por Pedro Sotos Gabaldón
Eran los años cuarenta... años de mucha penuria y había que buscarse la vida y raspar la tierra, si fuese preciso.
Llegaba el verano y la alcaldía mandaba al pregonero recorrer el pueblo, dando a saber el bando de que el día tal, a la hora tal y en tal sitio tal se daba la cita para la rebusca, o sea, espigar.
La gente lo estaba esperando como agua de mayo, para poder ir a rastrear los rastrojos, para poder remediar la precariedad que se encontraba en sus casas y poder llevar lo mejor posible el día a día que falta hacía.
En el punto citado, se reunía la gente que ya estaban esperando al guardar forestal, que se encargaba de ordenar a las personas allí reunidas, que eran muchas. Los días anteriores a la cita, los guardas forestales se habían encargado de recorrer los campos recién segados para advertir a los ganaderos y a la dula de la prohibición de pastar con sus ganados, hasta que no pasaran las espigadoras.
Llegada la hora, el guarda forestal echaba andar y todas tras él. Las acercaba al rastrojo de los grandes terratenientes, que con aquellas máquinas segadoras primitivas que se dejaban más espigas en el suelo que lo que recogían. Las espigadoras echaban a espigar con la cabeza agachada, doblando el espinazo y dale que te pego. No había tiempo que perder, y con los costales y sacos colgados a la cintura, la que con más celeridad o habilidad con las manos tenía llenaba el costal con más rapidez. Ya nos podemos imaginar, el dolor de riñones que tenían que soportar, eso sí, ligeras de estómagos ya que la merienda no pesaba mucho: algunas solo llevaban un mendrugo de pan duro, haciendo de tripas corazón. A pesar de todo, había que tener resignación y soportar las embestidas que la vida te deparaba para poder subsistir, pero había que sacar fuerzas de flaqueza para poder seguir adelante. Aún así, no se doblegaban y se permitían el lujo de cantar la canción de la espigadoras con su esportillo, tarareando todas unidas.
Cuadro de Millet.
Sobre la una, el guarda forestal daba por terminado el día. Todas y cada una cargaban con su tesoro a la espalda, echando a andar para el pueblo. Pero aquí no terminaba la jornada pues llegaban a casa y empezaban la segunda parte, que consistía en el desgranamiento de las espigas recolectadas, sustrayendo el grano de dichas espigas.
Era el fruto del trabajo realizado; aquel grano era oro puro para ellas.
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