por Vicente Sotos Parra
Muchas serán las dudas sobre lo que voy a contar, pero ya sea verdad o no, como me lo contaron yo lo cuento, y el que tenga dudas que se lo pregunte a los que allí estaban, que no fueron pocos.
En la iglesia era todo alegría. Por dentro tan iluminada con centenares de cirios, cuyas llamas eran como estrellas encendidas en aquel cielo de sombras que bajo las altas naves, el coro y en los retablos se extendían.
Pero aquellas luces, el incienso, el órgano y el murmullo religioso de la muchedumbre lo llenaba todo de alegría.
Aquella vieja iglesia, tan obscura de ordinario, tan húmeda, tan silenciosa y tan triste, palpitaba en esta ocasión con alborozos místicos y hasta con risas infantiles que deberían ser risas de los ángeles.
Y todo brillaba: las piedras carcomidas, el dorado de las verjas, el oro de los altares, la plata de los candelabros y las franjas de las colgaduras.
Era como el interior de una tumba en que despierta la vida con besos místicos y aleteos celestiales.
Y fuera, la iglesia era también todo alegría, con un cielo azul espléndido. Era un Domingo de Ramos y pronto iba a empezar la bendición de las palmas. En la ancha plaza había un puesto a manera de tienda ambulante de palmas. Las más altas las más gallardas, las más vistosas, como enorme tapiz se extendían sobre el muro sostenidas por largas líneas de bramante. La pared obscura, mohosa y erosionada, las palmas amarillas y doradas por el sol, era como un capricho bordado de oro sobre las piedras. Las demás palmas, más modestas y de menos precio, por lo tanto, formaban haces y manojos sobre la acera.
Mucha gente, mujeres y niños sobre todo, compraban palmas para entrar con ellas a recibir la bendición.
Contemplando la escena estaba Felipón. Mirando, eran sus ojos dos estrellas. Su madre nunca le llegaría a comprar aquella palma que tanto le gustaba. Su madre era pobre. En verano se arrastraba en el campo para ganar dos reales y la comida de ella, y la de su chico; en el invierno se dedicaba a fregar suelos de las casas... Por eso padecía la pobre en invierno y en el verano de dolores reumáticos.
Aquella mañana se escapó Felipón y se fue a la plaza Mayor a contemplar las palmas que otros chicos más felices compraban para entrar con ellas triunfantes a la iglesia.
Felipón contemplaba las palmas con ojos ardientes, encendidos por el deseo.
Qué hermosas eran con sus entretejidos, con sus rosetones, con sus lazos, con sus flores, con sus hojas de abanico, con su labor primorosa y fantástica que era lo más hermoso que Felipón había visto: una sobre todo, una entre todas, ¡qué primor y qué maravilla!
Felipón la miraba y la miraba. Ya sabía que no había de ser para él; pero no quería que nadie la comprase, porque mientras estuviera contra el muro podía estar mirando. Pero ¡ay!, cuando otro chiquete se la llevara, la habría perdido para siempre.
Por eso, cuando se acercaba algún comprador, el corazón se le encogía a Felipón.
Se fijaba en aquella palma. ¡Cómo no había de fijarse si era la más hermosa!
Afortunadamente, por ser hermosa, era muy cara. Y pasaba el tiempo y la palma se iba librando de la venta y a Felipón se le iba ensanchado el corazón. De pronto, un caballero se fijó en la palma y la compró, y se llevaba la palma de las palmas.
Felipón no pudo contenerse y rompió a llorar.
El caballero se fijó en él; se acercó bondadoso, le cogió las manos y le preguntó por qué lloraba.
Felipón explicó como supo, de mala manera, su pasión, su esperanza, sus angustias, su dolor inmenso. Sí, un dolor muy grade en un corazón muy pequeño que es cuando el dolor debe doler más, porque no tiene donde extenderse y está muy comprimido.
Ello es que se conmovió el caballero, y tendiéndole la palma le dijo:
--Toma, es tuya; ya puedes entrar en la iglesia para que te la bendigan.
Y comprando otra palma, se marchó.
Felipón se quedó cogido a su palma, sin poder casi sostenerla y dominado por la alegría y por la gratitud.
Quiso decir algo, no pudo: le besó la mano al caballero, besó la palma, se la echó al hombro, y más bien arrastrándola que llevándola, echó a correr hacia la iglesia y en ella penetró triunfante por entre la gente que le miraba de reojo.
Cuando fue a su casa, empezó para él la Semana Santa que hasta entonces había sido Domingo de Ramos.
Se dirigía a su casa y una cuadrilla de gitanos amigos de lo ajeno se la robaron pensando que podía venderla por lo menos a treinta reales, y que con aquello tenían para comer seis o siete días.
