Prometí rematar el
mes pasado el artículo (ver aquí) en el que se pretendía dilucidar el origen del topónimo Belmonte, y en esta segunda y última
entrega así lo haré. Como ya indiqué, no se trata sino de una revisión del
artículo publicado por mí en la revista belmonteña El Atrio (nº 23, de mayo de 2009).
Hablaba
yo en el número anterior de este periódico de la versión que el filólogo Álvaro
Galmés de Fuentes daba al respecto. De cómo el nombre de Belmonte no hacía referencia a un ‘bello monte’ (como pudiera
pensarse), sino que el aparente prefijo bel
no aludía sino a una raíz celta con el significado de ‘brillante, claro,
blanco’. Apoyaban su tesis las apreciaciones de Pascual Madoz al aludir en su
conocido Diccionario Geográfico a las
zonas calizas y de yeso cristalizado que se localizaban en las inmediaciones de
este pueblo vecino.
Lo
que sigue es la continuación del artículo, en donde sigo acarreando el resto de
las apreciaciones de Galmés de Fuentes y añado otras de mi propia cosecha.
Otras apreciaciones de Galmés con puntualizaciones propias
“Más
aún, se basa Galmés en lo que él cree un hecho incontrovertible, esto es, que
el concepto de belleza aplicado al paisaje en la Edad Media simplemente no
existió. Se trata esta de una percepción estética que se iniciaría en España
tímidamente en el Renacimiento con Garcilaso de la Vega. La mentalidad del
hombre medieval era aún muy primitiva en este sentido “como la de los niños,
como hoy todavía –dice Galmés– la del campesino”. Esto es en cierto modo
evidente, desde mi punto de vista: solo hoy en día, un trigal plagado de amapolas
puede resultar hermoso, pues para el campesino tradicional no sería sino un
trigal “comido de amapolas” y no se
dudaría de aplicarle el calificativo de “feo”. La belleza tradicional del campo
se ha basado solamente en lo pragmático: un árbol hermoso es el frondoso y con
abundante fruto, una tierra legamosa o árida (fría, yesosa, cruda o de almagre,
pongamos) nunca es vista como hermosa, como sí lo es, en cambio, la productiva de
vega. La belleza natural no estaba, ni lo está aún en cierta medida entre la
gente del campo, ligada al color o a la forma, sino a la vitalidad de una
planta o un sembrado, cosa que camina de la mano de su productividad y, en
definitiva, del bienestar humano que proporciona. Un monte, por tanto, no podía
ser bello nunca.
Cuenta
Galmés una anécdota en primera persona al respecto: “Al contemplar absorto, en
plenos Picos de Europa, la sobrecogedora belleza de su paisaje, un vecino de
Caín razonaba así: ‘¿Vd. viene por ver esto? Pues yo por no verlo pagaba”.1
Existen,
pese a todo, críticos que han apuntado cómo en el Cantar de Mío Cid (principios del siglo XIII), su autor enfatizaba
en la belleza del sol en los aquellos famosos versos que rezan: “Ya crieban los
albores e vinie la mañana,/ ixie el sol ¡Dios qué fermoso apuntava!” (vv.
456-457). Pero, como dice Galmés, los adjetivos fermoso y bello en esta
época no hacen referencia a otra cosa que al tamaño, a la magnitud del astro
rey en este caso. Se me ocurre que hoy en día no ha perdido tal acepción, y
hablamos de que un chico “está hermoso” cuando está rechoncho o grande.
Y
termina su argumentación Galmés, concluyendo: “Con todo esto quiero decir, que
si en la literatura es muy tardío el concepto de la estética del paisaje, no
podemos concebir en la toponimia, por más que la asociación etimológica
[expresión que el autor prefiere a la de “etimología popular”] se imponga, un
elemento que resalte el valor paisajístico, por lo que la voz bel, necesariamente relacionada con la
raíz celta, no hace sino referencia a la calidad física del terreno, es decir,
a la brillantez o claridad de zonas calizas, yesosas,
marmóreas o cristalinas, como las que hemos visto que corresponde a los
topónimos aquí analizados”.
En
otro lugar2 exponía así Galmés la idea que con unas palabras u otras
ha sido siempre divisa de sus trabajos sobre toponimia: “Hemos de tener en
cuenta, ante todo, que la toponimia, frente a una interpretación acrítica, hace
referencia a circunstancias geográficas, topográficas y características del
terreno mucho más concretas de lo que generalmente se piensa, y que responden a
la realidad de los lugares y parajes, que los topónimos designan”.
