Mi prólogo al libro "La palabra y el silencio", publicado en Iniesta | Las Pedroñeras

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jueves, 26 de junio de 2014

Mi prólogo al libro "La palabra y el silencio", publicado en Iniesta


Durante los meses de enero a abril del año 1999, un grupo de alumnos dedicaron muchas horas de sus tardes a confeccionar este libro, sacrificando parte de su tiempo libre para llevarlo a feliz puerto. Gracias al trabajo en equipo, al compañerismo y al entusiasmo con que se llevó a cabo bien pudimos decir que el resultado fue fruto de la alegría. Yo actué de coordinador, de redactor de las introducciones de cada sección, de corrector y seleccionador del material acopiado por ellos. Todo ello se recogió en este libro -ya agotado-, gracias al Ayuntamiento de Iniesta, a su alcalde Juan Vicente Casas y al entonces concejal de cultura Sixto Pozo. De ellos recibimos unos elogios sin duda inmerecidos (e incluso un agradecido diploma que guardo celosamente). Gracias por ese apoyo institucional, rara avis en estos tiempos en que la cultura, aunque sea la propia, queda relegada a un segundo o tercer plano.


PRÓLOGO

Aunque parezca paradójico, podríamos pensar que el tiempo es el mayor enemigo de la cultura y, a la vez, su más fiel aliado. Si la cultura de la que hablamos es aquella que no suele recogerse en los libros o se hace como por simple curiosidad, esporádicamente y de manera poco crítica, es decir, si la cultura a la que nos referimos es la creada por el pueblo o, mejor,  por los pueblos, el aserto parece ser doblemente cierto. Amigo es el tiempo porque sólo él, que suele traer de la mano nuevos criterios de valoración cultural, eleva a alturas respetables, imprevistas en un pretérito no lejano, lo antes considerado subcultura o, incluso, anticultura. El estudio de los pueblos en sus más diversos aspectos y relaciones que es la etnología apenas si tiene un siglo de existencia. El afán por conocer y estudiar de una manera seria, rigurosa y crítica, la cultura popular y más concretamente el aspecto poético, tampoco superan en mucho ese espacio de tiempo. Las nuevas perspectivas nacen con el Romanticismo y, por suerte para los que amamos la idiosincrasia de nuestros pueblos por lo que se refiere a su estudio, los trabajos han sido cada día más numerosos en todos los ámbitos. Sería una ilusión, no obstante, pensar que todo está prácticamente hecho. Una simple aproximación a la cultura popular de un lugar específico nos convertirá en un momento en exploradores de tierras sin descubrir o en mineros ante cuyos ojos aparecen filones valiosos en los que clavar el pico. En la Manchuela, y en la Mancha en general, los estudios avanzan poco a poco, porque en la mayoría de las ocasiones es el particular quien tiene que ponerse manos a la obra sin un apoyo más importante que el de su propio ánimo. A mí me alegra ver en los escaparates de las librerías nuevos libros sobre las costumbres, tradiciones, habla, etc. de los distintos pueblos que forman nuestra comunidad, porque ello es índice de que algo tenemos que aportar en estos ámbitos y porque cada publicación de alguna manera nos revaloriza, nos hace más fuertes y grita nuestro nombre –y con él el de nuestros antepasados- fuera de nuestra tierra y de nuestro tiempo gracias a la magia de la letra impresa, y todo ello sin necesidad de hacer alarde de nacionalismos anacrónicos. Merecedores de aplauso son por tanto las publicaciones que en un pueblo como Iniesta están llevando a cabo el Ayuntamiento, la Asociación Egelaxta y otros particulares.

            Los que son poseedores de ese privilegio que da la edad como es el de estar capacitados para volver los ojos hacia atrás con cierta mirada histórica, y vislumbrar a través de ese sentido crítico que otorga también el tiempo el pasado, y sólo ellos, podrán sopesar fidedignamente el cambio desmesurado que en menos de cuarenta años ha sufrido la vida en su entorno más próximo, y más aún en los ámbitos rurales. En ese puñado de años el tiempo no sólo ha sido capaz de tragarse un mundo, que, como metido en formol o entre naftalina, permanecía imperturbable ante esa dama silenciosa de la evolución pasando ante sus ojos, sino que también cometió la vileza de dejar desamparada a una generación de hombres que seguían bebiendo de la misma fuente vital de sus padres, y fueron estos hombres los que tuvieron que olvidar por obligación ante las nuevas exigencias del mundo todo lo que había constituido su vida: vendieron sus mulas para aprender a conducir, dejaron de realizar los cultivos de siempre porque ya no eran rentables, sus labios dejaron de cantar porque ya un aparato les daba la música hecha, olvidaron su habla porque aquellas palabras que usaban se perdían al mismo tiempo que dejaban de utilizarse los objetos a los que daban nombre... Nuestros mayores nos pueden hablar muy bien de ello; nos contarán que su modus vivendi era prácticamente idéntico al de sus padres y abuelos. Esto nos trae a la memoria unas palabras escritas por Galdós con las que se definía a España como una pecera a la que nunca se le había cambiado el agua. Si damos un pequeño salto hacia el presente observaremos que poco de lo que nos contaron nuestros abuelos vive hoy día entre nosotros, y si lo hace es suspenso en el aire como un funámbulo que ejecuta alardes en un día de viento. A las viejas tradiciones hay que prestarles de continuo unas muletas para que caminen, nos empeñamos en retomarlas, pero pronto vuelven a morir porque nadan a contracorriente en un mundo gobernado por la moda, por lo nuevo. Querámoslo o no, vivimos en otra sociedad, somos otros, no podemos volver atrás, y, aunque pueda dolernos a veces, hemos de roconocer que nuestros hijos pueden mirarnos con ojos de arqueólogo si nos empeñamos en resistirnos tras la talanquera de los recuerdos y del “cualquier tiempo pasado fue mejor”. En el que nos ha tocado vivir prevalece el cambio, el ir y venir, la invasión de las modas foráneas y los rostros jóvenes. ¿Y de lo pasado qué se hizo? Nadie lo sabe, vive en la sombra del olvido, en la memoria de los viejos, a los que también escrutamos como si fueran sombras. Lo que ellos saben incluso podemos mirarlo con sospecha, con desinterés, y más cuando pretenden aleccionarnos con ello, dárnoslo a saber. Su cultura apenas puede interesarnos, quizá porque no los hemos escuchado con la atención debida o quizá porque nos parece demasiado “antigua”. El tiempo se la tragó, nada más, y allí ha de quedar, en el vientre de la ballena.

