En
más de una ocasión he hecho referencia a la importancia de los ajos de Las
Pedroñeras ya desde principios (al menos) del siglo XIX, y concretamente lo he
hecho por extenso en la “Introducción” a El
Alcalde de Pedroñeras y en ese otro libro dedicado exclusivamente al ajo
que titulé Jardín de curiosidades sobre
el ajo. Era incuestionable ya en los años de 1800 la enorme cantidad de
ajos que aquí se sembraban así como indiscutible lo era, por añadidura, su
calidad demostrada.
No
obstante, no había dado aún con este entretenido cuento que Pedro Escamilla, el
también dramaturgo y novelista madrileño, que publicara muchos de sus cuentos
en el periódico donde he encontrado este de “Los ajos de Pedroñeras”, es decir,
en El Periódico Para Todos.
Concretamente el cuento que implica a nuestro pueblo vio la luz en el número
del 28 de enero de 1882.
Como
curiosidad, debo decir que el relato no es sino una adaptación de un cuento
incluido en Las Mil y Una Noches; en
concreto, el correspondiente a la noche nº 351, cuya trama no voy a revelar
porque descubriría el final sorprendente e idéntico al que tiene lugar en el
nuestro. Un cuento, el arábigo, que, como es sabido, recogería también el
argentino Jorge Luis Borges en su libro Historia
Universal de la Infamia (de recomendable lectura) con el título de
“Historia de los dos que soñaron”. El mismo cuento, con variantes, podemos leerlo en diversas recopilaciones hechas en nuestros Siglos de Oro.
Os
animo a leerlo porque el final os va a asombrar. Y, además, encontrar a nuestro
pueblo y sus ajos como referencia de una obra de autor tan relevante en su
época no es desde luego algo habitual. Con él os dejo.
(Continuará en una próxima entrada).
Los ajos de Pedroñeras. Historia que parece cuento.
En
cierta ocasión tuve necesidad de hacer un viaje a X... para un asunto puramente
personal, cuyo conocimiento no es del caso.
X...
es un pueblo de la provincia de Albacete, de cierta importancia relativa, sin
monumentos arquitectónicos, ni nada que le haga notable, ni justifique la
estancia del forastero en la localidad.
La
única curiosidad que en él existe digna de ser visitada y conocida, y que recomiendo a mis lectores, es el señor
Liborio.
No
vayáis a creer que este respetable individuo, tan conocido en toda la
provincia, es algún célebre funámbulo retirado del Circo, ni un domador de
leones, ni un torero jubilado, ni aun siquiera un ex-gobernador, porque todo
esto no le haría notable en un país en que tanto abundan los funámbulos y los
toreros, y en el que, con muy pocas excepciones, todos han sido gobernadores, o
por lo menos se creen todos con las dotes necesarias para serlo.
Nada
de esto.
El
señor Liborio es un rico labrador, que tiene en su casa doce pares con la
servidumbre necesaria, y posee en el término multitud de tierras, molinos,
majuelos, etc., etc.
Lo
que le ha hecho notable entre sus paisanos y las personas que le conocen y le
tratan, es su caridad inagotable, que no le permite dejar i con la bolsa vacía
al individuo que la implora a su puerta por el amor de Dios; a esto agrega un
carácter noble, franco y jovial, y un verdadero y ferviente deseo de contribuir
con su fortuna y su ayuda personal a la realización de toda clase de proyectos
que tiendan a mejorar la condición del hombre, y a abrir un porvenir a la
humanidad que más lo necesita.
En
este concepto, su nombre aparece el primero en cualquier lista de suscripción
que se promueva para realizar un pensamiento notable y provechoso; él inicia
toda clase de mejoras con su concurso pecuniario, sus paisanos adoran en él, y
cuando por su mediación se hace alguna cosa que redunda en beneficio de
alguien, no es raro oír exclamar a los favorecidos:
-¡Benditos sean los ajos de Pedroñeras!
Durante
mi estancia en X... esta frase original hirió mi oído varias veces, y no podía
menos de decirme con extrañeza:
-¿Pero,
señor, qué tienen que ver los ajos de
Pedroñeras con todos los beneficios que haya hecho y pueda hacer el señor
Liborio?
