UNA HISTORIA DE AMOR DE LA CAPULLO Y DEL MOZO FARRUCO (cap. 75 de Felipón) | Las Pedroñeras

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jueves, 6 de marzo de 2025

UNA HISTORIA DE AMOR DE LA CAPULLO Y DEL MOZO FARRUCO (cap. 75 de Felipón)

 

por Vicente Sotos Parra



En el pueblo de Las Pedroñeras pocas veces se habló tanto de alguien como de la hija de la señora Rosa, una muchacha a la que todos conocían como la Capullo. Y es que la joven, caprichosa y siempre con alguna dolencia inventada, vivía mimada por su madre, quien la trataba con tanto esmero y cuidado como si fuese de cristal.

La Capullo tenía un novio del pueblo, y de mal nombre le llamaban el Farruco, de esos mozos que siempre tuvieron una historia de peleas o de algún lío reciente. El Farruco, además de un temperamento poco paciente, se distinguía por su andar inusual, debido a una jaroba que le asomaba por delante y por detrás. Sus ojos, ligeramente bizcos, daban la impresión de que siempre estaban vigilando dos cosas a la vez. Como si eso fuera poco, sufría de callos y sabañones en los pies, lo que lo hacía andar con más precaución de lo que uno esperaría de alguien tan irascible. Celoso, los domingos la acompañaba a misa de doce y era cuando más hacía trabajar a sus ojos vigilantes de que nadie mirara a su novia.

Un día de mercado,  llegó a Las Pedroñeras un forastero de Belmonte, un hombre delgado y nervioso al que llamaban Cagaprisas. Y vaya sobrenombre que llevaba, pues era bien conocido por su costumbre de hacerlo a todo correr, como si el tiempo se le fuera entre los dedos. Lo que no sabían en Las Pedroñeras era que Cagaprisas también traía consigo una habilidad única: tenía la habilidad de hacer pequeños “bichos” de barro y de madera, figuras misteriosas que supuestamente traían buena o mala suerte, según el estado de ánimo de quien los obtenía.

La Capullo, que era la curiosidad del pueblo personificada, no pudo evitar fijarse en el “bicho” que el forastero le mostró en el mercado. Era un extraño artefacto con patas torcidas y ojos pintados, que emitía un leve chirrido al moverlo. Sin pensarlo mucho, la Capullo lo compró, pensando que sería un amuleto que podría llevarle algo de suerte o, al menos, sorprender a su novio el Farruco.

Pero Cagaprisas le dijo que si quería la pareja de bichos y tener el doble de suerte acudiera a la cuesta los Hitos cuando se hiciese de noche.

Lo que pasó solo lo saben la Capullo y Cagaprisas.

--¡Ay, madre! ¡Mira lo que lo que he comprado!  --le dijo a su madre, la señora Rosa, enseñándole el “bicho” mientras lo hacía girar.

Al segundo mes de los hechos, las vecinas siempre dispuestas a echar una mano, no pudieron ignorar el sufrimiento de la Capullo. Viéndola cada vez más quejumbrosa y desganada, comenzaron a visitarla con caldos y sopas reconstituyentes, como si fuera una recién parida, no faltándole ni una cucharada de consuelo ni un paño húmedo sobre su frente.

Pero entre ellas, las mujeres más veteranas, aquellas que conocían los misterios del cuerpo femenino y sus cambios, empezaron a entrever otra posibilidad. No todas se atrevían a decirlo en voz alta, pero al fin, una tarde la abuela Jacinta, con su sabiduría de años, soltó lo que muchas ya pensaban.

--Esta chiqueta lo que le tiene es lo mismo que tuve yo con mi Engracia cuando estaba de cinco meses.

A ese comentario le siguieron miradas de asombro. Las vecinas intercambiaron gestos de complicidad y, entre susurros, comenzaron a preguntarse si lo de la Capullo, con sus dolencias misteriosas y su estómago hinchado estaría esperando un chiquete. La posibilidad de un embarazo ponía la luz sobre la situación, y aquellas atenciones maternales tomaron un giro distinto.

La noticia corrió rápidamente entre las vecinas, y las visitas a la casa de la señora Rosa y a su hija la Capullo se hicieron más frecuentes. Le llevaban ahora infusiones especiales y consejos susurrados, dejando caer con delicadeza palabras de ánimo. 

La Capullo, sin entender por qué de pronto la rodeaban tantas mujeres, seguía recibiendo con sorpresa tazas de caldo, cada sonrisa nerviosa y guiño que le dedicaban las viejas. Y mientras tanto. Rosa, entre pálida y silenciosa, empezaba a vislumbrar que los cambios en su hija no eran solo de capricho. En su interior, la trasformación era un proceso que nadie en el pueblo dejaba de comentar.

