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viernes, 23 de marzo de 2012


Artículo publicado en 2011 en el libro Berenjena de Almagro, algo único 

DE LA TRADICIONAL GASTRONOMÍA PEDROÑERA 


Es muy difícil (por no decir vago, impreciso o inadecuado) hablar de una gastronomía pedroñera, como lo es probablemente hablar de una conquense o una ciudadrealeña. Quizá sería más adecuado hacerlo de una gastronomía manchega, pues, en realidad, las comidas, siempre de humilde ingrediente, eran comunes en los pueblos de la comarca, si bien puedan siempre apuntarse leves variantes que quizá legitimen el carácter local de cada guiso. 


Los platos tradicionales (sintagma este inédito por aquel entonces) solían ser, ya digo, de pobre componente, porque pobres eran quienes los elaboraban, pero no por ello de peor sabor que los que hoy en día puedan prepararse, sobre todo si se sabían sazonar con gracia, que para todo hay que tenerla. De hecho, como es sabido, los grandes restaurantes están recuperando estos potajes de la abuela para servirlos como delicia de paladares exquisitos, y más o menos deconstruidos se ofrecen en lujosos platos y ambientes de decoración cuasi-campesina y relamida o decorosa orquestación en el servicio de los tales. Así, estas comidas, con su inocencia teñida de sencillez, han pasado del caldero labrador a la noble y regia mesa. 

Hablar de gastronomía, una palabra circundada hoy en día de un halo pretendidamente artístico (tanto como cuando hablamos de la divina restauración), es casi pecado cuando nos referimos a las comidas (muchas veces comistrajes) de estas pobres gentes que en profusas ocasiones tan sólo trataban de sobrevivir arrancándole a la tierra lo que mejor podían o recogiendo del campo lo que a mano se presentaba. Pero ya que la ocupación culinaria ha adquirido esa aureola no seremos nosotros quienes se la quitemos, como tampoco seamos quiénes para reprender el hecho de que la cocina popular de esta tierra haya sido gloriosamente honrada por las mejores manos de la restauración en España y de esta comarca sin ir más lejos. Lo bueno es que lo que parece moda transitoria se canonice y no sea flor de un día o seta de temporada, y permanezca, como creo que lo hará, una vez que ha subido a los altares. Así sea. 

Imagino que, como en cualquier pueblo manchego, en Las Pedroñeras, las comidas, los platos, dependían de la estación del año, tanto como del calendario festivo. Todo era cíclico, y si los trabajos y costumbres se sucedían en un eterno regreso, éstos iban acompañados del bracete de su gastronomía propia, heredada, la cual se repetía del mismo modo. Es así que había comidas típicas de invierno, mientras que otras eran más apropiadas de la época de estío. Las fiestas, como digo, también marcaban de alguna manera los guisos y, sobre todo, la manufactura de determinados postres o dulces. 

La vida laboral se ha realizado aquí mayormente en el campo. Hasta el tajo se marchaba con el llamado saquillo de la merienda donde se llevaba el pan y la hortera (tartera). En este recipiente (que se abría para el almuerzo) solían ocupar sitio huevos cocidos, sardinas saladas, queso en aceite pero, sobre todo, tajadas de tocino. En tiempo de siega, este almuerzo se tornaba en chorizos, jamón o costillas de cerdo adobadas. A la hora de comer, se hacía el rancho. Los guisos de caldero eran comúnmente, y con poca variación, patatas fritas o patatas con caldo (casi siempre con un poco de bacalao, y, en su tiempo, collejas y espárragos), éstas últimas diarias durante la vendimia; y en época de siega solía freírse conejo. Si no se rancheaba, se mojaba de un pisto, por ejemplo, que uno llevase en la hortera. 

En la casa, lo primero que cabe destacar es que nunca se desayunaba; quiero decir que nunca se bebía leche, sino que sólo se almorzaba, normalmente unas gachas, pero también de ordinario unos picatostes o unas tajadas sobre el pan (con dedo encima y a navaja). En realidad, únicamente bebían leche quienes tenían una cabra en casa, y no eran muchos. 

En las comidas de mediodía había poca variación, si bien las gachas eran más apropiadas para el invierno. Se cocinaban migas blandas o ruleras, un arroz con una patateja, un guisaíllo, una gachamiga, un ajocalabaza, un potaje, unas patatas escurrizas o de mojar, una tortilla de patata, unas habichuelas con un hueso de lardo, un cocido... en fin. Cuando había cocido, por cierto, se hacía sopa, siempre de pan. 