Nadie
disipaba esta duda, porque como la historia del rico labrador es tan pública en
todo el contorno, todos me suponían enterado, y en el caso de comprender
aquella frase tan original.
Esta
misma circunstancia me impedía hasta cierto punto hacer alguna pregunta sobre
el caso, como un hombre que tiene reparo, reparo estúpido, en que los demás
conozcan su ignorancia.
La
cosa tomó para mí un carácter más acentuado de impaciente curiosidad, y por
último, me decidí a quemar las naves, pidiendo explicaciones al mismo señor
Liborio.
He
aquí lo que sucedió:
La
casualidad me puso en contacto con él, cosa que no es nada difícil en un pueblo
de corto vecindario; salimos a paseo dos o tres tardes en compañía de otras
personas por cuya medición le conocí, y con ocasión de estar próximo el día de
su santo, me convidó a comer.
No
hay medio de rehusar estas invitaciones en los pueblos, por lo mismo que se
hacen cordialmente y sin etiqueta. Además, me había aficionado ya al señor
Liborio por las prendas de carácter que le distinguían, haciéndole simpático a
cuantas personas le trataban.
Accedí
gustoso, y llegado que fue el día me presenté en su casa a la hora conveniente.
En
tales circunstancias, esto es, en día de su Santo, en el de sus hijas (tenía
dos y bellísimas muchachas), Noche-Buena, y otras festividades por el estilo,
el señor Liborio echaba la casa por la ventana, y la célebre frase que tanto
había llamado mi atención, se repitió aquel día, por cuantos pobres salían
socorridos de aquella casa; todos se alejaban diciendo:
-¡Benditos sean los ajos de Pedroñeras!
Mi
curiosidad excitada recibió un nuevo golpe al ver que, llegada la hora de la
comida, el señor Liborio se presentó entre sus hijas y convidados con un traje
del país, que acaso, acaso, alguno de los mendigos a quienes acababa de
socorrer, no le hubieran admitido a causa de su estado de deterioro, pues todo
él, además de estar deslucido y sucio, se componía de remiendos adheridos a la
tela primitiva por medio de puntadas que se veían desde muy lejos.
Esta
trasformación, que me dejó mudo de sorpresa, no pareció llamar la atención de
nadie, como si fuera una cosa de rúbrica en tal día.
El
señor Liborio obraba en esta parte al revés de lo que se acostumbra, pues todo
el mundo, cuando llega una solemnidad, se acicala y cuida del atavío de su
persona; él tenía empeño en hacer lo contrario.
La
comida fue espléndida y suculenta, reinando en ella la mayor alegría y buen
humor; el señor Liborio había hecho sentar a su mesa a todos los criados,
costumbre patriarcal que tiende a estrechar más los lazos entre el amo y el
servidor.
Siguiendo
una costumbre moderna que se ha abierto ya paso hasta algunos pueblos, pasamos
a otra pieza donde debía servírsenos el café.
Era
un despacho donde el rico labrador arreglaba sus cuentas y arreglaba los
asuntos de su casa.
Nueva
sorpresa para mí, que veía aparecer bajo otra forma la cuestión de los ajos.
En
el testero principal de aquella habitación había un cuadro de grandes
dimensiones, en el que aparecía una sola figura de tamaño natural; era el
retrato del señor Liborio, en un traje igual al que usaba aquel día; en el
color, en la forma y en los remiendos, sus piernas desnudas aparecían por
debajo de unos zaragüelles sucios, que habían perdido su primitiva blancura, y
remataba en unos pies anchos, contenidos apenas en unas alpargatas destrozadas.
Estaba
negligentemente recostado en un burro famélico y triste, cuyas orejas caídas
hacia los lados indicaban una filosófica resignación en su menguada suerte; su
carga la constituía un serón lleno de ristras de ajos... los célebres ajos de Pedroñeras, con los cuales, a mi juicio, se
había enriquecido aquel hombre, toda vez que parecía hacerle objeto de no sé
qué misterioso culto.
Pero,
¿enriquecerse con una cosa de tan escaso valor?
Sin
embargo, ¿qué más podía significar todo aquello que veía?
©Ángel
Carrasco Sotos
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