Rosa, al ver que la situación de la hija seguía empeorando, decidió en un inicio de desesperación, llamar al médico del pueblo. Aquel hombre de bata desgastada y gesto siempre serio, llegó con su instrumento y su aire de solemnidad, dispuesto a examinar a la muchacha.

La Capullo, algo reticente, se dejó tocar el abdomen mientras el médico, con cara de desconcierto presionaba aquí y allá. Su expresión fue cambiando de una ceja levantada a una boca torcida, hasta que finalmente apartó la mano, murmurando cosas incompresibles. La niña incomodada por su insistencia, lo miró con mezcla de fastidio y desconfianza. Hasta que de repente, con una fuerza inesperada en ella, lo empujó  hacia la puerta.

--Fuera de mi casa  --le gritó con el rostro encendido y el alma encogida-- ¡No quiero que nadie me toque!

El médico todavía asombrado y sin comprender del todo lo que había sentido bajó los dedos, salió lentamente, pero no sin antes susurrar  a la madre:

--Señora, lo que su hija tiene ahí dentro… no sabría explicarlo. Parece un “bicho” que se retuerce.   

Fue entonces cuando se acordó del “bicho” que le compró a Cagaprisas. Luego pensó en cómo decirle a Farruco que su hija estaba preñada y que la culpa la tenía Cagaprisas por el “bicho” que le vendió.

Ni corta ni perezosa se fue para que el Señor Cura hablase con el Farruco sabedora de que el mozo tenía un genio corto y una inteligencia más corta.

El señor cura ya era conocedor del asunto y cuando se lo propuso ser intermediario entre la pareja para que el Farruco no cometiera ninguna barbaridad.

--Mira, hija, yo en este asunto hago lo que hizo Pilatos.

Pero lo que más le aterraba era lo del Farruco. Conocía a aquel bruto. A su Rosita la mataría apenas pusiese un pie en la calle: ella tendría igual suerte, por ser su madre y no haberla vigilado. Saliendo de la iglesia Entre capillas se cruzó con Felipón y con Bartolo que un día fueron juntos a los culones y a la escuela con don Aurelio. 

--¡Ay, Felipón! ¡Ay, Bartolo! 

Se lo pedía de rodillas que cuando vieran a Farruco, ellos, que fueron amigos, deberían convencerle con sus palabras, hacerle jurar que no las molestaría, que se olvidara de ellas. 

--¡Vamos a ver a ese animal! --dijo Felipón siguiéndole Bartolo.

Lo sacaron del bar de Juan Julian, que estaba en la plaza, y comenzaron a recordarle cuando jugaban en esa plaza, y de cuando le rompieron el cristal del escaparate de la tienda de “Pajarilla” jugando a apedrearse. Sus travesuras juntos le hicieron a Farruco volver a esa niñez juntos de chiquetes. Aquellos recuerdos le hicieron sentirse importante. Y así fue como acabaron por contar rudamente lo ocurrido.

Farruco dudaba, como si no comprendiese bien las palabras. Poco a poco, en su espesa inteligencia, iba abriéndose camino la certidumbre. "¡Rediós, rediós!" Y se daba furiosos rasguñones por debajo de la boina, y se llevaba después las manos a la cintura como si buscase la temible navaja.

Tanto Felipón como Bartolo lo quisieron consolar. Debía olvidar a la Capullo: nada de hacerse el guapo queriendo matarla. Encontraría otras mejores. Aquella mosquita muerta no merecía que un buen mozo como él fuese a presidio. El verdadero culpable era ciertamente aquel Cagaprisas: pero… ¡ella!... ¡Y ella!  ¡Y  la facilidad con que… se descuidaba, no acordándose después!...

Sentados en el banco de la plaza estaban los tres mozos; en el centro, el Farruco. Pasaron mucho rato en penoso silencio, sin otra novedad que los rasguñones del Farruco que se daba en la cabeza y en la faja. De pronto los sorprendió con un bramido de su voz, hablado en tono fuerte para darle más firmeza a sus palabras y solemnidad.

--¿Queréis que os diga una cosa?... ¿Queréis que os diga una cosa?

Se les quedó mirando a Felipón y Bartolo de aquella forma tan especial que no necesitaba mover la cabeza ni cambiar la mirada pues a los dos amigos los miraba de la misma forma por aquello que era bizco. Como si fuese a caer sobre ellos su venganza y furia. Adivinaba que su torpe pensamiento acababa de adoptar una resolución firmísima… ¿Qué cosa era aquello? Podía hablar:

--Pues os digo --articuló con lentitud, como si fueran enemigos a los que deseaba confundir– les dijo…-que ahora la quiero más.

En su asombro, no sabiendo qué contestar los dos amigos, Felipón y Bartolo le dieron la mano. Al famoso mozo Farruco.


(CHASCARRILLO)

 Bicho  como aquel

ya nunca más los hubo.

El lugar vio crecer a la hija,

de la Capullo y del Farruco.


Es, a menudo, más conveniente

disimular que vengarse.


SENECA

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