Cuando acabó de llorar, no porque se le acabase la pena, sino porque se le acabaron las lágrimas, se escapó de su casa. Se fue a la era de don Sebastián, donde solía jugar con los demás chiquetes. Bartolo, Zampapanes, Morrogrande, y la hermanica de este, la Polola, que tenía una mala hostia como ella sola. Tirando piedras por las tahúllas, les contó sus penas. Juntos tirando piedras para saber quién las tiraba más largo. De pronto se detuvo y se echó a reír: y era que el chiquillo se sabía de memoria la Semana Santa y sus tres procesiones, y se le ocurrió que la Polola y él estaban haciendo el Paso de la Samaritana y de Jesús...
¡Pero qué diferencia! ¡Él tan pobre, la Polola igual de pobre que él tirando piedras en las tahúllas!
En cambio, el Jesús del paso ¡qué hermoso y qué hermosa la Samaritana, y cuánto lujo, y cuánta pedrería, y el pozo de cristal, con garrucha de oro! Aquel paso tan hermoso de la Cena con Cristo y los apóstoles y la mesa llena de riquísimos manjares. Aquel paso de la Oración del Huerto con aquel Cristo de rostro celestial y túnica de terciopelo morado; y aquel Ángel, asombro de los rostro celestiales y asombro de Felipón, que no dejaba de tener un instinto artístico. Aquel paso del Desprendimiento y aquel beso de Judas en que tanto se fijaba Felipón, diciéndole a su madre todos los años: ¡Mira, mira, madre, no le besa con toda la boca como me besas tu a mí, cuando me besas, sino que le besa de costado con una esquina de la boca. Mira al traidor, y qué beso tan encogido le da.
¿Y por qué San Pedro –pensaba Felipón— no dejará caer la espada que siempre está amenazando y nunca da?
Y después, el Cristo de la columna; y después, el paso de la Caída con aquellos sayones tan feos; y después, la Verónica y después la Dolorosa,
Todo esto estaba pensando por la calle —murmuraba Felipón–. Todos irán entre penitentes con cruz, y nazarenos con caperuza, y música y tropa y alegría,
Conque resolviendo en su pequeña cabeza todas estas ideas y todos estos recuerdos, y acongojándose por su madre, que hecha una Dolorosa le estaría buscando por todas partes. Felipón se echó a llorar.
¿Por no ver la procesión estás llorando? Calla, tonto, que vas a verla. Y le convirtieron en un pequeño Cristo, y le ataron a una reja, y le azotaron, y no teniendo espinas a mano, le pusieron una especie de corona de cuerdas de esparto, que le entraba en el pelo y le arañaba la frente; y le cargaron con una cruz improvisada hecha de unos maderos que por allá encontraron; y los muy judíos le pasearon por la era en procesión entre escarnios y golpes.
No lo crucificaron, aunque la crucifixión formaba parte del programa, y los granujas eran muy capaces de rematar el martirio del pobre Felipón.
Al oír los lamentos, el hermano Santano acudió junto algunos vecinos, y casi sin sentido, desnudo casi, con las espaldas sangrientas y la frente, empapados los ojos, manchada de lágrimas la pálida cara; hecho, en verdad, un Cristo. Y cuando así lo metieron en la cama, pensaba de una manera vaga, como en un delirio, con la chispa del pensamiento que le quedaba en la cabeza: Ya concluyo mi procesión de la tarde del Viernes Santo: ahora empieza mi procesión del Santo Sepulcro.
Pero aquella cama en nada se parecía a la del Viernes Santo por la noche; ni aquella cama era de cristal con muchos faroles encendidos; ni veía alrededor señores con lanzas; ni oía música dulcísima: solo al cabo de muchas horas se encontró con su madre, que lo besaba llorando.
La procesión de Viernes Santo del pobre Felipón, lo repetimos, en nada se parecía a la del Hijo de Dios, sino en que había encontrado su Dolorosa.
Todo Cristo grande o pequeño tiene una madre que llore por él.
Pero ya suenan las campanas; ya resucita Dios, y también Felipón tuvo su domingo de Gloria.
Que al fin despertó entre los brazos de su madre, quien preguntando por todas partes y a todo el mundo, ¡había dado con él!
Y así fue la Semana Santa de Felipón en el lugar.
(CHASCARRILLO)
La Semana Santa
que vivió Felipón.
Queda dicho, por poco
no sufrió la crucifixión.
-----------------------------------------------------------------------------------------------
No hay que temer a la muerte.
Lo importante es vivir y morir bien.
Socrates.
No hay comentarios:
Publicar un comentario