por Vicente Sotos Parra
A punto estaban los mancebos de irse a la mili, por lo que pensaron que darles los mayos a estas doncellas sería un hito que nadie lograría hacerlo. Y como a esa edad la vergüenza no se conoce, ni se le teme a nada que sea terrenal, allá que se fueron.
Se repartieron las tareas. A Felipón le tocó acudir esa noche con el carro viejo de su tío tirado por el borriquillo Lucero para que llevara el avío del vino y los rollos, para no pasar sed ni hambre en toda la noche. Sabedores de esto, el hato se quedó en el Coso. Al poeta hacerlo que como nadie hacía, al cantaor a enseñarse las letras, otros con las botellas de anís, almireces, acompañaban al cantante dándole las entradas.
Allí se juntaron en esa quinta lo mejor de cada casa, y de la casa el más señalao. Pero dejemos a la pandilla de valientes e indomables mancebos y vayamos con las doncellas a las que pretendían cantarles los mayos, resaltado las virtudes naturales para compararlas con la Virgen cosa difícil en estos dos casos.
La hija del señor alcalde, lo que se dice guapa guapa no fue ni cuando nació. La criatura tenía una oreja de Dumbo y la otra de ratón, la mirada distraída, cada ojo como los camaleones, su pelo era como las escobas de barrer el corral, su cutis como la lengua de los gatos de áspero, su boca como una espuerta, sus brazos no se podían separar de los sobacos no llegándole a la cintura, que tampoco tenía, y sus piernas cortas de las que sobresalían dos pies que calzaba un cincuenta largo.
El trabajo del poeta para cantarle los mayos y pintarla de la cabeza a los pies no era fácil pues si le cantaban los mayos ya escritos, podrían los padres tomarlos de pitorreo, mofa. Pero el poeta lo intentó y, así, quedaron los mayos para la hija del Alcalde que aunque no se las terminaron de cantar pues, el padre no solo no les invitó, sino que les amenazó por escándalo público. Así quedaron los que se cantaron, no sabiendo cuántos fueron los que se quedaron por cantar.
Ya estamos a treinta
de abril cumplido;
alégrate, Mariana,
que mayo ha venido.
Señorita Mariana,
si me das licencia,
te pintaré desde
los pies a la cabeza.
Mañana saldrá el sol
como sale cada mañana.
Si quieres verlo de cerca,
quítate toas las legañas.
Perlas son tus dientes
que en tu caja guardas.
Tengo miedo de ellos,
que de tu boca salgan.
Siendo tus pies tan grandes,
siendo tus uñas tan largas,
a cada paso que das,
que parecen zancadas.
Frente y cejas pobladas
no dejan ver tus pestañas.
Tus ojos desperdigados
con camaleónica mirada.
Aquí se acabaron los mayos para la doncella Mariana. El padre con la garrota atizó al que más cerca estaba. Mariana desde el balcón quería seguir, por ver si alguno le gustaba, y se quedó con las ganas.
En la Cruz del Coso acudieron al hato, yendo al cuartel de la Guardia Civil tomaron un tentempié, dejando las cuatro arrobas de vino vacías, y el escriño sin rollos.
Si en la primera doncella no fue fácil con la segunda no fue menos. Aquí el poeta tenía que hilar fino si no quería dormir en el cuartelillo.
La hija del sargento, pura y casta, como la otra, era lo que las igualaba, ya que el resto de su cuerpo en nada se parecían. Repipi, fina y delicada, que a la más mínima brisa de aire su cuerpo se tambaleaba. Parecía no tener ojos pues sus cuencas hasta la nuca se asomaban, sus brazos como juncos a los tobillos le llegaban, siendo su cuerpo un palo, sin que sus pechos se le notaran, sus piernas dos arambres que sostenían aquel cuerpo que tanta carne le faltaba. Sus pies no tocaban el suelo, pues no pareciera que andaba.
Lo mismo que con la otra, a ver qué mayos le cantas. Si les dices la verdad, malo, y si les cantas los tradicionales y la comparas con la Virgen peor. El poeta lo tenía difícil, por lo que tiró por el carril de la Utrera, y como si de una corrida de toros se tratase dijo: "¡Que Dios reparta suerte y que el del tricornio no se despierte!"
Ya estamos a treinta
de abril cumplido;
alégrate Encarna
que mayo es mañana.
Cuando no dices nada
es señal de que te gusta
y mucho te agrada;
tengo, la licencia dada.
Licencia ya tengo,
venimos a despertarte.
Para que no duermas tú,
ni tu santo padre.
Para pintarte hermosa
pinceles no tenemos.
Con el pelo de tus cejas,
cien brochas nos haremos.
Pinceles ya tenemos,
sácanos el cubo de la cal,
ya verás qué hermosa fachada
te vamos a pintar.
Lo de Marcial. Marcial, con ninguna lo pudieron cantar. No se esperaron, arreando desperdigados por las calles corriendo delante de la benemérita. El poeta se fue frustrado por no cantar todas las que compuso para estas doncellas. Luego pensó "para el año que viene ya las tengo".
Felipón le dijo a Lucero: ¡Ya te lo digo! ¿El año que viene nosotros…, no venimos?
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