Esta 2ª parte de “Hojas de mi Tierra” fue escrita consecuentemente a la realización de una excursión de 5 días, “marcha” que se llevó a cabo bajo la dirección del Rev. D. Felipe Perea Serrano capellán del Colegio Menor “Alonso de Ojeda “ de Cuenca en el verano de 1963. (De el apareció ya una somera referencia en el escrito “Profanaciones, bienvenidas si… ).
Recordaremos su procedencia familiar de La Alberca de Záncara y que los participantes la llevamos a cabo en bicicleta, yendo el sacerdote, como se indica, en una Vespa de su propiedad, y sin merma de sus obligaciones ministeriales, es decir del diario servicio de Misa.
Dirigido a la los alumnos de la comarca participamos los siguientes:
Benjamín Calvo Ruiz, Juan José Ruiz Carrión y Saturio Ballesteros Ramos, de Las Pedroñeras. También Leonardo Moragón Moragón (San Clemente), Jeús Fuente López (Carrascosa del Campo) y José Joaquín Granero Arribas (La Alberca, sobrino del clérigo promotor).
Este es el relato que hice de esos días, que se acompaña de unos dibujos que realicé sobre la marcha como recuerdo complementario… a falta de cámara de fotos.
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Jornada
1ª.
El viejo
labriego castellano nos ve pasar, los pies manchados de rojizo barro, tácito,
adherido a su esteba y tronco de mulas por delante…
Vamos envueltos en un gris de niebla mientras se
hace difícil rodar en los altos.
Los pinos son hermosos, verdes y el viñedo
tiene el impacto de su brote de frescura, cobijada a los lados de la carretera. Los campos de las laderas remiendan, multicolores la tela de tierra gris.
Atrás quedaron las mieses doradas, el porte
gigantón de los molinos. Ahora, muy
arrebujados en la hondura de los barrancos, los olivos tienden su tupido ramaje
de hojas ovales, alargadas y pardas.
Y la carretera es de una 2º categoría pugnando por rebajarse de su
grado, atravesando la llanura en recto hacia La Alberca.
Y el paisaje se sucede en monotonía, mientras
el silencio nos inunda a los tres.
El pinar.
Uno más, ancho y grande hasta llenaros los ojos de verde, ocultándonos lo demás.
Un camino entre los troncos va hacia dentro,
dejando a la entrada una casa blanca, como de peón caminero y el cartel
desteñido por las lluvias de la finca, con un “La Veguilla”, más que dudoso.
Lo seguiremos, pensando en la proximidad de la
otra vega, la del río.
………………….
El declive viene a desembocar en el puente
pequeño, de tosca barandilla de madera,
que sombrea la corriente del Záncara.
Es el mismo camino que se va despoblando
de árboles y lleva, a cada lado del
calvero, la tersura del barbecho y, allá dentro, el vaporcillo gris de los
chopos que acompañan al agua hasta el Guadiana, mientras atrás se queda,
anclada como una barquilla, la mancha blanca de
las paredes de un corral.
Una senda, como una sierpecilla, sube por el
altozano hasta la Casa, semioculta de abetos que acompañan la ascensión.
La Casa
,demasiado grande, es toda blanca y tiene, de remate, un techo de pizarra negra, tan extraño a estas
tierras como los abetos.
La cuidada forma de las chimeneas –muy
numerosas-, la acabada línea de cada ventana, de cada puerta, denotan mucho más
la estancia de recreo, que la casa de
labor.
La nota más austera la da la Capilla, pequeña,
prolongada en su parte frontal por un cobertizo
de entrada, que se semeja a una nariz, desde el camino.
El
jardín, aparece, al cabo, separado del resto por un vallado endeble y llevando
a su lado un pequeño hilo de agua, que llama a beber.
En el suelo ya, apoyada la bici en el tronco
rugoso de un chopo, tengo tiempo de mirar a ellos y refrescar mi vista puesta
en él.
Miro a Antonio: Moreno, ojos oscuros como
dijera alguien “con esa difícil complexión intermedia”.
