mano hasta la jofaina y, una vez allí, requirió amablemente su aliento.
—¿Cómo? —A doña Catalina se la veía sensiblemente turbada.
—El aliento, señora, écheme vuesa merced su aliento —insistió el doctor inclinando el busto sobre el rostro de la paciente. Ésta, finalmente, obedeció.
—Otra vez, si no le importa.
La esposa de don Bernardo Salcedo alentó ante la nariz de don Francisco quien frunció sombríamente el ceño. Acto seguido, en una actitud de gravedad extrema, el doctor Almenara se encerró con don Bernardo en el despacho de éste, se sentó en el escritorio y miró al señor Salcedo con inusitada frialdad:
—Lamento tener que decirle que las vías de su esposa están abiertas —dijo simplemente.
—¿Qué quiere decir, doctor?
—La esposa de vuesa merced está apta para la concepción.
La sangre le bajó de golpe a los talones a don Bernardo:
—¿Quiere sugerir...? —apuntó, pero fue incapaz de proseguir.
—No insinúo nada, señor Salcedo, afirmo rotundamente que el aliento de su esposa huele a ajo. ¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo, las vías de recepción de su cuerpo están abiertas, no opiladas. La concepción sería normal tras una fecundación oportuna.
Don Bernardo había arrancado a sudar y sus movimientos se habían hecho torpes y resignados:
—Eso quiere decir que soy yo el causante del fracaso matrimonial.
Almenara le miró de abajo arriba con un asomo de desprecio:
—En medicina dos y dos no siempre son cuatro, señor Salcedo. Quiero decirle que estas pruebas no son matemáticas. Existe la posibilidad de que ambos estén en condiciones de procrear y, por lo que sea, sus respectivas aportaciones no se entiendan.
—O sea, que mi esposa y yo no congeniamos.
—Llámelo como quiera.
El señor Salcedo guardó cauto silencio. Le constaban los conocimientos del doctor Almenara, sus éxitos espectaculares entre las familias más distinguidas de la ciudad, su lucidez. Asimismo era del dominio público que en su biblioteca se alineaban trescientos doce volúmenes, no tantos como en la de su hermano Ignacio, pero suficientes para dar idea de su grado de ilustración. No era cosa de coger una pataleta por motivo tan nimio. Sin embargo inquirió:
—Y ¿la ciencia no dispone de ninguna otra prueba, doctor, digamos menos afrentosa, un poco más delicada?
—Podríamos someter a su esposa a la prueba de la orina, pero es una operación asquerosa y tan poco fidedigna como la del ajo.
—¿Entonces?
Almenara se levantó lentamente del escritorio. Embutido en su loba de terciopelo oscuro parecía un gigante. Su barba puntiaguda le alcanzaba al tercer botón. Tomó ligeramente del codo a don Bernardo:
—Sinceramente, señor Salcedo, ¿qué resultaría para vuesa merced más deprimente, el hecho de no tener descendencia o tener que reconocer ante su esposa que el responsable es usted?
El señor Salcedo carraspeó:
—Veo que también vuesa merced es especialista en hombres —dijo.
—Aquel que conoce bien a las mujeres termina conociendo a los hombres. Son conocimientos complementarios.
Don Bernardo alzó unos ojos vacuos, extrañamente opacos:
—¿No sería suficiente, doctor, comunicar a mi esposa que nuestros organismos no riman, que nuestras respectivas aportaciones, como usted dice, no se entienden?
—Es un buen consejo —sonrió—. Hagamos lo que usted dice. En realidad vuesa merced no me pide que mienta. [...]
—Mañana no se levante hasta que yo llegue. Debo ser el primero en olerla —advirtió.
