por Vicente Sotos Parra
El hermano Peludo era de los que se juntaba a tomar en el fresco junto al resto de sabios en aquellas noches con los hermanos Juanante y Frasquito.
En todo el
barrio del Pozo Nuevo era conocido el hermano Peludo que alborotaba las calles
con sus gritos y los furiosos chasquidos de su vara cuando fustigaba a sus dos
queridas mulas lustrosas que lucían todo tipo de guarniciones de lo mejor del
lugar.
Los vecinos,
habían contribuido a formar su reputación…¡Hombre más atroz y mal hablado! Y
blasfemo. Los vecinos, molestos a todas horas por aquella interminable sarta de
maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.
El hermano
Peludo hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran
la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos
del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria
todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de
faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba la vara, no
quedaba santo, por arrinconado que estuviese en el calendario, al que no
profanase con sus tozudos animales, azuzándoles con blasfemias mejor que con
los latigazos. Los chiquetes del barrio acudíamos para escuchar por perversa
intención, regodeándonos ante la fecundidad inagotable del maestro.
La hermana
Jacinta decía en su defensa riendo, la pobre mujer: No sufro nada de él. ¡Criatura más buena!
Tiene su geniecillo, pero ¡ay hija! Dios no libre de las aguas mansas…Es de
oro; alguna copita para tomar fuerzas, pero nada de ser como otros, que se pasan
el día como estacas frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un
céntimo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.
Pero la
pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su hombre. Bastaba
verle haciendo honor a su mote de Peludo
¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado,
velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos
surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de
azul, con manojos de cerdas que asomaban como tentáculos de un erizo que
dentro de su cráneo ocupase el lugar del
cerebro.
Ya tenemos a
la pareja de esta historieta. Ahora toca seguir y contar lo que sucedió en el
lugar en aquellos años gloriosos en los que vivió Felipón.
Su odio solo
se limitaba a los santos, a los que nombraba, pues si algún chiquete de la vecindad
pasaba cerca de él, lo acogía con una sonrisa al bostezo y, extendiendo su mano
callosa, pretendía acariciarlo. Este fue el caso cuando Felilpón se le acercaba
encontraba al hijo que no tenía. Dándole una peseta para que se comprase
chuches de la hermana Mima. Vivía por la casa la era y trillaba en las eras
del Charco en las ultimas eras, por lo que la distancia de su casa suponía un
buen paseo.
En el barrio
vagabundeaba y ejercía la rapiña en todas las casas, pero estas correrías las toleraban los vecinos porque con ella no quedaba rata viva. Aquella bohemia de
blanco y sedoso pelaje, y, obligada a fijar domicilio para tranquilidad de su
prole, escogió el patio del hermano Peludo, burlándose, tal vez, del terrible
personaje.
Había que oír
al hermano Peludo. ¿Era su corral para que viniesen a emporcarlo con sus crías
los animales de la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse, y si él se
enfadaba de veras, ¡Pum! De la primera patada iba ir a parar a las tahúllas la
gata, o estrellarse contra la pared de enfrente con su prole.
La pobre
felina seguía tranquilamente en un rincón, formando un revoltijo de pelos
blancos y en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, y coronado
irónicamente las amenazas del hermano: ¡Miau! ¡Miau!
Bonito
verano era aquel: los ajos, la siega, la trilla, la entrada de la paja... Trabajo
y un calor de infierno, que irritaba el mal humor del hermano y hacía hervir en su interior la caldera de
las maldiciones, que se escapaban a borbotones por la boca, Por la mañana
ablentando y luego a la entrada de la paja.
Ni una nube
en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer
las piedras.
--¡Arre,
valientes!… ¿Qué quieres tú, Chota?
Mientras
arreaba sus mulas, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba
dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.
--Pero ¿qué
quieres, maldita?... ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!
Como quien
hace una obra de caridad.
¡Maldito
sol! Era el pillo mayor de la creación. Este sí que merecía le arreglaran las
cuentas como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para que el
jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están las manos, o le pille
el carro bajo las ruedas.
Cuando llegó a la era ya pasaba del medio día y era el tercer viaje de paja de la era que tenía
que llevar a su casa y entrarla por la piquera. El polvo y el sudor hacían de él
un monstruo, y de la hermana en la cámara retirando la paja, una bruja.
Se detuvo un
momento a descansar. Se quitó la gorra y se enjugó el sudor con las
manos, y puesto a la poca sombra del
carro, contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aquello ardía. Y
pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol a plomo
sobre su cabeza y arreando sin parar a las mulas abrumadas por la calor.
--¡Vaya! ¡Menos hostias y a trabajar!
Levantó la
tapa de la espuerta de esparto atada a los varales del carro para coger el botijo. Pero su mano tropezó con
unas cosas sedosas que se movían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su
callosa piel. Sus dedos gruesos hicieron presa y salió a la luz, cogido del
pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por
los estremecimiento del miedo y lanzando su triste ñau, ñau, como quien pide
misericordia.
La gata
Chota, no contenta en invadir su corral,
se apoderaba del carro y metía la prole en la espuerta para resguardar del sol.
¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?... Se acabó todo. Y
abarcando en sus manazas a los cinco gatos, los arrojó en un montón a sus pies.
Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba. ¡Voto a esto y lo demás! Iba a hacer una tortilla de gatos.
Y mientras
soltaba sus juramentos, sacaba de la faja su pañuelo, lo extendía, colocaba
sobre el aquel montón de pelos y maullidos, y, atando las cuatro puntas, echó a
andar con el envoltorio, abandonando el carro en la era.
Se lanzó a
correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja,
jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no quería subir,
aunque se lo mandase el hijo de Dios.
Algo
terrible preparaba. La voluptuosidad del mal era, sin duda, lo que le daba
fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de la
cuesta aplastar su carga de gatos. Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le
recibió la gata Chota con cabriolas de gozo, olisqueando el hinchado pañuelo,
que se estremecía con palpitaciones de vida.
--Toma,
perdida –dijo, jadeante por el calor y el cansancio de la carrera--, aquí
tienes a tus granujas. Por esta vez, pase; te lo perdono, porque eres un animal y
no sabes cómo las gasta el hermano Peludo, el carretero. Pero otra vez…, ¡hun!, a
la otra… ¡Mierda de Dios!, blasfemaba para facilitarse el camino. ¡Y puerca la
sangre de Cristo!
Y no
pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el hermano volvió la
espalda y fue corriendo en busca de su
carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los
pobres. Pero aunque el calor aumentaba, notó el hermano que algo le había
refrescado interiormente.
(CHASCARRILLO)
Son tantos los santos del calendario,
no se dejó sin nombrar a ninguno.
De todos se olvidó cuando en sus
manos sostuvo aquellos gatos.
No digas pocas cosas en muchas
palabras,
sino muchas cosas en pocas
palabras.
Pitágoras.


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