BLASFEMO, SÍ; BUENO, TAMBIÉN (capítulo 83º de las historias de Felipón) | Las Pedroñeras

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miércoles, 19 de noviembre de 2025

BLASFEMO, SÍ; BUENO, TAMBIÉN (capítulo 83º de las historias de Felipón)

por Vicente Sotos Parra



El hermano Peludo era de los que se juntaba a tomar en el fresco junto al resto de sabios en aquellas noches con los hermanos Juanante y Frasquito.


En todo el barrio del Pozo Nuevo era conocido el hermano Peludo que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su vara cuando fustigaba a sus dos queridas mulas lustrosas que lucían todo tipo de guarniciones de lo mejor del lugar.

Los vecinos, habían contribuido a formar su reputación…¡Hombre más atroz y mal hablado! Y blasfemo. Los vecinos, molestos a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

El hermano Peludo hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba la vara, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en el calendario, al que no profanase con sus tozudos animales, azuzándoles con blasfemias mejor que con los latigazos. Los chiquetes del barrio acudíamos para escuchar por perversa intención, regodeándonos ante la fecundidad inagotable del maestro.

La hermana Jacinta decía en su defensa riendo, la pobre mujer: No sufro nada de él. ¡Criatura más buena! Tiene su geniecillo, pero ¡ay hija! Dios no libre de las aguas mansas…Es de oro; alguna copita para tomar fuerzas, pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.

Pero la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su hombre. Bastaba verle haciendo honor a su mote de Peludo  ¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro.

Ya tenemos a la pareja de esta historieta. Ahora toca seguir y contar lo que sucedió en el lugar en aquellos años gloriosos en los que vivió Felipón.

Su odio solo se limitaba a los santos, a los que nombraba, pues si algún chiquete de la vecindad pasaba cerca de él, lo acogía con una sonrisa al bostezo y, extendiendo su mano callosa, pretendía acariciarlo. Este fue el caso cuando Felilpón se le acercaba encontraba al hijo que no tenía. Dándole una peseta para que se comprase chuches de la hermana Mima. Vivía por la casa la era y trillaba en las eras del Charco en las ultimas eras, por lo que la distancia de su casa suponía un buen paseo.

En el barrio vagabundeaba y ejercía la rapiña en todas las casas, pero estas correrías las toleraban los vecinos porque con ella no quedaba rata viva. Aquella bohemia de blanco y sedoso pelaje, y, obligada a fijar domicilio para tranquilidad de su prole, escogió el patio del hermano Peludo, burlándose, tal vez, del terrible personaje.

Había que oír al hermano Peludo. ¿Era su corral para que viniesen a emporcarlo con sus crías los animales de la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse, y si él se enfadaba de veras, ¡Pum! De la primera patada iba ir a parar a las tahúllas la gata, o estrellarse contra la pared de enfrente con su prole.

La pobre felina seguía tranquilamente en un rincón, formando un revoltijo de pelos blancos y en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, y coronado irónicamente las amenazas del hermano: ¡Miau! ¡Miau!

Bonito verano era aquel: los ajos, la siega, la trilla, la entrada de la paja... Trabajo y un calor de infierno, que irritaba el mal humor del hermano y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por la boca, Por la mañana ablentando y luego a la entrada de la paja.

Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer las piedras.

--¡Arre, valientes!… ¿Qué quieres tú, Chota?

Mientras arreaba sus mulas, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.

--Pero ¿qué quieres, maldita?... ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!

Como quien hace una obra de caridad.

¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Este sí que merecía le arreglaran las cuentas como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para que el jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están las manos, o le pille el carro bajo las ruedas.

Cuando llegó a la era ya pasaba del medio día y era el tercer viaje de paja de la era que tenía que llevar a su casa y entrarla por la piquera. El polvo y el sudor hacían de él un monstruo, y de la hermana en la cámara retirando la paja, una bruja.

Se detuvo un momento a descansar. Se quitó la gorra y se enjugó el sudor con las manos,  y puesto a la poca sombra del carro, contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aquello ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol a plomo sobre su cabeza y arreando sin parar a las mulas abrumadas por la calor.

--¡Vaya! ¡Menos hostias y a trabajar!

Levantó la tapa de la espuerta de esparto atada a los varales del carro  para coger el botijo. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se movían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel. Sus dedos gruesos hicieron presa y salió a la luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimiento del miedo y lanzando su triste ñau, ñau, como quien pide misericordia.

La gata Chota, no contenta en invadir  su corral, se apoderaba del carro y metía la prole en la espuerta para resguardar del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?... Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatos, los arrojó en un montón a sus pies. Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba. ¡Voto a esto y lo demás! Iba a hacer una tortilla de gatos.

Y mientras soltaba sus juramentos, sacaba de la faja su pañuelo, lo extendía, colocaba sobre el aquel montón de pelos y maullidos, y, atando las cuatro puntas, echó a andar con el envoltorio, abandonando el carro en la era.

Se lanzó a correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no quería subir, aunque se lo mandase el hijo de Dios.

Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal era, sin duda, lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de la cuesta aplastar su carga de gatos. Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la gata Chota con cabriolas de gozo, olisqueando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida.

--Toma, perdida –dijo, jadeante por el calor y el cansancio de la carrera--, aquí tienes a tus granujas. Por esta vez, pase; te lo perdono, porque eres un animal y no sabes cómo las gasta el hermano Peludo, el carretero. Pero otra vez…, ¡hun!, a la otra… ¡Mierda de Dios!, blasfemaba para facilitarse el camino. ¡Y puerca la sangre de Cristo!

Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el hermano volvió la espalda y fue  corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, notó el hermano que algo le había refrescado interiormente.  

  

(CHASCARRILLO)

Son tantos los santos del calendario,

no se dejó sin nombrar a ninguno.

De todos se olvidó cuando en sus

 manos sostuvo aquellos gatos.


No digas pocas cosas en muchas palabras,

sino muchas cosas en pocas palabras.

Pitágoras.

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