por Vicente Sotos Parra
Esta historia es mitad verdad, y la otra mitad inventada por alguien que con pocos conocimientos, pero no teniendo otra cosa mejor que hacer, se pone a divagar por sus recuerdos de su niñez hace ya algunas décadas.
El que aprecia el valor de otra gente tiene una vida mucha más rica, mas fe licitante, que es una palabra que ama me gusta mucho. El volcarse hacia otros, el ver que eres capaz de ayudar, es mucho más fe licitante que el estar mirándose a sí mismo, que es tan empobrecedor. El dejar de lado al que no nos interesa está presente en todas las sociedades. Es una tendencia en toda la historia de la humanidad. Supongo que va a continuar.
Describir al personaje de este relato puede que ni a mí mismo sea fácil. Entre otras muchas cosas por el tiempo que hace de los hechos que yo lo pienso cargar a mi memoria.
No era una de esas personas que dejan muchos recuerdos en su paso por la vida, por los cuales se le recuerden, ni malos, ni buenos, solo eran ajenos a casi todo un pueblo. De difícil calificación por un hecho diferenciable.
Para él la libertad significaba tomar la decisión y hacer lo que se quiere, ya que para su entender en que invertir el tiempo libre era cosa de ser rico. Si alguien le acusaba de ser pobre les contestaba. ¡No soy pobre, soy ligero de equipaje!
No tenía dueño, ni bandera, ni Dios a quien rendirle cuentas, hacía solo aquello que quería y cuando lo creía, sin ataduras, sin hipotecas que pagar de ningún tipo. Era como el “gorrión” de su padre, volaba sin rumbo, ambulante como el “gorrino” Antón, sin rumbo fijo ni dueño. Sin estudios pero siendo autosuficiente, un tipo de anarquía en donde él era criado y dueño, un Hippie de los años sesenta, un avanzado de su tiempo.
Nació en el año 1940 recién acabada la contienda de España, hijo de un falangista que pasó por el pueblo y luciendo su uniforme azul, pistola al cinto y engominado, con su uno noventa de altura. Tieso cono una vara de galera. Por allí por donde pasaba era de llamar la atención. Su carácter serio y a la vez campechano, hacía de él que allí donde llegase, o pasase, nadie le era indiferente. Así que algunas de las mozas del pueblo se lo rifaran, al poco de llegar al lugar. De entre las mozas del lugar una de ellas la que al parecer, la que en ese momento más se destacaba era Felipa, de origen humilde pero su belleza la hacía destacarse entre las demás, hija de un guarda de la finca de uno de los hacendados del lugar. La ideología del padre de la chica y la del falangista fue lo que le lleva a que tomase su casa como posada.
No se sabe la forma ni cuándo, ni donde, el caso es que al mes de pernotar en casa del guarda, el falangista levantó el vuelo como “gorrión” que se espanta ante el mas mínimo atisbo de peligro. Levanto el vuelo dejando a la hija del guarda preñada.
Ya nunca más se supo de él. Bueno sí, miento: a los nueve meses nació la criatura, asistiéndola en el parto el médico del lugar don Sebastián, familia lejana de la parturienta.
Fue un momento de gran excitación en el pueblo, todo el mundo se preguntaba quién podría ser el padre de la criatura. Siempre ocurre en los pueblos que todo se sabe por las comadres que no teniendo otra cosa que hacer que mirar por el visillo lo adivinan y aciertan casi siempre. Llegando incluso a sacar chascarrillos como en este caso. Más o menos decía así.
No preguntes de quién es
su chico la Felipeta,
que es de aquel falangista,
que un día con ella durmió la siesta.
Fuese como fuese, el caso es que nació Felipón. ¿Que por qué Felipón?, pues porque sus manos eran como una pala y los dedos como los dientes de una horca de grandes, su cabeza como un melón de varios kilos... Don Sebastián ya lo bautizo, ¡hija mía, tienes un Felipón! ¡A este no le va hacer falta darle papilla, los panes se los comerá, y no dejara migas! Así que la madre estuvo de acuerdo con el nombre dado por el médico y así se quedó la criatura con Felipón.
