por Pedro Sotos Gabaldón
¿Quién no se acuerda de los copleros que visitaban nuestro lugar?
Eran personas de costumbres libres, con un estilo de vida desordenado. Solían venir por caminos, carreteras y veredas. Venían silenciosos, cargados con sus macutos llenos de historias y leyendas.
Llegaban en silencio, pero pronto se dejaban oír en cualquier esquina. Con su voz grave, dulce y melancólica, cantando sus coplas y cantares. De sucesos que tenían lugar en otros pueblos lejanos. Las vecinas les rodeaban y les escuchaban con mucha atención con la boca abierta. Contaban el suceso de tal o cual pueblo. Cómo eran los abusos que cometían los patrones o el señorito de turno, cómo avasallaban y acosaban a la criada; y si la respuesta era negativa, las insultaban y las ponían de color de perejil y las despedían. Las vecinas ante estos hechos murmuraban entonando sus sentimientos: "¡Qué pena! ¡Pobrecita! ¡Qué lástima!".
Terminada la copla, pasaba la gorra deslustrada por el uso, para recoger las perrillas que las vecinas le daban por las coplas que vendían. Y así, a otra esquina.
Recorrían todo el pueblo.
Llegaba la noche, y buscaban un cobijo donde pasarla.
Se acercaban a las posadas y hablaban con los posaderos. Los posaderos que eran buenas gentes les daban cobijo en las cuadras junto a las mulas.
Al día siguiente, con la aurora, con su petate cargado de sabiduría, por el sendero, echaban a andar perdiéndose en las penumbras de la mañana en busca de otro lugar.
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