Para la cena se solía aderezar una ensalada de habichuelas (fabada) por aquello de que “el que del campo viene, caldo quiere”; aunque también podía apañarse la manducatoria de estas horas vespertinas con un mojete de tomate, unas patatas asadas o, me dicen, mucho “pan y lo que encuentres”. 

El sustento de la mayor parte de la familia estaba basado en el gorrino, las gallinas y los conejos. No había carnicerías, de hecho, apenas algún cuarto donde se compraba poca cosa. Tras la matanza y apañar la carne, las partes de cerdo se iban comiendo siguiendo un orden fijo: primero se metía mano al forro de cabeza y a los blancos, luego a los brazuelos y, por último, a los jamones. 

El domingo era día en que, por lo común, se comía algo más “delicado”, como se entendía que podían ser unas patatas con conejo o un guisaíllo con carne o almejas. 

Quizá haya que destacar determinadas meriendas de los niños, que solían consistir en pan, vino y azúcar, pan y aceite (vertido en un cantero de pan sobado), pan con tomate, pan con arrope y, a veces, pan con una onza de chocolate o pan y miel cuando el mielero se acercaba por el pueblo. Mucho pan, ya ven. 

No he hablado de los postres, pero usuales eran el melón, la uva de colgar, los tronchos, la piña verde, los almendrucos verdes, algunos cacahuetes (alcagüetes, decían), un tomatejo, una naranja, higos y poco más, de “lo que se criaba” o se cogía de balde en el campo. 

En determinados trabajos se degustaba algo especial: si se entraba paja, se solían comer unos churros (o muñuelos), y para comer, conejo; cuando se mondaba la rosa del azafrán, el dueño solía hacer para el almuerzo gachas, en la merienda se comía pimiento colorado, uva, aceitunas, bellotas y arrope, y para cenar, una ensalada de habichuelas. 

Comidas específicas o diferentes solían hacerse en fechas señaladas. Cuando había boda, la comida solía consistir en un pisto con asadura para almorzar y un guisaíllo para la comida. El festejo realizado en cuadrilla cuando llegaba el término de la siega o la vendimia se conocía con el nombre de maja, y en esta fiesta era frecuente comer pisto con conejo. Para cumpleaños podía hacerse una paloma por la mañana y quizá rolletes, y luego cosillas de picar (garbanzos tostados, habas tostadas y cacahuetes) y siempre una cuerva. También durante el día de matanza se seguían determinados hábitos culinarios que, por lo extenso, aparcamos. 

Pero eran los días de fiesta compartidos por toda la comunidad cuando se cocinaban los mejores platos y se hacían los mejores postres. El día de Jesús, se almorzaban unos huevos fritos con chorizo y se comía un pisto con conejo o un arroz con pollo. Para Semana Santa se comía el famoso potaje de rellenos, y se elaboraban como postre el arroz de polvorín, las torrijas y las orejetas de fraile. El día del aguinaldo se comía potaje. En Navidad se vendían en los hornos las confitás, las harinosas, los nochigüenos o las cristalinas. Se hacían cajillas (magdalenas) en los hornos domésticos. Pero, claro, habría que hablar de muchas más cosas: de las tortas o tortillas de Jueves Lardero, de las tortas de los diablos, de los sombreros, de los rollos del día de la Cruz, de los caballos de San Antón, de los bollos de la Virgen de la Cuesta, de los panecillos de San Julián e incluso del popular coloboro de San Isidro. 

El conjunto de estas comidas (y otras que de seguro olvido), de estos postres, de algunas de estas bebidas especiales componen el supuesto recetario local pedroñero, cuya factura o confección requeriría de unas instrucciones de elaboración que exceden las pretensiones de este artículo, y que quizá (por no decir que casi seguro) hiciesen relamerse a algún nostálgico o a algún moderno, y desde luego a casi todos si es la hora de comer y esto aún no se ha hecho. No se olviden de pasarse por Pedroñeras para degustar sus platos, pero también para conocer el pueblo, a su gente o el aroma del buen ajo de este pueblo manchego. 

[Este artículo se publicó también, posteriormente, en Pedroñeras 30 días, nº 120, de octubre de 2011].

©Ángel Carrasco Sotos.

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