Pedroñeras 30 Días, nº 90, abril de 2009
Siempre
he sido un gran aficionado a la lectura del relato corto, del cuento, sobre
todo cuando ha venido de plumas que a mí siempre me admiraron: Borges, Onetti,
Rulfo... y, sobre todo, Cortázar, Julio Cortázar (argentino, † 1984, cuyo 25º
aniversario de su muerte se conmemora este año) por encima de cualquier otro.
De
él (“Él”, hubiese escrito yo en mi juventud), más conocido por su novela Rayuela (cuando aquello del boom), recomiendo todos sus libros de
cuentos, desde Bestiario (el cuento
que da título al libro es estupendo; yo mismo publiqué un artículo sobre él en
la revista Hispanística de New Delhi),
pasando por Todos los fuegos el fuego,
Las armas secretas (simplemente
genial), Octaedro, y algunos otros.
Los podéis hallar en editoriales muy asequibles de precio, como lo es Ediciones
B. Sus Cuentos Completos (en dos
volúmenes) están disponibles también gracias a la edición que de ellos se hizo en
Alfaguara (sus obras completas podéis encontrarlas editadas por Galaxia Gutenberg
/ Círculo de lectores).
El
cuento ha sido una de las cenicientas de la historia de la literatura, siempre
a la sombra de los grandes géneros literarios. No obstante, la lectura de un
cuento corto intenso, emocionante, nos sobrecoge, anima o revuelve el alma en
mayor manera en muchos casos que un prosaico tomazo decimonónico (o que uno de
esos best sellers intragables que hoy
en día nos meten por los ojos como lecturas imprescindibles los grandes sellos editoriales).
Más aún cuenta con la ventaja de que su lectura, la de un relato, apenas nos
ocupa tiempo y nos evita tener que abandonarla en la página 300 u 800 (como a
veces me ha ocurrido a mí con algún que otro de ésos que hablaba): uno o dos
relatos cortos antes de irse a dormir son tan saludables como una tisana.
Pero
quisiera referirme al subgénero menos conocido denominado “microcuento”, “microrrelato”
o “relato hiperbreve”, esto es, un cuento de pequeñas dimensiones: una
narración de dos, quince, veinte líneas o una cara de folio bastan para crearlo.
Este género acendrado es al cuento lo que el haiku es a la poseía, y brota de
forma asidua en algunas columnas periodísticas (Juan José Millás es un
jardinero que los cultiva, riega y abona con mimo en artículos y columnas de EL
PAÍS: articuentos los llama él),
aunque también hay quien se ha dedicado a él con acierto exclusivo, como Juan
Pedro Aparicio en su más o menos reciente El
juego del diábolo o Ana Mª Shua en su La
sueñera (sí, ya sé que hay otros, pero prefiero citar sólo lo que yo he
leído y no pecar de pedante). Por cierto, el cuento de Julio Cortázar, que a
nadie deja indiferente, titulado “Continuidad de los parques” (abre su libro Final del juego) no es sino uno de estos
microrrelatos (gracias). Pero quizá el más conocido sea aquél de Augusto
Monterroso que decía: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Permitidme
ahora que os mencione a un autor que a mí me emociona con sus cuentos. Se trata
de un profesor de Lengua que sirve en el instituto “La Hontanilla” de Tarancón,
ex compañero y amigo aún, llamado Francisco Corrales. Ganador del VIII premio
de novela corta “Salvador García Aguilar”, que cuenta con cierto prestigio, con
su obra Hagan juego, tiene en su
haber otros de relato: el Alberto Lista, el Ciudad de Requena, el Moreda de
Aller, el Peñíscola, el Ciudad de Arévalo... Algunos de sus relatos podéis
leerlos a través de Internet, todos magníficos: “Mi familia”, “La cabaña del
bosque”, o los que a mí más me gustan: “El hombre invisible” y “Curso práctico
de amor en veintidós minutos”. Son cuentos de una escritura pulcra (perdón) y
certera, reflejo de una intuición y observación del comportamiento humano
incomparables.
Maestro
del microrrelato (y no hace falta que escriba ninguno más para demostrarlo), Paco
ha dejado para nosotros y para la historia de la cuentística en lengua
castellana un ejemplo electrizante tocado por lo divino, y creo que no exagero.
Se titula “Un feliz regreso”, una historia rebobinada, contada al revés. Ahí lo
tenéis como regalo; saboreadlo, releedlo y luego pensad en dónde reside su
magia.
A las cuatro en punto sus manos fueron
liberando el cuello de la mujer. Luego le abrochó la blusa roja aún manchada de
barro, mientras ella abría sus mortecinos ojos. Después la cogió de los brazos
y la arrastró por un lodazal, insensible a sus agonizantes súplicas, hasta
alcanzar el taxi. Tras un blando forcejeo, a las cuatro menos cuarto la
introducía en el maletero y arrancaba el coche. A las tres y media se detenían
a la entrada de un camino. Antes de cambiarla al asiento trasero, el taxista la
golpeó con saña en la cabeza. A las tres y cuarto llegaban a la ciudad. Poco a
poco la mujer recuperaba la calma y la pulcritud de su aspecto físico. A las
tres el taxi se paraba ante la verja de una casa y la mujer descendía del coche
con una sonrisa nerviosa pero no exenta de cortesía. A las tres menos cuarto se
ponía su blusa roja y a las dos y media telefoneaba a su marido. Ahora mismo
iba a verlo a la fábrica, acababa de recibir una inquietante llamada y tenía
miedo. A las dos y cuarto una voz anónima le comunicaba que con toda seguridad
a las cuatro en punto estaría muerta.
Os
recomiendo a los escritores en ciernes que comencéis practicando con este tipo
de relatos cortos. Por cierto, éste está publicado por Tusquets en un libro de
su serie “Quince líneas”. Un saludo a todos (y no ringáis).
[Una versión de este artículo fue
publicada en la revista de nuestro instituto Aiquemundo, en enero de 2008].
©Ángel Carrasco Sotos
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