Juan Álvarez-Mendizábal y Cañavate.
Don Juan ha dejado casado a su
hijo Rafael con la pedroñera Salomé Cañavate (ver entrada anterior). Muerto el que fuera ministro,
Sánchez Ocaña se ocupa de hablar de su nieto, también llamado Juan, sirviéndose
para ilustrar el texto de algunas fotografías que, debido a la baja calidad de
las mismas, desistimos de traer aquí.
El muchacho frente al fraile
–De
modo –dijo el Padre rector, contemplando atentamente al chico que estaba de pie
ante su mesa–, de modo que este alumno ¿se llama...?
El
chiquillo permanecía silencioso, los ojos fijos en el suelo.
Cogiéndole
del brazo, el fraile que lo acompañaba lo zarandeó.
–Vamos,
niño, ¡contesta!... Dile al Padre rector cómo te llamas...
–Juan...
–murmuró el muchacho, con la cabeza obstinadamente agachada.
–Pero,
Juan ¿qué?
–Álvarez...
–Y
¿qué más?
–Mendizábal.
Evidentemente
aquel chico no tenía muchas ganas de entablar conversación. Respondía secamente
a las preguntas de los dos frailes, sin mirarlos, con aire hosco.
Desde
su sillón, el rector seguía examinándolo, y asomaba una sonrisa entre sus
delgados labios.
La sombra del abuelo
Luego,
el señor rector escondió la sonrisa esa, se enderezó en su asiento, se ajustó
el bonete y empezó a hablar al alumno nuevo.
Ahora
tenía una expresión dulce, benigna, y tono paternal.
–Al
llegar, en estas primeras horas que pasas entre nosotros, te encuentras solo y
triste, ¡verdad, hijo mío! Eso no es nada. Eso pasará. ¡Ya verás qué pronto
estás aquí como en tu casa...! Es decir, como en tu casa, enteramente, no. Te
faltarán comodidades, regalos... Nosotros no podemos costeárnoslos. Somos unos
pobrecitos unos pobrecitos frailes muy pobres... muy pobres... Antes vivíamos
algo mejor. Teníamos, en medio de nuestra humildad, algunos bienes, ¡algunas
tierrecillas...! Pero nos las quitaron. El Señor permitió que nos lo quitaran
todo...
El
eclesiástico hizo una pausa.
Después,
encorvándose para buscar la mirada del chico, clavada siempre en el suelo,
prosiguió, cada vez más afectuosamente, más tiernamente:
–Tú
no serás malo para nosotros. Serás amigo nuestro y nos querrás y nos ayudarás.
¿Verdad, hijito? ¿Verdad que nunca les harás daño a los pobrecitos frailes?...
¿Verdad que no serás tú como tu abuelo?...
Se
detuvo otra vez, esperando la respuesta del niño.
Pero
el niño estaba ante la mesa inmóvil y mudo, el ceño fruncido, la cabeza baja.
–¿Sabes
tú quién fue tu abuelo y qué hizo? ¿Te han hablado alguna vez de él?
¡Sí
le habían hablado de él!... ¿Acaso los hermanos de su madre, los Cañavates, hablaban
de otra cosa más que de él? ¿No hablaban de él los campesinos en sus lentos
relatos, al amor de la lumbre, y en sus corrillos de la plaza, y en sus
cantares!
Don
Juan Mendizábal trae
A
los carlistas la guerra,
A
los frailes “afliciones”
¡Y
“pa” los “probes” la tierra!
Aquel
dandy frío y altivo, de maneras secas, de palabra tarda, tan poco a propósito,
exteriormente, para ser un héroe popular, se ha convertido, sin embargo, en una
figura de leyenda. La intuición del pueblo ha adivinado la fuerza y el ímpetu
de aquel espléndido tipo humano. ¡Y su gran sombra llena la Mancha!
No
dirigía arengas románticas a la pobre gente. No le decía las palabras elevadas
y eufónicas que sabían decirle Martínez de la Rosa, Istúriz, Alcalá Galiano y
D. Joaquín María López: “Los derechos imprescindibles del pueblo...” “El
principio sacrosanto de la soberanía nacional...” “La fe de nuestros
mayores...” Apenas si cambiaba con los labriegos unas cuantas frases llanas
sobre asuntos vulgares: sobre el precio del trigo, las rentas y otros asuntos
así.
Y
a pesar de eso, los gañanes doblados sobre los terrones, levantan de cuando en
cuando hacia él la mirada suplicante.
¡Y
“pa” los “probes” la tierra!
Cambio de colegio
Juanito
Álvarez-Mendizábal y Cañavate no les contó nada de eso que él sabía de su
abuelo a los frailes.
Sumido
en su hosco silencio, iba a las clases, paseaba por los corredores, escuchaba
las reprimendas que le dirigían.
Había
muerto su padre, D. Rafael, dejando cuatro hijos: él, que era el más pequeño, y
tres muchachas: Teresa, Josefa y Beatriz. Doña Salomé, la madre, que era una
buena señora, sencilla, no tenía un gran carácter; no era a propósito para
romper con las conveniencias. Cuando el chico estuvo en edad de estudiar hizo
con él lo que hacían todos los padres de su clase con sus hijos: enviarlos a un
colegio de religiosos.
Al
saberlo sus hermanos, los Cañavates, hubo un gran disgusto familiar. Los
Cañavates conservaban fervorosamente la tradición liberal de Mendizábal y de D.
Juan Antonio Montejano. Eran muy amigos de Prim, conspiradores y
revolucionarios.
La
decisión de doña Salomé de meter al chiquillo en un colegio de frailes los
indignó. Les parecía como una humillación, como una ofensa a la memoria de D.
Juan.
Vinieron
a Madrid, de Pedroñeras, y tuvieron una entrevista tempestuosa con su hermana.
Al cabo la convencieron de que debía sacar inmediatamente a Juanito del colegio
de Gibraltar en que lo había puesto interno.
–Y
entonces, ¿dónde va a ir? –preguntaba muy compungida la pobre doña Salomé.
–Yo
buscaré... –le contestó su hermano Leandro.
[Y en la próxima entrada, las
correrías de Juanito en su nuevo colegio, cuyo director, que se haría muy amigo
suyo, será alguien muy, muy importante... También contaremos algo de su vida
como político].
Capítulos siguientes:
Quinto capítulo
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Quinto capítulo
©Ángel Carrasco Sotos
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