por Vicente Sotos Parra
No creo que haga falta decir que Felipón no es que no tuviese padre, pues, a falta de uno, tuvo tres. El biológico que fue aquel falangista que pasó por el pueblo recién acabada la guerra, que estando hospedado en la casa del abuelo de Felipón dejó la Felipa en cinta. El otro. que lo bautizó, un tal Ángel Carrasco Sotos, y este juntaletras. A estos se les tiene que añadir este ¡Será por padres!
He querido poneros en antecedentes del origen de este Jabato pedroñero llamado Felipón, el cual nos cuenta cosas y casos que le sucedieron, siempre con el mayor de los respetos, al personaje y a las personas mentadas en sus aventuras y desventuras. Intentando y.a veces consiguiendo hacer que recordemos aquellos tiempos que nos tocó vivir, pues es una forma de volver a vivirlos. Dicho esto, vayamos a la historieta que paso a contaros. Sucedió cuando más o menos Felipón tenía entre siete u ocho años, por allá por los años cincuenta del siglo veinte.
Acababa de dar el reloj de la plaza las doce. La puerta de la escuela se abrió y los chicos se lanzaron fuera, atropellándose por salir más pronto. Pero se dispersaron rápidamente, como todos los días, para ir a sus casas a comer; se detuvieron a los pocos pasos, formaron grupos y se pusieron a cuchichear.
Todo porque aquella mañana había asistido por vez primera a clase Felipón, el hijo de Felipa. Habían oído hablar en sus casas de Felipa; aunque en público le ponían buena cara, a sus espaldas de ella hablaban las madres con una especie de compasión desdeñosa, de la que habían contagiado a los hijos. Sin saber por qué a Felipón no lo conocían, porque vivían en otros barrios allá por los Viveros por lo que no se veían a menudo. No le tenían, pues, simpatía; por eso lo acogieron con cierto regocijo y una mezcla considerable de asombro, y se la fueron repitiendo, unos a otros, la frase que había dicho cierto muchachote, de catorce a quince años, que debía estar muy enterado, a juzgar por la malicia con que guiñaba el ojo:
--¿No lo sabéis?...Felipón…, no tiene padre.
Apareció en el umbral de la puerta de la escuela el hijo de Felipa.
Tendría siete u ocho años. Era un mocetón, iba más limpio que el oro, y tenía modales, tímidos, y casi torpes.
Regresaba a casa de su madre, pero un grupo de sus compañeros lo fueron rodeando y acabaron por encerrarlo en un círculo, sin dejar de cuchichear, mirándolo con ojos maliciosos y crueles de chicos que preparan una barrabasada. Se detuvo, dándoles la cara, sorprendido y embarazado, sin acertar a comprender qué pretendían. Pero el muchacho que había llevado la noticia, orgulloso del éxito conseguido, le preguntó:
--¡Tú, dinos cómo te llamas!
Contestó el interpelado.
--Felipón.
--¿Felipón qué?
El chico repitió desconcertado:
--Felipón.
El mozalbete le gritó:
--La gente suele llamarse Felipón y algo más… Eso no es un nombre completo… Felipón.
El chico, que estaba a punto de llorar, contestó por tercera vez:
--Me llamo Felipón.
Aquella pandillas de granujas se echaron a reír, y el mozalbete alzó la voz con acento de triunfo:
--Ya veis que yo estaba en lo cierto y que no tenía padre.
Se hizo un profundo silencio. Aquel hecho extraordinario, imposible, monstruoso, un chiquete que no tiene padre, había dejado estupefactos a lo chiquetes. Lo miraban como a un fenómeno, a un ser fuera de lo corriente, y sentían crecer dentro de ellos el desprecio con el que sus madres hablaban de Felipa y que les resultaba inexplicable hasta entonces.
Felipón, por su parte, se había apoyado en un árbol para no caer y permanecer sin moverse, como aterrado por un desastre irreparable. Hubiera querido explicarse, pero no encontraba qué contestarles para desmentir aquella afirmación horrible de que no tenía padre. Por fin, pálido, les gritó, por contestar algo:
--¡Sí, lo tengo!
--Dinos dónde está —le preguntó el mayor.
Felipón se calló; no lo sabía. Los truhanes se reían, dominados por una gran excitación; eran campesinos, vivían en contacto con los animales y los aguijoneaba el mismo instinto cruel que empuja a las gallinas de un corral a acabar con la que sangre. Felipón acertó a ver a un chico vecino suyo, hijo de una viuda, al que siempre había visto solo con su madre, lo mismo que él. Y le dijo:
--¿Y tú tampoco tienes padre?