Mis conclusiones
Descartada,
pues, la hipótesis esteticista, a mí sólo se me ocurren dos puntualizaciones,
que son estas:
a)
¿No podría la voz Belmonte derivar
del adjetivo latino bellus (> bel3, bell, bello) entendido en
el sentido medieval de ‘grande’ > “monte grande”?; y
b)
Puesto que más que un “monte” sensu
stricto donde se levanta el castillo es un “cerro”, ¿no sería más lógico
entender esta palabra monte, en la
acepción de ‘terreno inculto cubierto de hierbas y matorrales y, a veces, de
árboles’? Esta es la acepción que en Pedroñeras, por ejemplo, se ha usado
tradicionalmente para denominar al monte arbolado de carrasca y pino que se
extendía en suelo llano al sur del término4.
En
la conferencia sobre Belmonte que D. Enrique Cuartero leyó el 10 de marzo de
1933 en la Casa de Cuenca de Madrid, dice el ponente en el apartado “Historia
de Belmonte”: “Debe Belmonte a los magníficos montes de encinas y de pinos
que tuvo antiguamente, y que la voracidad de la codicia o la voracidad de
los incendios, o ambas a la vez, han hecho desaparecer casi por completo, el
origen de su nombre (contracción de Bello-Monte) y probablemente el de su
fundación, pues créese que esta se debe a unos carboneros que fueron a sus
montes y que levantaron un poblado de viviendas provisionales, y sea por
necesidad de su industria, por la belleza del lugar o por la abundancia y
calidad de sus aguas potables, que el agua siempre tuvo gran influencia en la
fundación de poblaciones, el hecho es que el poblado provisional se convirtió
en una aldea que al principio siguió denominándose Las Chozas5 sin
duda por ser esas las primeras construcciones y luego tomó el de Belmonte” (El defensor de Cuenca, nº 64, abril de
1933). [Subr. nuestro].
Solo
determinados datos históricos contrastados pueden controvertir o refutar la
tesis de Galmés de Fuentes. Quiero decir que en muchos casos es la fecha en que
comienza a aplicarse un topónimo a un determinado punto o entorno lo que otorga
una recta interpretación del mismo sobre el esclarecimiento de su significado
primero. Pensar en una raíz celta en el origen de Belmonte hace suponer, pienso, que tal nombre existiría en una
época anterior a la romana (quizá con variantes fonéticas –y gráficas–, pero siempre manteniendo esa
raíz bel de la que habla Galmés).
En
mi modesta opinión, solo nuestras propuestas o la opción por la que se decanta
Galmés marchan por el buen camino de su justa interpretación. Ambas se alejan,
a mi entender con tino, y hasta cierto punto, de aquellas que parten del
apellido Belmonte o de un supuesto
esteticista como origen del nombre de este, en cualquier caso, siempre bello
pueblo conquense.”
Notas al texto:
[1] Algo
semejante narra el escritor c en su Álbum de un viejo (1940), concretamente en el artículo titulado
“Organillos callejeros”: “Recuerdo que atravesando hace muchísimos años las
montañas de Asturias no podía reprimir los gritos de entusiasmo. El aldeano que
me acompañaba me miraba estupefacto. –¿Le gustan a usted estos peñascos?
–¡Muchísimo! El aldeano sonreía y se encogía de hombros. Para él aquellos peñascos
eran cosa fea y aborrecible” (lo tomo de la edición de GEA, 1992, p. 444).
[2] En “Toponimia balear y asociación
etimológica”, revista Archivum,
Oviedo, 1983, pág. 419 (lo tomo de la separata facticia del mismo).
[3] La forma bel
se encuentra documentada en diversos textos medievales castellanos del siglo
XIII, tomada del occitano antiguo (posiblemente por vía trovadoresca),
apareciendo siempre antepuesta al sustantivo masculino, apocopada por
proclisis.
[4] En apoyo de esta tesis mía estaría la respuesta
que los miembros del concejo de Belmonte dan a la pregunta del cuestionario de
las Relaciones de Felipe II (1579)
sobre el origen del nombre del pueblo (respuesta en la que, por otro lado, se
dejan llevar también ya, en cierta medida, por la etimología popular “bello
monte”): “La causa de llamarse así, es porque ha tenido y tiene un monte de
mucha belleza de encinas muchas y notablemente altas y gruesas en un llano
muy apacible de muy graciosos pastos” [subrayado nuestro].
[5] Desde luego, creo que si la denominación de Las Chozas es anterior a la de Belmonte, como así se piensa
popularmente, los argumentos célticos de Galmés perderían gran parte de su
fundamento.
[Este artículo fue publicado en Pedroñeras 30 Días, número 103, mayo de 2010].
©Ángel Carrasco Sotos
No estoy de acuerdo con Vd. en casi nada de lo que ha escrito.
ResponderEliminarUn Belmonteño
Le escucho.
ResponderEliminar