Son los años cincuenta y Felipón tiene diez años y un cuerpo de dieciocho.
por Vicente Sotos Parra
Ese año sabedor Raimundo de lo de otros años le dijo a Felipón: "¡Hermosón, este año te vas todos los días a guardar los melones!" Y eso hizo durante dos meses todos los días con el borriquillo Lucero a las cinco de la mañana, albarda, aguaderas, en una parte la hortera y dos panes, y en la otra, el cantarete de agua.
El melonar estaba en la carretera
de Las Mesas pasando la huerta el Feo y antes de llegar a la Puente Campos,
siendo este el paso de mucha gente. La choza estaba montada en medio del
segundo hilo del melonar, cerca de la carretera, de forma que se pudiera ver al chiquete, y sirviese para que los amigos de lo ajeno sintiesen la
presencia del muchacho. La choza estaba montada en tipo barraca valenciana; para
esto Raimundo era un artista. Encarada al sur, sureste, de forma que una vez
dentro con levantar uno de su laterales el aire corría haciendo más llevadera
su estancia.
Llegando al melonar antes que
despuntase el sol, dejaba a Lucero en el rastrojo de un lado del melonar,
para que este se entretuviese en la linde hasta que llegara la hora de llevarlo
para que abrevara en la Puente Campos.
Lucero hacía de vigilante tanto o más que el chiquete ya que no se le escapaba
burra que pasaba por la carretera no le diera unos buenos rebuznos, puniendo en
guardia a los dueños del peligro de que se escapase para montarla. Al mismo
tiempo, Felipón salía de la choza y de esta forma su presencia les hacia desistir
de coger lo que no les pertenecía. Ríete
tú de las alarmas de hoy en día, sin luz, sin conexión ni cuota mensual. ¡Además
que el instinto animal no falla nunca!
A si pasaron los primeros tres
semanas y los melones empezaban su maduración natural sin que faltase uno solo.
El primer incidente ocurrió
cuando llevaban cinco semanas Lucero y Felipón en el melonar. Pasó uno que era
amigo de lo ajeno, tenía la sana costumbre de coger un par de melones en la
ida, y otros dos para la vuelta, con un carro con dos borriquillas tirando de él en riata que no paraban, ya
que este amigo de lo ajeno subido en la lanza del carro cogiendo los melones volvía
otra vez a la lanza dejándolos en la
espuerta de la pastura para que así no fuesen golpeándose por el carro.
Ese día Felipón se encontraba en
una punta del melonar quitando las malas hierbas no percatándose de que lo que hacía el amigo de lo ajeno. Quiso este buen hombre adentrase hasta el
tercer banco, pues al parecer tenía entre ceja y ceja un melón de piel de sapo
de unos seis kilos justo en la mata que pegaba al rastrojo donde se
encontraba Lucero: este que levanta la cabeza y deslumbra a las dos
borriquillas, en un abrir y cerrar de ojos, con los cables cruzados soltándose
del ramal y rebuznando como loco se fue cara a ellas.
Estas, temiéndose lo peor, sin que
nadie las arreara, comenzaron a trotar alegremente a cuatro patas. Allí tenemos a las borriquillas trotando, Lucero
tras ellas, el amigo de lo ajeno con el melón, y por último a Felipón, que se
puso a la altura diciéndole: "¡Hermano, este melón se lo lleva usted a cambio de
que no coja más!" Justo antes de llegar al camino que lleva al Taray, los
tres animales agotados y sin ganas de ver lugares, pararon para hacer una
pausa.
La segunda incidencia fue cuando
al paso de unos zíngaros (léase gitanos), [pueblo este nómada originario de Egipto o
India que ha conservado rasgos físicos y culturales propios. Los gitanos tienen
el pelo y la piel oscuros. El pueblo gitano es etnia de origen nómada que llegó a Persia en el siglo III procedente de la India. Su idioma es el caló].
En aquellos tiempos recorrían la
España de blanco y negro con sus carros
con un toldo, sirviéndoles este habitáculo de vivienda. Faltándoles de todo y
no sobrándoles nada, solían acampar en las afueras de los pueblos. Unos apañaban
lebrillos, a la voz de "¡lañaoor y paragüerooo!"; otros montaban el número con los
animales, en este caso con una cabra que subía a la pata de una silla mientras
le acompañaba el ruido de un mísero tambor para que saliesen las gentes a ver el número
del animal. Y una vez que reunían a la gente curiosa, pasaban un sombrero o
plato de porcelana lleno de golpes y poco limpio.
Aquel día se desplazaban al
pueblo de Las Mesas la familia que estaba compuesta de un matrimonio y seis
hijos el mayor de ocho años y los dos más pequeños de un año y meses el
pequeño. Siendo las tres de la tarde con
una temperatura de cuarenta grados. Pero aquellos churumbeles parecían de otro
mundo, vestían haraposamente, los mocos y el tizne se perpetuaban en manos y
caras lo que hacía que su piel se ennegreciese aún más. A viveza no les ganaba
nadie, que en un abrir y cerrar de ojos te encontrabas con las borricas sin
herraduras.
Después de pasar la huerta el Feo
llegaron al melonar de Raimundo. Se me olvidaba decir que en la parte trasera
del carro, con una tomiza, la cabra los seguía sin que el animal pusiese
impedimento.
Cuando a la altura del melonar la borriquilla se paró,
saltando cuatro churumbeles como si el carro estuviese ardiendo, el mayor tendió
una manta en el suelo para de esta forma ir dejando los melones que luego
subirían al carro. No contaron con la alarma olfativa de Lucero que empezó con
sus rebuznos siendo esta la alarma lo que hizo que se despertase Felipón, que se
encontraba traspuesto. Los rebuznos del
animal pusieron en guardia a la borrica, que dejó de tener moscas en el hocico
tirando del carro, dejando a toda la familia. Se escuchaba decir. Soooo...
buuurraaaa... Soooo..., pero esta pareciera sorda. El mayor de los churumbeles, corriendo
junto a los cuatro hermanos más pequeños, la madre con los dos más pequeños en
los ijares y en último lugar el padre
poco acostumbrado a correr si no era delante de la Guardia Civil ya que el peso de su cuerpo y sus cortas
piernas no le dejaban de correr.
Allí se quedó la manta con los melones, hasta Las
Mesas llegaron … la borrica, la cabra, y del más grande al más pequeño, cagándose en la madre que parió a Lucero.
Estos tampoco ese año melones del
campo de Raimundo no comieron.
(CHASCARRILLO)
Gracias a Lucero,
gracias a Felipón,
ese año melones,
hasta Navidad no les faltó.
Los avisos de Lucero,
al ver pasar la burras.
los amigos de lo ajeno,
ese año melones no comieron.
Por muy elevado que la fortuna haya puesto a un hombre, siempre necesitará un amigo.
(Seneca)
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