--Sí que lo tengo –respondió el otro.
--Dinos dónde está –respondió Felipón.
El pequeño replicó con magnifico orgullo.
--Se murió. Está en el cementerio.
Corrió entre aquellos tunantuelos un murmullo de aprobación, como si el hecho de tener el padre muerto y en el cementerio hubiese dado la razón al resto de que sí lo tenía. En cambio él no podía decir dónde estaba el suyo. Y aquellos truhanes, cuyos padres eran casi todas malas personas, algunos borrachos y que trataban a sus mujeres de forma brutal dándoles palizas a menudo por el menor de los motivos.
El cerco se fue estrechando apretaban más y más como si quisieran ahogar con una presión común al que estaba fuera de la ley.
De pronto, uno que estaba al lado de Felipón , se mofó de él sacándole la lengua y le gritó:
--¡Que no tienes padre! ¡Que no tienes padre!
Felipón lo agarró del pelo con las dos manos y lo acribilló a puntapiés las pantorrillas, a lo que el otro respondió con un feroz mordisco en un carrillo. Se armó una trifulca fenomenal. Separaron a los combatientes y llovieron los golpes sobre Felipón, que rodó por el suelo, magullado, con la ropa hecha jirones, entre el círculo de pilluelos que aplaudían. Se levantó, y cuando se limpiaba su camisa, sucia de tierra, le gritó uno de los chicos:
--¡Vete a contárselo a tu padre!
Felipón fue presa de un profundo descorazonamiento. Eran ellos muchos, le habían pegado, y nada tenía que contestarles, porque se daba cuenta de que no tenía padre. El orgullo le hizo luchar por espacio de algunos segundos con las lágrimas que lo agarrotaban. Le acometió un ahogo y rompió a llorar en silencio, con un acompañamiento de profundos sollozos que lo sacudían.
Estalló entre los vencedores un regocijo feroz, y al igual que hacen los salvajes en sus júbilos terribles, se dieron espontáneamente las manos y se pusieron a bailar en círculo a su alrededor, repitiendo con el estribillo: "¡Que no tiene padre!, ¡Que no tiene padre!"
Llegaron a lo más insolentes de los extremos de la injuria para recordarle la oscuridad de su origen y calificando a su madre de la más infame manera.
De improviso Felipón de sollozar. Lo sacó de quicio la ira. Había piedras a sus pies, las cogió y las tiró con todas sus fuerzas contra sus verdugos. Alcanzó a dos o tres, que huyeron llorando; cundió el pánico entre los demás, al ver su aspecto amenazador. Cobarde como es siempre la muchedumbre frente a un hombre exasperado, huyeron todos en desbandada. El más pequeño echó a correr hacia el campo.
Ya no pensaba, ya no veía nada de cuanto le rodeaba, entregado por completo a su llanto.
Una manaza se apoyó de improviso en su hombro, y una voz ronca le preguntó.
--Vamos a ver, chaval, ¿qué es lo que te ha pasado para llorar de esas maneras?
Felipón se volvió. Un trabajador fornido, de sonrisa franca y cabellos negros muy rizados, lo contemplaba con cara bondadosa. Le contestó con los ojos y la voz cuajada de lágrimas.
--Me han pegado los otros chicos…, porque yo…,yo…,no tengo…, padre, no tengo…,padre.
--¿Cómo puede ser eso? Todos tenemos un padre —le contestó el otro sonriente.
La criatura repitió a duras penas, en medio de los espasmos de su dolor.
--Yo…, yo … no lo tengo.
El trabajador se puso serio; había caído en la cuenta de que aquel era el hijo de Felipa, y aunque forastero, conocía vagamente su historia.
--Ea, hermosón, consuélate y vamos a tu casa. Ya te buscaremos un padre.
Echaron a andar, el chico de la mano del hombre, y este sonriendo de nuevo porque no le disgustaba el ver a aquella Felipa, de la que se decía que era una de las muchachas más guapas del lugar. Allá en el fondo de su pensamiento quizá se decía que quien había caído una vez tal vez caería otra.
Llegaron delante de una pequeña casa con la fachada blanqueada, con una pequeña puerta de acceso junto al Pozo Nuevo.
--Aquí es –dijo Felipón; y luego gritó: ¡Madreee!
