En
los números correspondientes a noviembre y diciembre de 2007 de nuestro
periódico o gaceta local Pedroñeras, 30 días,
publiqué sendos artículos en los que di cuenta de los tanteos (creo que
llevados por buen camino) efectuados en torno al origen del nombre de nuestro
pueblo, Las Pedroñeras. En el estudio sobre la toponimia pedroñera que estoy
llevando a cabo con el ahínco y rigor que merece, es clave fundamental del
trabajo acercarme al esclarecimiento de cada uno de los nombres que dan título
a los parajes de nuestros campos, trabajo fatigado éste pues no siempre uno
encuentra lo que desea, dadas las lagunas etimológicas o discordancias con
respecto a las mismas que en esta disciplina lingüística aún existen.
El año pasado, hice una incursión en el origen del nombre de un pueblo vecino, Belmonte, cuyas conclusiones fueron recogidas en la revista belmonteña El Atrio (nº 23, de mayo de 2009). Pensando que tales elucubraciones puedan interesar a las gentes de nuestro pueblo, las traeré a este periódico, en dos artículos para no atosigar de erudición excesiva a quien espera la deleitosa lectura mensual que este loable medio ofrece como mejor y buenamente puede.
A
continuación expongo el texto de tal artículo, cuyo contenido, como podrá comprobarse,
parte de los trabajos del académico Álvaro Galmés de Fuentes.
[Texto del primer artículo tal y como se publicó en 2010]:
Sobre Álvaro Galmés
de Fuentes
“Los
que hemos estudiado Filología Hispánica el nombre de Galmés de Fuentes lo
asociaremos siempre, y sobre todo, a sus hallazgos y estudios sobre el romancero
y la dialectología española; trabajos de campo en muchos casos elaborados al
alimón con Diego Catalán [que fuera profesor mío en la UAM], en cabalgadas conjuntas por la costra de la España de
posguerra, siendo como eran ambos primos, y sobrino-nieto y nieto
respectivamente del gran historiador y filólogo don Ramón Menéndez Pidal.
Álvaro
Galmés fue elegido miembro de la Real Academia de la Historia, institución en
la que ingresó con un discurso leído el 15 de diciembre de 1996 titulado
“Toponimia: mito e historia”, que fue contestado elogiosamente por el
excelentísimo señor Rafael Lapesa Melgar, autor entre otras obras de una Historia de la lengua española que, con
sus claros y sombras, aún no ha sido superada.
Se
formó Galmés de Fuentes, como otros muchos grandes filólogos e historiadores
españoles, a la sombra del legado del Centro de Estudios Históricos y bajo la
sabia tutela de don Ramón Menéndez Pidal y de sus primeros alumnos, avanzados,
como Américo Castro y Tomás Navarro Tomás (por cierto, de La Roda). Supo conjugar más
tarde el estudio de la filología románica con el de la arábiga, dos amores
encontrados o amigos, según épocas, que hizo compatibles con una amante que
poseía bellezas de ambas partes: el de la dialectología mozárabe. Fue también
especialista en literatura aljamiada-morisca y, a la postre, autor de una
ingente producción de interesantísimas y profundas investigaciones de varia
lección a la que no todos pueden acceder dada la especialización en muchos
casos de sus aportaciones. No es, en todo caso, Galmés autor que intente
alejarse de la comprensión del vulgo; muy al contrario, suele exponer sus
conocimientos con claridad divulgativa, cosa que podemos comprobar precisamente
en sus estudios de toponimia, a la que dedicó gran parte del tiempo de su
última época (sobre todo a la levantina, mallorquina y asturiana), textos no
exentos de una ironía inteligente que el lector agradece.