De chiquete nada más pudo andar su madre lo llevo a la escuela que por aquel entonces estaba en la plaza mayor, la escuelas de los jesuitas en la primera planta con dos aulas a la izquierda las chicas y a la derecha la de los chicos.
Luego pasó a la escuela de la carretera entonces, luego Juan XXIII. Por aquel entonces todos los días se les daba un vaso de leche en polvo, que de no ser por la poca canela, o azúcar que llevabas en el vaso de aluminio, ni el gato más hambriento la hubiese bebido, aquel bodrio de agua sucia. Esto se compartía unos los días con un quesito de forma triangular, lo más parecido a la goma de borrar en sabor y medida.
Esta fue una de las aportaciones que los americanos le dieron a Franco a cambio de las instalaciones en España de bases militares. Lo que se llamó el Plan Marshall. Y mientras se paseaba por la Gran Vía de Madrid Franco con Eisenhower, presidente de los Estados Unidos. Muestra de lo que pasó con este plan lo filmó Luis García Berlanga en su película Bienvenido, Míster Marshall.
No solía entrar a la iglesia, para él le sobraba, y solía quedarse en la puerta con el campanero Juan Tomás y contándonos la historia del aviador Félix Martínez, que según él, cuando los moros lo hicieron prisionero en Marruecos. Fue atado a los mandos del aparato, mientras ellos quedaban sueltos en la cabina. Cuando el avión volaba el desierto del Sahara puso el aparato boca bajo y abriendo la escotilla todos cayeron. Según él, un héroe del lugar.
Su infancia la pasó en casa de su madre, que tenía la casa por el Santo Sepulcro, jugando en la era de don Sebastián. Fue poco a la escuela pues los libros y el estudio no fue su fuerte. Tuvo de maestro a don Aurelio y no pasó nunca a don Jesús el segundo grado de Álvarez; este fue el único libro que tuvo en sus manos.
No sé si recordaréis en la calle Mayor la casa de la hermana Mima. Tenía en él uno de los mejores clientes. Para el los tebeos El capitán trueno. El guerrero del antifaz. El Jabato y aquel Quijote de los dictados de don Aurelio. Más tarde Marcial la Fuente Estefanía. Este último de pistoleros. Los leía, los devoraba con ansiedad y los vivía en primera persona, dejando correr su imaginación sin límites, ni fronteras en sus aventuras.
Cosa curiosa es que el Tebeo. Pulgarcito. Jaimito no eran de su gusto. Ya llegará el momento en el que lo veáis reflejado en su pequeñas hazañas donde hizo honor a ser uno de esos luchadores de aventuras que siempre socorrían al más débil sin recursos, sin esperar a cambio ninguna recompensa, pago, o reconocimiento que no fuese la de sentirse bien consigo mismo.
Este don Aurelio fue el que le enseñó a dividir no sin que mientras se comía el bocata corregía las divisiones y en cada número equivocado le soltara una hostia como un pan de grande.
Y lo más curioso, el encargado de recogerlo en casa de don Aurelio todos los días era él. Así le pagaba su servicio. Nunca se preguntó el porqué de que lo eligiese salvo que no fuese por su pinta de bonachón, incapaz de mirar a nadie mal mirado, lo que viene a ser el semblante de “pasmado”.
Por lo que su madre decidió que las tardes fuese a Julito para que le ayudara, un hombre poco dado a la paciencia y a enseñar de otra forma que no fuese aquella de que la letra con sangre entra. Total fue de Málaga a Malangón. Un día llegó de dar repaso a su casa con el oído echándole sangre hasta el sobaco. A la madre se la llevaron los demonios y, al tal Julito, de complexión más bien bajito y enclenque, cogiéndolo de la pechera le pegó una patada en sus partes más nobles que no pudo decir ni pío.