Miro a
Joaquín, membrudo, fuerte, como una encarnación del polideporte, que quisiera
contemplarlo todo con sus pupilas azules,
Dirijo mi mirada a ese grupo de rosales, a ese trozo de tierra, cruzado de setos y con algún que otro árbol, donde las especies del verdadero jardín no aparecen por parte alguna, Antonio me dice “Creo que somos los primeros”.
Dirijo mi mirada a ese grupo de rosales, a ese trozo de tierra, cruzado de setos y con algún que otro árbol, donde las especies del verdadero jardín no aparecen por parte alguna, Antonio me dice “Creo que somos los primeros”.
Yo debo de haberle dicho también algo afirmativo mientras veo venir, regadera en
mano, hacia nosotros, al hombre que regaba unas plantas bajas, al fondo.
“¿Buscan al sacerdote?” -pregunta.
Y el buen jardinero nos informa dónde nos
espera el capellán.
Así, botando en cada piedra y sorteando los
charcos, partimos por un camino, antiguo cauce de aguas.
La
Encomienda y la ribera del Záncara.
El caserío se
ve en lo alto de una ondulación a un lado de esta carretera que va hacia
Carrascosa.
En la era, que está más por debajo, los hombres
visten panas y percales de color azulado y se cubren con sombreros de palma o
boinas lacias y gastadas, cubiertas de polvo.
Nos señalan el camino entre el tableteo seco de las aventadoras, el
runrún de las mulas en la trilla,
paseando la parva, el siseo del agua, debajo, muy cerca.
………………….
La ribera es exuberante, hermosa.
Alguna vez puede que ocurran sorpresas agradables bajo esos chopos
cerriles que dora el sol de mediodía; y a nosotros nos parece disfrutar de una. Aunque la sorpresa
sea pequeña, muy pequeña, exenta de poesía y en forma vulgar de sufrida
“scooter”, de metal carenado. Pues donde está esa máquina, se encuentra nuestro
“pater”, como dueño. Esta imagen está asociada a él.
Y
ciertamente que sí, ahí estaban, en el claro desde el que se advierte el
puentecillo, dejado atrás, con el camino a su espalda, que se traza alzado solo
unos pocos centímetros sobre la corriente deliciosa, vítrea en su verdor.
Hubo alegría y manos que estrechar, una mano
que besar, respetuosamente y de nuevo,
caras conocidas.
Algunas, ocultas en parte tras sus lentes,
como, la del intelectual Adolfo. Otras graciosas y ocurrentes como la de Luis,
¡Yo que siempre juzgué el espíritu científico y la diversión como
imprescindibles!
Sancho
López.
Sobre la carretera, fresca aún la piel por el
baño, sentimos el bochornoso beso de la calina. El padre nos conduce a Sancho
López.
Bajo los almendros hay un pozo y la comida se
hace allí, con el olor de la ova tan cerca que casi se mastica.
Y aquí unas gallinas semisalvajes se empeñan en
hacer de espectador y robarnos todo el pan que pueden, migaja a migaja. Al final se van a la siesta,
quizá porque nos comprenden o quizá
porque se comprenden a sí mismas.
Carrascosa, la de Haro. Una merienda inusitada.
A las tres se hacen los preparativos de la
marcha. Se van distribuyendo todos los pertrechos de tal manera que los más
pesados se carguen en la moto.
Así en las bicicletas (somos cinco bicicletas)
tan solo es necesario transportar los solos efectos personales y un saco de
dormir por cabeza.
Por el contrario la Vespa se ve agobiada bajo
el enorme peso de las latas de conserva, albergadas en la caja de
herramientas, de las tiendas desmontables, cuyos palos metálicos
sobresalen cual los artejos de un insecto gigante, del
altarcito portátil, con forma de macuto,
que ha de descansar durante el trayecto en las espaldas de nuestro moderno
cura.
A las y
media, se parte carretera arriba y ya,
como un preámbulo de frescura, aparecen unos pradecillos recortados y aislados
como benéfico regalo de este Záncara
silencioso y soñador que nos corre en paralelo.
………………….
Un pinchazo y Carrascosa ya.
Puntual a las seis y conformado en casas
blancas, que hacen hilera calle arriba;
con cuestas que cuestan y hacen apearse.
Otro rostro, atezado y alegre va a unirse al
grupo. Se llama José y sabemos de su bondad..
