El silencio del depósito del agua - Felipón se echa novia (capítulo 55) | Las Pedroñeras

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domingo, 20 de agosto de 2023

El silencio del depósito del agua - Felipón se echa novia (capítulo 55)


por Vicente Sotos Parra


Esto le ocurrió al Jabato pedroñero Felipón cuando tenía dieciocho años en las fiestas del lugar.  

Desde que llegó Reme al pueblo con quince años se le puso entre ceja y ceja la chiqueta. La muchacha valía cualquier cosa por su distinción, hermosura, y garbo, allí por donde se encontraban por la calle y sin dirigirse la palabra saltaba chispas de solo con mirarse. Reme era hija única del director del único banco que había en el pueblo. Rogelio, su padre, tenía ese carácter tan de moda entonces, autoritario, altivo, arrogante, engreído, y pretencioso. Su madre, sumisa y piadosa, mártir y de misa de ocho todos los días. De casa a la iglesia y poco más.


Rogelio administraba la sucursal bancaria y la casa al igual que la sucursal la manejaba a su antojo tratando a casi todo el mundo con la mirada por encima del hombro. En aquellos tiempos pocos sabían de letras y números por lo que pensaba que todos eran palurdos y borricos que no servían más que pa tirar del mocha, o de un carro. Pertenecía a ese pequeño círculo de antaño de cura, alcalde, médico, practicante y Guardia Civil.

El día que se enteró que la rondaba un muchacho del lugar hizo lo posible por enterarse de qué familia procedía. Nada más saberlo tomo a la madre y a la hija y las quiso meter en vereda. Ese traspellao que no tiene donde caerse muerto. ¡No me jodas! ¡Ni lo sueñes!…, ¡A ese no lo quiero ni ver en mi casa!

Era la noche de la pólvora y todo el lugar se concentró en la plaza. Como no podía ser de otra forma, allí acudía don Rogelio, su mujer y su hija  acompañada de un hijo de un buen amigo de la facultad que era el huésped de su padre. Era un joven algo pedante y ella comprendió enseguida que no era el hombre que a ella le hacía falta. Estaba segura de que la sola presencia del joven produciría la admiración  de que la viesen en la noche de la pólvora con él, porque vestía bien y era forastero. 

Quería, al mismo tiempo, complacer a su padre, cosa que consiguió, y más aún viendo las amigas los chismorreos entre ellas. Reme fue tan atenta con su acompañante que este fue interesándose.- "Un hombre de mi categoría necesita una mujer que tuviese dinero" --cavilaba el invitado.

Reme iba pensando en Felipón en el momento mismo en que este paseaba, entre la multitud. Se acordaba de la noche de verano de aquel año en que habían salido juntos, cuando tenían quince años y quería volver a pasear en su compañía. Pensaba que los años que ella había pasado en Madrid asistiendo a teatros y viviendo entre las grandes multitudes por las anchas avenidas iluminadas la habían cambiado profundamente. Quería que él sintiese y se diese cuenta de la trasformación de su naturaleza.

En el segundo día de las fiestas, a la salida de misa, se encontraron en la plaza. Mirándola a los ojos le dijo a Reme: "Te necesito aunque no sé cómo. Es posible que no tenga derecho a decírtelo. Y yo quisiera que tú fueses una mujer distinta de las demás... Ya me comprendes. No soy  yo quien debe decirlo. Que seas una espléndida mujer. Eso es lo que quiero". Y La voz de Felipón se apagó.  No se  acordó de los discursos que se traía preparados, pero le parecieron completamente inútiles. “Yo pensaba, yo, yo tenía la idea de que tú te casarías con el hijo del amigo de tu padre. Ahora ya sé que no". Fue todo  lo que acertó  a decir cuando ella atravesó el portal y se dirigió hacia la puerta de entrada de su casa. De pronto le vino a la memoria la conversación  aquella junto al campo del verde trigo y sintió vergüenza del papel que había representado. La gente iba y venía por la calle  Mayor. 

Tocaba la banda en el quiosco de la plaza y los chiquetes corrían por todas partes, los músicos afinaban sus instrumentos. Se sintió tan solo y abatido que sentía impulsos de llorar, pero el orgullo le obligó a seguir adelante, balanceado los brazos, llegando hasta casi la puerta de los padres de Reme y se detuvo en la oscuridad. "Lo que voy hacer es ir a su casa, Iré derecho allí. Diré que quiero hablar con ella. Me iré allí sin rodeos y me sentare a esperar", se dijo al mismo tiempo que pensaba: "Si sale su padre antes le diré que yo quiero a Reme".

Reme se encontraba en el hermoso portal de la casa del banquero. El invitado estaba entre la madre y la hija. La conversación aburría a la joven. Aunque el invitado también se había educado en la capital, empezó a darse aires de hombre de ciudad queriendo aparentar cosmopolitismo. “Me encanta esta oportunidad de haber conocido a su hija. Ha sido muy agradable". Se volvió hacia Reme y se echó a reír. "¿Te gusta la vida ligada a este pueblo? ¿Hay aquí personas por la que  sientas interés?" — ledijo con tono pedante que le sonó a Reme cosa afectada, y  aburrida.