Lo que opina Galmés del topónimo Belmonte
Ya
en el mencionado discurso de 1996, hacía alusión Galmés de Fuentes al topónimo Belmonte, tan abundante, por otro lado,
en la toponimia española, en el que profundiza posteriormente en su obra
(publicada en 2000) Los topónimos: sus
blasones y trofeos (la toponimia mítica) cuya lectura aconsejo por profunda a la vez que amena. Lo que sigue no será
sino una paráfrasis de la parte que nos interesa de este librillo, y que no he
visto, en lo que conozco, comentado ni aludido por plumas belmonteñas u otras
que se hayan interesado por estos asuntos tan espinosos como lo son los que
intentan explicar los nombres de lugares, nombres que se pierden muchas veces
en los recovecos de la historia y en la noche de los tiempos, y sobre los que
ha operado en infinidad de casos la etimología popular con el paso de los
siglos (y de las culturas y pueblos que habitaron sucesivamente nuestros
lugares y campos). Yo, que no soy más que un profano en la materia, y a lo sumo
un aficionado de rebote, tengo simplemente la intención de acercar al lector
las asentadas teorías de Galmés al respecto del análisis del topónimo
mencionado, para que, a raíz de este, mejores plumas que la mía (que no más
finas que la de Galmés) o que sepan usar del plectro con sutileza más exquisita
que la que aquí expongo, apoyándose, eso sí, en conocimientos de mayor peso que
los del eminente filólogo, puedan exhibir sus opiniones al respecto limando lo
sobrante o añadiendo lo que, por omisión, ausente esté en las premisas de tal
tesis.
Piensa,
como especialista, Galmés de Fuentes que gran parte de la toponimia española
que presenta un aspecto fónico parecido (a saber, que incluya los sonidos [bel]
en este caso), como Belenga y Beleño (en Asturias), Bellver y Bellpuig (Mallorca), Belvis
(La Coruña), Bellmunt (Lérida), Beleña (en Guadalajara) y otros, a los
que hay que añadir los numerosos Belmonte
de nuestra geografía (en Asturias, Cuenca, Córdoba o Teruel), piensa, digo, que
tienen un origen o relación con el celta bel
‘brillante, claro, blanco’ (y no con un latino bellus ‘bello, hermoso’), “raíz que aplicada a la toponimia suele
hacer alusión a terrenos calizos o calcáreos”. De este modo, tal topónimo de Belmonte no haría referencia a un monte
bello o hermoso –como
el pópulo pretende–,
sino a un monte calizo. ¿Lo es el monte en que se enclava el castillo o algún
otro de los alrededores?, preguntamos nosotros.
En
el análisis de los numerosos topónimos que en este libro hace, Galmés recurre
puntualmente a la descripción que de las distintos pueblos de nuestra geografía nacional (en la primera
mitad del siglo XIX) en su día hizo Pascual Madoz en su conocido Diccionario
geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de ultramar (Madrid, 1849). Por lo que
respecta al Belmonte conquense trae a
colación los siguientes textos de este Diccionario
que a su entender explican el nombre del pueblo o, al menos, sustentan y apoyan
su juicio: “Existe una cantera de cal y yeso”; “vense también en muchas partes
vestigios de manganeso, y cristalizaciones yesosas tan diáfanas como el
cristal, pudiéndose aprovechar hasta cuadros de una tercia de diferente grueso,
habiendo habido grande exportación de este espejuelo en otro tiempo...; abunda
igualmente una arena blanca finísima, muy propia para cristales y otros
vidriados; hay en el término gran cantidad de pedernal a propósito para
fabricar porcelanas y lozas, y muchos vestigios de mármol”. Es decir, el topónimo lo único que hace
–como en muchísimos otros casos– es dar cuenta del entorno geográfico, físico,
y según lo expuesto por Madoz parece que la propuesta de Galmés encuentra
natural acomodo: Belmonte
significaría, así, en su origen, ‘monte calizo’.”
[En
el número del mes próximo, remataré el artículo, con conclusiones que
sorprenderán al ávido buscador de tesoros que ha de ser, sin duda, el lector
que haya llegado hasta aquí].
NOTAS DEL TEXTO:
[1] Publicado
por la Real Academia de la Historia, Madrid, 2000; léanse las págs. 89-92.
También remito al discurso citado, publicado en Madrid en 1996, págs. 26-29.
[2] Curiosamente, no obstante, el actual
proyecto “El cristal de Hispania. Lapis specularis” no afecta a la localidad de
Belmonte, como sí a localidades cercanas como Osa de la Vega, Villaescusa de
Haro o Villar de la Encina, entre otras de la comarca del Záncara. Remito al
dossier “Lapis specularis. El cristal del imperio”, publicado en 2007 por el
programa Proder-2, separata de la revista Memoria
(nº II, septiembre 2006)".
[Este artículo fue publicado por primera vez en Pedroñeras 30 Días, número 102, abril de 2010].
SIGUE LEYENDO AQUÍ. (segunda parte del artículo)
©Ángel Carrasco Sotos.
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