……………………
Ese
señor simpático y un poco maduro ya, que se ocupó de recibirnos, debe de
ser un mago.
Un mago que adivinase nuestros más profundos
deseos y que, de inmediato, los hiciera realidad.
Sin duda esos cangrejos retozones, gordos, pugnando por escaparse de la cacerola en
que los trajo, han salido de su varita mágica.
SÍ, estábamos allí junto a la orilla del río y
en aquel escondrijo de verdores las palabras de nuestro religioso sabían más a
recogimiento y a Dios, aunque se hablara de literatura y de qué libros merecía
la pena comprar, desde nuestra menguada economía.
Entonces llegó él con su inusitada carga: ¡cangrejos del río!
¡Y qué delicia el sentir el olorcillo del
tueste! ¡Qué a poco supieron a pesar de
ser tantos!, Acompañados de un negrísimo tinto del pueblo.
Además, para más énfasis una luna grande y
enteramente redonda nos alumbraba, la mirábamos entre bocado y bocado.
Oscureció mucho.
……………
En la boca
nos queda aún el sabor del
delicioso vino con que nos obsequió José.
Mientras se asciende hacia la iglesia
percibimos un leve viento húmedo que nos hace tomar decisiones. No se acampará
por la inminencia de aguacero.
La Iglesia, al fin.
De la torre esbelta que tiene dos esferas de
reloj escapa una suave música
religiosa, como un puente tendido a la oración
que el cura nos propone hacer.
Y el sueño nos recibe, al fin, bajo el techo del viejo Hogar de Jubilados.
Jornada
2ª
El
molino Catapún. La cueva del castillo de Haro
El nuevo día trae mucho camino que recorrer.
Se atraviesa un pueblo pequeño, de los de reloj
en la torre y una verja alrededor de la
minúscula Casa Consistorial. No sé su nombre.
A las dos, llegamos a un viejo molino, que en
tiempos más felices viera moverse sus muelas empujadas por la fuerza del Záncara gobernada mediante una rueda de
palas de gran tamaño. Los de aquí le llaman con un nombre contundente: El
Catapún.
Entre sus muros, sigue viviendo todavía una pareja entrada en años.
Cruzar el umbral y asomarse a lo semioscuridad
de su sala de molienda es para mí como penetrar en un recinto sagrado: una
experiencia religiosa.
…………..
EL altarcito, que cumple su misa primera, nos
sorprende con todos sus completos y
diversos componentes, reducidos en
tamaño de manera que parecen de juguete. (El pater “juega a cocinitas”,
bromeamos en privado)-
A las dos el baño está delicioso en la represa.
Y el pollo que condimentara aquella viejecita arrugada del molino, acompañado
de la fabada de lata saben a gloria y después crean sopor, a pesar del café
instantáneo.
Llega la siesta.
……………..
Las ruinas del castillo son apenas cuatro torres mordidas por el tiempo e
hilvanadas en los bordes del rectángulo que forman sus no menos derruidos
muros.
Él, sin embargo, nos llamó desde el Catapún, para
mostrarnos sus piedras de otras épocas.
Está erguido en
lo alto de un montículo rocoso y, a su pie ,corre el río.
Hacia la mitad de su lecho caudaloso emerge una isleta
recubierta de inexplorado verdor y cubierta de zarzas por doquier.
En sus alrededores comienzan a aparecer algunos
suaves montículos y más a lo lejos sigue estando presente el azul inmaculado de
siempre.
………………
Luis nos
grita desde un lugar cercano a una pequeña agrupación de encinas.
Debe de haberla encontrado.
Y sí: Ahí está la boca de la cueva que alguien
insinuara juguetonamente buscar. Luis se lo tomó en serio y ahí está. Lo logró.
Linterna en mano penetramos bajo la bóveda
natural. En el interior hay estalactitas en gran número.
Al fondo, la grieta se prolonga con inclinación
tierra adentro y allí un grupo de murciélagos permanecen aferrados a los bordes
rocosos en tanto nuestros haces de luz los envuelven y atemorizan. Son los
animales del silencio.
Tras la cena, a la media luz que vierten
nuestras linternas volvemos al Catapún. A los más soñadores les queda la
insatisfacción de no haber explorado la
cueva más a fondo. Existe la leyenda de que el castillo contó con una red de
galerías que permitirían escapar de los peores asedios, en caso necesario.