            Pero hoy, mientras esperabas junto a una cabina de teléfono has sido espectador de un milagro, un milagro que se ha producido fuera y dentro de ti al mismo tiempo. Una mula cansada tiraba de un viejo carro de madera que llevaba una carga de cepas. Sujetando las riendas iba un anciano de negro, con la barba gris de un par de días, encogido bajo su boina. Dos galgos atados por el cuello a la parte trasera de ese carro movían sus cabezas al compás que marcaba el paso triste de la mula. Hace unos días caminabas por el pueblo y oíste, como venida del pasado, la voz curtida de un viejo. La canción te llegaba desde la oscuridad, a través del resquicio que había dejado una puerta entreabierta, y supiste que aunque en ese momento te emocionase un poco, tal canción jamás había sido registrada en un vinilo. Estos dos hechos te han hecho reflexionar y has aprendido que ese pasado del que te hablaron aún no había muerto, que estaba en otras manos, en la memoria de aquellas sombras; y a partir de ahí pusiste más atención en lo que te decían, y ese pasado te empezó a salir al encuentro a cada paso, a asaltarte el espíritu tras cada esquina de tu mismo pueblo. Pensaste en esas personas, en cómo habían vivido su vida tan distinta a la tuya y preguntaste, y ellos nunca se cansaban de relatar “cosas de antes” hasta quedarse roncos de alegría o inundados por alguna lágrima al recordar rostros o al rememorar sentimientos que ya daban por perdidos.

            Solemos olvidar con demasiada frecuencia que la historia de un pueblo hay que buscarla también y sobre todo en sus palabras (y no sólo en sus piedras); hay veces en que olvidamos que somos hombres, y somos lo que somos gracias nada menos que a las palabras que han conformado nuestros pensamientos. Por eso este modesto trabajo no ha sido sino la búsqueda de una parte de esa sinfonía perdida, la que fue disponiendo sus notas para ir creando nuestra identidad y la de aquéllos que vivieron antes que nosotros, ésos que no tuvieron la posibilidad de estudiar otros mundos, otras disciplinas no apegadas a la tierra. Este librillo –surgido del interés que nace del asombro-pretenderá aproximarse al menos a las lindes de la vasta cultura de nuestros mayores, escarbar un poco en la tierra que pisamos o en la memoria.

            No hace mucho tiempo, lo popular, lo rural y lo campesino no dejaban de ser sino un mero blanco de mofas por parte de los que venían de la ciudad o de los que tenían el poder de lo audiovisual. Ahora, como nuevos románticos, se acude a los pueblos a estudiar de nuevo un poco de la esencia perdida. Cuando el hombre se siente vacío o sin rumbo toma las riendas de su caballo para dirigirse de nuevo al punto de salida. Se busca la cordialidad que se mantiene casi primigenia en los pueblos, y no sólo el encanto de los paisajes o de las casas de adobe encaladas. Se busca la maravilla que entraña el hablar con los más viejos para que nos ilustren los oídos con palabras antiguas y frases olvidadas, o con aquellos refranes que se acumulan en las antologías y recopilaciones como reliquias de otro tiempo. Oír recitar a una abuela un romance de memoria, de aquéllos que vendían los ciegos en pliegos sueltos por los pueblos de España, o escuchar a alguien escuchar una coplilla que no recogió libro alguno, no puede suponer nada más que una delicia para el enamorado que uno siempre lleva dentro.

            Conseguir que viajen a través del recuerdo de quienes fueron, concienciarlos de la importancia de su cultura –a la que tuvieron que acostumbrar al desprestigio por los que buscaron con la autoridad la diferencia- es el mayor homenaje que podemos hacer a nuestros mayores. 


©Ángel Carrasco Sotos

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