Se levantó y se metió dentro. Se detuvo junto a la puerta que daba a la parte trasera de la casa y se puso a escuchar. Su madre empezó a decir: “No hay en este pueblo un partido conveniente  para una joven de las condiciones de mi Reme".

Bajó corriendo un tramo de escaleras y salió a la calle. Se detuvo temblorosa en la oscuridad. Tenía la sensación de que el mundo estaba lleno de gentes sin sentido, que no hacían más que hablar. Presa de una ardiente ansiedad, saliendo corriendo doblando la esquina: "¡Felipón! ¿Dónde estás?", exclamó dominada por una exaltación, nerviosa, rompiendo a reír histéricamente. Felipón se acercaba por la pequeña calle oscura, hablando solo: “Voy a meterme de rondón en su casa. Entraré, sin más, y me sentaré, sin más", iba diciendo, y en aquel momento tropezó con ella. Se detuvo y se quedó mirando atontao. "Ven", dijo, y la cogió de la mano. "Bésame", le pidió ella. La besó largamente, estrechándola en sus brazos. El viejo amor  renacía en un nuevo imperio, y era como recuperar el racimo de días ya caídos. Refugiados en su abrazo, caminaron por la calle mayor con las cabezas inclinadas. Sus zapatos parecían que llevaban alfileres en los pies. Felipón  pensaba en lo que le convendría hacer y decir, ahora que la había encontrado. Así llegaron hasta el depósito del agua del pueblo, donde estuvieron un buen rato. Se detuvieron junto a un árbol y Felipón volvió a poner sus manos en los hombros de Reme. Ella le abrazó ardientemente, pero los dos contuvieron rápidamente aquel impulso; dejaron de besarse y permanecieron un poco apartados, creció en ellos el sentimiento de mutuo respeto.



Se miraron a los ojos sintiéndose muy juntos, muy el uno del otro, muy dos en uno. Continuaron inmóviles, comunicándose sin palabras y sin gestos, mirando el depósito del agua en donde rehilaba la luz de las bombillas de la feria. 

¿Tienes frío, mi vida?

Y ella movió la cabeza diciendo que no, y cogió entre  sus manos las de él y reclinó la cabeza sobre su hombro. De pronto, suavemente, apoyó su mano en el brazo de él. Estuvo a punto de temblar, apretó los dientes y los puños hasta hundirse la uñas en las carnes y así contuvo el temblor que pudo haberlo traicionado. Pero un hormigueo inundó todo su cuerpo. Una presión voluntariosa fue librándolo hasta adquirir otra vez su aplomo.

Ella, por suerte, no notó el estado de angustia por el que acababa de pasar su acompañante; si lo hubiera notado, se habría salvado de caer vencida en esa lucha por la dominación que encierra todo amor. Eran dos inteligencias despiertas que entablaron una lucha para no ceder a ese instante; una lucha en la que intervenían la naturaleza, el ambiente de aquella hora y esos dos corazones debilitados  por un estado de ánimo especial. Trataron así de no ser cogidos por la oleada romántica del caer de la noche. Para descargarse de la espesa fuerza sentimental que provenía de la tierra, de las sombras, de los juegos de la luz, etc., se detuvieron de súbito y se miraron, interrogantes, a los ojos. Los dos tenían una palabra fría, tal vez vulgar, sin importancia ni asunto, para quebrar aquel embrujo de la hora, pero se les quedó atravesada en la garganta  ante el encuentro de los ojos y no se resistieron. 

La naturaleza y el ambiente triunfaron. Un beso largo y sostenido contuvo todos aquellos años de separación y dio salida a la tensión del momento.

El pueblo estaba en fiestas y ardía en júbilo.  Hasta ellos llegaba la música, diluida, grata, como si fuera un olor hecho sonido. Y allí, de súbito, él la había besado y le había pedido que se casara con él. Y ella había dicho que si, sin hablar, moviendo la cabeza y procurando no llorar… Pero lloró. Hombre o muchacho, mujer o niña, se habían compenetrado durante unos momentos en aquello que hace posible que los hombres y mujeres lleguen a la madurez de la vida.

Cuando aquel año terminaron las fiestas, también terminó la estancia de Reme en el lugar. Su padre fue trasladado a la capital. El deposito del agua del lugar fue testigo de lo que pasó aquella noche entre Reme y Felipón, Si grande fue el testigo, más aún lo ha sido su silencio.



(CHASCARRILLO)

Estos tortolitos se fueron a calmar la sed,

sabedores que lo suyo no podría ser.

Sabedores que el testigo no hablara,

sabedores que el secreto morirá con él.


Si quieres que tu secreto sea guardado,

guárdalo tú mismo.

Séneca


[La imagen que encabeza este capítulo es un fragmento de la original de Felipe Martínez].

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