Así paso su infancia acudiendo poco a la escuela, haciendo novillos unas veces y otras sin poner atención en los dictados del Quijote que don Aurelio dictaba y él mismo se corregía las faltas, por lo que siempre tenía pocas.
No recuerdo lo que fue pero poco a poco se fue aislando del resto de los chiquetes de su edad, haciendo siempre lo que le daba la gana sin que nadie le dijese cuáles eran las normas por las que se regía el día a día.
Cuando llegó a los quince años tenía una altura que sobrepasaba a todos con diferencia, su fuerza también sobresalía y nunca hizo uso de ella que no fuese para ayudar a la abuela Catalina que cargaba dos cántaros de agua para su casa. Cuentan que un día el hermano Basuro no podía con la borrica para que esta abreviara, viéndolo Felipón, cogiéndole del ramal la burra fue arrastrada al pilón, al principio se resistió, pero la fuerza de Felipón le hizo desistir dejando en el barro la señal de sus cascos al ser arrastrada. Era de pocas palabras por tener un hablar un poco gangoso fruto de las hostias de don Aurelio o del tal Julito.
Su vestir era limpio y pulcro, jamás nadie le vio con manchas ni un “releje”.
Sus pantalones de pana y su camisa de tergal blanco impoluto, daban cuenta de la percha de la persona que aparentaba pertenecer a la clase alta del pueblo.
Cuando en las cuadrillas de vendimiadores, poniendo ajos, cogiendo lentejas, cogiendo ajos, o esgorollando se hablaba de él, se le trataba de ser un vago señorito, un parásito, nadie se atrevía a decirle en la cara lo que pensaban de su quehacer diario, pues a no tener deudas que pagar no se le podía acusar de otra cosa que de ser libre. Entre ellos también estaban quienes le debían favores que nunca le pagaron, ni él les quiso cobrar. Una vez se le intentó buscar una novia del pueblo que quedó viuda de un peón caminero. A ella que le parecía hacerle gracia la criatura, joven y hermoso, a las vecinas del barrio no se les ocurrió otra cosa que, aunque ya desfasada la moda darle una cencerrá, y la letra quedaba más o menos así.
No te creas Catalina que
Felipón no tiene naaaa.
Que tiene unas abarcas
que le llegan a las cañásss.
También cuentan como a la subida de la cuesta del Santo Sepulcro una vez, el hermano Santano subía con el carro y su mula a la cual le flojearon las fuerzas por llevar mucha carga y además ser vieja, se arrimó a una rueda y cogiendo por los rayos, qué fuerza no tendría la criatura que caballería, carro, carga, parecían volar en el aire. Lo que visto así sería un Sansón, un gladiador de las películas del cine. Todo esto sin abrir la boca, sin esperar nada, ni pedir recompensa, ni a Dios. Daba media vuelta y salía “arreando” se marchaba por donde había llegado. De esta forma emulaba a sus héroes.
Jamás le pidió un favor a nadie, jamás dio que hablar de algo que no fuera para bien. Bueno, eso sí, lo de trabajar todo el día no era su fuerte, solía echar unos pocos días de vendimia en casa del hermano Aceitero, de Paquito Molina, o de Tortosa. Nunca sembró ajos. Él cargaba los carros y las galeras con un haz en cada mano y lo mismo con las espuertas en la vendimia.
Unos jornales cada temporada para vivir y poco más, pues no tenía vicios que mantener, ni hijos que alimentar.
En los bares del lugar cuando algún bacín lo sacaba a mientes, siempre tenía quien lo defendía con argumentos de persona honrada, y con disposición de ayudar en todo momento y circunstancias sin pedir nada a cambio, por lo que los que le tenían manía y envidia, se la guardaban en el bolsillo, conscientes de que casi todos andaban en el lugar en deuda con Felipón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario