Portada de libro
Seis años acaba de hacer (¡ya!) de la publicación de este estudio mío sobre nuestro folclore infantil de Las Pedroñeras, el cual, a mi entender, merecía un libro. ¡Y vaya que si lo merecía! ¡Como que al final el librito sobrepasó las 500 páginas. No es culpa mía, sino de la riqueza que encontré en este pueblo referente a todo aquello que tenía que ver con los niños: canciones, juegos, adivinanzas, cuentos y chascarrillos, oraciones, nanas, retahílas... Un sin fin de material que fue llenando mis cuartillas de investigador siempre en ciernes cuando, en realidad, me estaba dedicando a la recopilación del cancionero y romancero tradicional que se había dado en Pedroñeras (que dio también lugar a un voluminoso libro en dos tomos). Por aquí tenéis la entrada que dediqué a hablar de lo que contenía en general, cuando el libro sobre el folclore de los niños salió.
Hoy lo estaba hojeándolo y me daba cuenta de lo importante que fue esta labor: tener todo ese material, que andaba ya cayendo en el olvido, en una publicación. ¿No os parece interesante? Los juegos que practicábamos de pequeños, y aquellos con los que nuestros padres y abuelos se entretenían en ese tiempo libre de la infancia. Las canciones de comba y corro de las niñas, o aquellas para las que se formaban dos filas y una niña iba cantado de un lado a otro por el interior de ese singular pasillo. Las canciones botando la pelota o, en fin, otras que se entonaban en cualquier circunstancia. Sin olvidar los jueguecillos y tonadas empleadas con los niños pequeños. Trabalenguas, suertes, picardías rimadas, adivinanzas, etc. Todo anda ahí junto en este bello libro, lleno de palabras, de música y de recuerdos.
Las dos primeras de las rethílas con las que nos topamos en el apartado correspondiente son las dedicadas al caracol. Yo mismo me recuerdo entonándolas de pequeño cuando veíamos un caracol para intentar conseguir que el indefenso animalillo extendiese sus cuernos hacia nosotros. No puedo olvidar que también había niños malvados que les pegaban un pisotón y ahí que se quedaba el pobrecillo despachurrado en el suelo, revuelto entre los cascotes de su casa. Yo, como mucho, recuerdo darles con el dedo en la punta de los cuernos, que suponía, claro está, como meterles un dedo en el ojo de manera que el caracol retraía el cuerno al instante (supongo que tampoco le haría mucha gracia).
Una de estas retahílas o cancioncillas decía así:
Caracol, col, col,
saca los cuernos al sol
y verás a tu señor
con el libro en la mano
dando lección.
Es una letrilla muy extendida con distintas variantes, no solo a lo largo y ancho de nuestro territorio nacional, sino también con muchos antecedentes en la historia literaria escrita, pues ya Gonzalo de Correas en su Vocabulario de refranes (del año 1627) se refiere a sus dos primeros versos con una explicación a propósito (la tenéis en mi libro en una nota a pie de página). Pero también la estudiosa de nuestra lírica tradicional, Margit Frenk, registra esta y otras similares que anduvieron de boca en boca entre la chiquillería desde la Edad Media.
Otra que registré en nuestro Lugar decía así:
Caracol, caracol,
saca los cuernos al sol,
que tu padre y tu madre
también los sacó.
No está gramaticalmente muy bien construida, pero así se recitaba y así la copio. Cuando habla el pueblo lo hace como quiere, pues su intención es solo comunicarse y utiliza la lengua como la ha aprendido. Cuando canta, aplica el mismo modus operandi. ¿Me has entendío? (dicen), no sin falta de razón.
También de esta segunda retahíla hay reminiscencias que os expongo en otra nota aclaratoria.
En fin, como ocurre con todos estos libros míos que beben en lo oral, seguramente parte del material escaparía a mis propósitos recopilatorios. Para eso estáis los lectores, para ampliar el repertorio y rellenar esos huecos. Así lo espero. ¿Les cantabais también vosotros a los caracoles? ¿Es algo que intentáis inculcarle a vuestros hijos y a las nuevas generaciones? Era también una forma de emparentarnos con la naturaleza en esas conversaciones imposibles. Era también, en definitiva, si bien se mira, una manera de amar aquello con lo que convivimos.
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