Apareció una mujer y el trabajador ya no siguió sonriendo, porque comprendió de golpe que no estaba para nadie con bromas. Ella, la buena moza de pálida cara que se había quedado en la puerta con expresión severa, como para impedir el acceso de un hombre a la casa en que ya otro la había traicionado. Se quitó la gorra con cortedad y balbuceó:
--Mire, señora, le traigo a su muchacho, que andaba lloriqueando cerca de las escuelas, después de al parecer haber tenido una gresca con los demás chiquetes.
--Me han pegado…, me han pegado…, porque no tengo padre.
Por las mejillas de Felipa se cubrieron del rubor que le quemaba, y lo besó, traspasada de dolor a su hijo, mientras corrían rápidas por su rostro las lágrimas.
El hombre permaneció allí conmovido, no acertando a despedirse. Felipón corrió de pronto hacia él y le dijo:
--¿Quiere usted ser mi padre?
Hubo un momento de profundo silencio. Felipa, muda y torturada por el bochorno con sus dos manos sobre los hombros del hijo, se apoyaba en la pared. El chico viendo que no había contestado a su pregunta insistió:
--¿Quiere usted ser mi padre? ¡Si no quiere serlo no volveré a la escuela!
--¡Claro que quiero! ¿Cómo no voy a querer?
--Dime cómo te llamas – suplicó entonces la criatura—para que pueda contestarles cuando quieran saber tu nombre.
--Me llamo Juan —contestó el trabajador.
Felipón estuvo pensativo un momento, como grabando bien aquel nombre en su memoria, y luego le tendió los brazos, sin rastro de aflicción, diciéndole:
--Pues bien, Juan, tú eres mi padre.
Juan lo alzó en vilo, lo besó bruscamente en los carrillos y salió como huyendo a grandes zancadas.
Risas malignas acogieron el chico cuando al día siguiente entró en la escuela. A la salida quiso el mozalbete volver a empezar; pero Felipón le lanzó a la cara como si fuese una piedra, estas palabras:
--Se llama Juan, para que lo sepas, mi padre. Estallaron a su alrededor risas de regocijo.
--¿Juan qué…? …¿Juan cómo?...¿Qué significa eso de Juan?...¿Adónde has ido a sacarlo a ese Juan?
Felipón no contestó, pero su fe era inquebrantable, y los desafiaba con la mirada, dispuesto a dejarse martirizar antes que huir. El maestro lo sacó de aquel trance y el chico regresó a su casa.
Trascurrieron unos meses, durante los cuales el fornido obrero Juan pasó con frecuencia cerca de la casa de Felipa. Algunas veces hasta se lanzó a dirigirle la palabra al verla cosiendo junto a la ventana. Ella le contestaba cortésmente, sin salir de su seriedad, ni reír con él, y jamás le dio entrada en su casa. Sin embargo, un poco fatuo, como todos los hombres llegó a imaginase que cuando hablaban se ruborizaba ella con más frecuencia y mayor intensidad que de costumbre.
Pero es tan difícil rehacer la buena reputación perdida y tan expuesta queda a todos los ataques, que a pesar de la continuas súplicas de Felipa, ya se hablaba de ellos en el pueblo.
Felipón estaba encantado con su nuevo padre y se paseaba con él todas las tardes una vez que salía del trabajo. No faltaba nunca a la escuela, y pasaba por entre sus compañeros muy digno, sin contestarles nunca.
Hasta que cierto día le dijo el mozalbete que había sido el primero en meterse con él.
--Nos has mentido, porque no es cierto que tengas un padre que se llama Juan.
--¿Que no lo tengo? –contesto Felipón, muy emocionado. El mozalbete se frotaba las manos, y siguió diciendo.
--No, porque si lo tuvieses seria el marido de tu madre.
Felipón se quedó desconcertado con la exactitud de aquel razonamiento. Pero no obstante, replicó:
--Pues, con todo y con eso, es mi padre.
El otro le dijo entonces con sorna:
--Puede que sí; pero solo es un padre a medias.
El hijo de Felipa bajó la cabeza y se alejó meditabundo en dirección a la herrería del hermano Maltempla. En aquel entonces, los herreros gozaban de prestigio y de tener un buen oficio en el que trabajaba Juan.
Su interior era lóbrego, sin más luz que el rojo resplandor de una hoguera formidable que se proyectaba con viveza sobre los brazos desnudos de los tres herreros que dejaban caer sobre los yunques con terrible estrepito sus martillos. En pie, abrasándose como demonios, no apartaban la vista del hierro que sufría sus martirios.
Felipón entró sin ser visto por nadie y tiró de la manga a su amigo. Este se volvió. Lo hombres interrumpieron de golpe la tarea y se quedaron mirando muy atentos. Y en el silencio tan extremo en aquel sitio, resonó la voz débil de Felipón:
--Oye, Juan, el muchacho de la tía Medialumbre acaba de decirme que tú no eres mi padre más que a medias.
--¿Y en qué se funda? –preguntó el herrero.
El chico respondió con absoluta ingenuidad:
--Dice que no eres el marido de mi madre.
A nadie se le ocurrió reírse. Descansando su frente sobre el reverso de sus manazas, que se apoyaban en la cabeza del astil del martillo, tieso encima del yunque, Juan reflexionaba, sus dos compañeros tenían clavadas en él sus miradas, y Felipón, minúsculo entre aquellos gigantones, esperaba con ansiedad.
Uno de los herreros, como respondiendo al pensamiento de todos, dijo de pronto a Felipón:
--Después de todo, la Felipa es una chica buena y cabal, seria y valerosa, a pesar de su desgracia. Ningún hombre honrado tendría por qué avergonzarse de ser su marido.
--Esa es la pura verdad —dijo el que escuchaba. Y el primero siguió diciendo:
--¿Se le puede echar en cara a la chica su caída? Se comprometió a casarse con ella. Más de una conozco yo que hizo otro tanto y que hoy vive respetada por todos.
--Esa es la pura verdad —contestaron a coro los tres.
Y el otro prosiguió:
--Solo Dios sabe las fatigas que ha pasado la pobre para sacar adelante a su chico sin la ayuda alguna y lo que ha llorado desde que no sale de la casa si no es para trabajar, o ir a la iglesia.
--Eso también es verdad.
Durante unos momentos no se oyó más que el soplido del fuelle ("fa – fa –fa – fa") que avivaba la fragua. Juan se inclinó bruscamente hacia Felipón:
--Ve y dile a tu madre que al anochecer iré a hablar con ella.
Cogió al chico por los hombros y lo empujó hacia fuera.
Reanudó su tarea, y los martillos cayeron de golpe sobre los yunques. No dejando de batir el hierro hasta la noche, solidos, potentes, alegres, como martillos satisfechos. Pero al igual que la campana mayor destaca sobre las más chicas, cuando repican en los días festivos, así el martillo de Juan sobresaliendo por encima del estrépito de los demás, caía acompasado, con un ruido ensordecedor. En pie entre el chisporroteo, rebrillándole los ojos, forjaba Juan apasionadamente.
El cielo estaba cuajado de estrellas cuando llamó a la puerta de la casa de Felipa. Vestía su chaqueta dominguera, camisa nueva y se había hecho cortar el pelo.
La joven apareció en el umbral de la puerta y le dijo con tono dolorido.
--Ha hecho usted mal, don Juan, en venir tan tarde.
Fue a responder, salieron de su boca unos balbuceos y se quedó ante ella desconcertado.
La joven siguió diciendo.
--Ya se dará usted cuenta de que es preciso evitar que sigan hablando de mí.
Juan soltó de golpe.
--¿Tiene eso importancia si usted consiente en ser mi mujer?
Nadie le contestó, pero Felipón creyó percibir en la oscuridad de la habitación un ruido como un cuerpo que se desplomaba. Se precipitó dentro; Felipón, que estaba acostado, creyó distinguir el chasquido de un beso y el susurro de unas frases que pronunciaba su madre. De pronto, se sintió levantado en vilo por las manos de su amigo, y este, sosteniéndolo en alto con sus brazos estirados, le gritó:
--Les dices a tus compañeros que tu padre es Juan Guijarro, el herrero, y que iré a tirarle de las orejas a cualquiera que te maltrate.
Al día siguiente con la escuela de bote en bote, y a punto de empezar la clase, el Jabato Felipón se dirigió, muy pálido, con los labios trémulos, y les dijo con voz muy clara:
--Mi padre es Juan Guijarro, el herrero, y tener por seguro que cualquiera que me maltrate le tirará de las orejas.
En esta ocasión ya nadie se rio, porque conocían muy bien a Juan Guijarro, el herrero: un padre del que cualquiera hubiera estado orgulloso.
(CHASCARRILLO)
Un hijo siempre tiene una madre.
Padre, unas veces, sí; y otras, no.
V. S
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Estudia el pasado si quieres adivinar el futuro.
Confucio
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