Don Bernardo se despertó con el alba. Intuía vagamente que algo grave relativo a su masculinidad estaba en entredicho. Divagó por la casa durante horas y cuando, sobre las nueve de la mañana, oyó a la puerta los cascos de la mula del doctor levantó el visillo de la ventana con inquietud manifiesta. El criado del doctor, que traía a la caballería del ronzal, ayudó a apearse a su dueño y ató aquélla a la armella de la columna. Todo lo que vino a continuación resultó para don Bernardo desconcertante y confuso. Don Francisco ordenó levantarse a doña Catalina y, tal como estaba, en salto de cama, la condujo de la mano hasta la jofaina y, una vez allí, requirió amablemente su aliento.
—¿Cómo? —A doña Catalina se la veía sensiblemente turbada.
—El aliento, señora, écheme vuesa merced su aliento —insistió el doctor inclinando el busto sobre el rostro de la paciente. Ésta, finalmente, obedeció.
—Otra vez, si no le importa.
La esposa de don Bernardo Salcedo alentó ante la nariz de don Francisco quien frunció sombríamente el ceño. Acto seguido, en una actitud de gravedad extrema, el doctor Almenara se encerró con don Bernardo en el despacho de éste, se sentó en el escritorio y miró al señor Salcedo con inusitada frialdad:
—Lamento tener que decirle que las vías de su esposa están abiertas —dijo simplemente.
—¿Qué quiere decir, doctor?
—La esposa de vuesa merced está apta para la concepción.
La sangre le bajó de golpe a los talones a don Bernardo:
—¿Quiere sugerir...? —apuntó, pero fue incapaz de proseguir.
—No insinúo nada, señor Salcedo, afirmo rotundamente que el aliento de su esposa huele a ajo. ¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo, las vías de recepción de su cuerpo están abiertas, no opiladas. La concepción sería normal tras una fecundación oportuna.
Don Bernardo había arrancado a sudar y sus movimientos se habían hecho torpes y resignados:
—Eso quiere decir que soy yo el causante del fracaso matrimonial.
Almenara le miró de abajo arriba con un asomo de desprecio:
—En medicina dos y dos no siempre son cuatro, señor Salcedo. Quiero decirle que estas pruebas no son matemáticas. Existe la posibilidad de que ambos estén en condiciones de procrear y, por lo que sea, sus respectivas aportaciones no se entiendan.
—O sea, que mi esposa y yo no congeniamos.
—Llámelo como quiera.
El señor Salcedo guardó cauto silencio. Le constaban los conocimientos del doctor Almenara, sus éxitos espectaculares entre las familias más distinguidas de la ciudad, su lucidez. Asimismo era del dominio público que en su biblioteca se alineaban trescientos doce volúmenes, no tantos como en la de su hermano Ignacio, pero suficientes para dar idea de su grado de ilustración. No era cosa de coger una pataleta por motivo tan nimio. Sin embargo inquirió:
—Y ¿la ciencia no dispone de ninguna otra prueba, doctor, digamos menos afrentosa, un poco más delicada?
—Podríamos someter a su esposa a la prueba de la orina, pero es una operación asquerosa y tan poco fidedigna como la del ajo.
—¿Entonces?
Almenara se levantó lentamente del escritorio. Embutido en su loba de terciopelo oscuro parecía un gigante. Su barba puntiaguda le alcanzaba al tercer botón. Tomó ligeramente del codo a don Bernardo:
—Sinceramente, señor Salcedo, ¿qué resultaría para vuesa merced más deprimente, el hecho de no tener descendencia o tener que reconocer ante su esposa que el responsable es usted?
El señor Salcedo carraspeó:
—Veo que también vuesa merced es especialista en hombres —dijo.
—Aquel que conoce bien a las mujeres termina conociendo a los hombres. Son conocimientos complementarios.
Don Bernardo alzó unos ojos vacuos, extrañamente opacos:
—¿No sería suficiente, doctor, comunicar a mi esposa que nuestros organismos no riman, que nuestras respectivas aportaciones, como usted dice, no se entienden?
—Es un buen consejo —sonrió—. Hagamos lo que usted dice. En realidad vuesa merced no me pide que mienta. [...]
ÁCS
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