Los fantasmas de... Luis.
Jornada
3ª
Villaescusa.
La Cuesta de la Herradura nos acoge a media
mañana. Con el sol cayendo a plomo sobre nuestras espaldas.
Adolfo lleva el macuto.
José como no trajo bicicleta, monta atrás en la
“scooter”, librando al padre del estorbo, más que carga que constituye el
altarcito.
Todas las precauciones han sido tomadas con vistas a la dura jornada, La
Cuesta es, sin duda, el paso mas difícil de toda nuestra marcha.
Larga e inclinada, bajo el sol incandescente, parece adherirse a los neumáticos. Se pega.
....................
A las cinco aparece Villaescusa, un pueblo de
tan rancio origen como su nombre pretende indicar.
La calle de los Siete Obispos termina en la
Colegiata y allí un clérigo bonachón y gruesote nos conduce a la capilla
principal,donde está el retablo.
Todo está invadido por andamios, torres de
reconstrucción de los que tratan de mantener y mejorar el estado del patrimonio
artístico.
El Retablo es indudablemente un “chef d’oeuvre” en el arte del calado y
talla en madera.
Algo más tarde (el grueso nos ha entretenido
mucho con sus disertaciones) ya fuera, mientras tomamos la carretera, dejamos
atrás la Universidad, deshabitada y por restaurar, la que en otros tiempo se
viera hermana, algunos dicen que madre, de la de la de Alcalá.
Salimos un tanto tarde y dispuestos a pedalear
fuerte.
Belmonte
y su castillo.
Su recibimiento es la boca abierta de su Arco
del Almudí.
Atravesando, atravesando, se llega hasta el
castillo y la acampada se hace al mismo pie de la fortaleza de los Villena.
La visita a la Colegiata viene un poco después.
Capilla tras capilla se hace posible contemplar
imágenes a cual más acabadas y bellas,
en pintura y escultura.
A más, el conjunto del Coro con su magnífica
sillería que, previamente, perteneciera a la Catedral de Cuenca, siendo luego
legado, nos maravilla.
Todos sus elementos se muestran resplandecientes bajo las luces
multicolores de las vidrieras.
Los Villena (marido y mujer) duermen el sueño
eterno bajo sus propias imágenes en los
sarcófagos del altar.
jornada
4º
La nueva mañana nos sorprende tras el guía
paseando las dependencias de esta
triangular fábrica que constituye el castillo.
Una sala, en la que se rodaron anoche las
últimas escenas de una película italiana aparece en contraste con las demás.
Tan hermosos son sus muebles y decorado, en
contraste con las otras desiertas salas que tienen por denominador común los
magníficos artesonados de sus techos y las elegantes hojarascas de las omnipresentes chimeneas.
Mientras salimos queda atrás un pasado del
siglo XVI con aljibe árabe en el patio,
El balneario
de Saona.
A las seis de la tarde se avista el balneario de Saona, nacido del pequeño río de
su mismo nombre.
Es un balneario pueblerino rodeado de altas y
blancas paredes, con antiguas piscinas y habitaciones con baño de agua caliente
de pago y con reserva previa, al que acuden las gentes de los alrededores, una
vez culminadas las faenas de la siega.
Cuando nosotros penetramos, subsisten tan solo
unos cuantos carros y galeras, a cuyo
alrededor retozan las libres caballerías.
El jardín (así al menos le llaman) que es en la
actualidad un pequeño trozo de exuberante vegetación poco cultivada y altos chopos, servirá de
emplazamiento a nuestras tiendas.
Alguna charla y el merodeo del jardín ocupan el
inicio de la mañana y el baño viene pronto.
Tras la cena se monta un corto “fuego campamental”. La última noche de
acampada desciende sobre nosotros.
Jornada
final.
Con el espléndido sol de la mañana llega la
separación.
“Es un momento de nuestras vidas que nunca
olvidaremos” nos ha dicho el “pater” al
despedirnos.
Y en todos, creo, en Antonio, en Joaquín, en mí
mismo, nace un profundo sentimiento al
alejarnos carretera arriba camino de los molinos y de nuestro pueblo.
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