El alambique, calderines y bodega de Isidoro Pacheco, de Las Pedroñeras | Las Pedroñeras

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sábado, 22 de abril de 2017

El alambique, calderines y bodega de Isidoro Pacheco, de Las Pedroñeras

Jacinto Pacheco Ruiz  (padre del redactor de estas líneas) en el alambique de anís 
(año 1948)


Por Antonio Pacheco Arroyo


Ya os hablé en un artículo anterior del comercio que abrió mi abuelo Isidoro Pacheco en la calle Montejano de Las Pedroñeras. Con este segundo artículo, concluiré contándoos otros negocios familiares, como lo fueron el alambique, los calderines y la bodega. Son historia de nuestro pueblo y quizá a más de uno le traiga algunos recuerdos; solo por eso valdrá la pena el intento de trasladar mis conocimientos sobre estos aspectos de nuestro devenir histórico.

El alambique

En la calle del Charco, en un corral muy extenso, con prácticamente el doble en extensión de lo que ofrezco en las fotografías de abajo, se amontonaban dos tipos de material: uno, el orujo proveniente de las bodegas propias de la familia o comprado de otras existentes en el pueblo o de pueblos del contorno; y otro, los montones más pequeños de los restos de las destilaciones. Los primeros, y en plena temporada, se elevaban a mucha altura por medio de una cinta mecánica. Luego, por medio de espuertas o capachos, los empleados lo acercaban al alambique, llenaban el depósito y, al calentarlo a grandes temperaturas, los vapores resultantes se convertían en alcohol de poca graduación.


Parte de la fachada del edificio del alambique o calderines


Parte del corral (ahora en ruina) donde estaba instalado el alambique


Esto estaba en un habitáculo no muy grande frente a las portadas de entrada. Detrás y comunicado con este espacio estaba el almacén donde guardaban los recipientes con alcohol preparados para la venta.



He encontrado por la red un dibujo de un alambique industrial con todas sus partes (abajo tenéis la imagen). Decir que se hacían de cobre por ser este metal un gran conductor del calor, aunque yo no veía cobre por ninguna parte, ya que se ennegrecía la caldera por el mismo fuego, y los demás elementos por el humo que se escapaba, por eso yo siempre lo recuerdo en esos tonos grises tirando al negro.





Recuerdo cómo ya entrando el invierno, los empleados se calentaban y tostaban castañas colocándolas encima del calderín. Para el traslado del orujo, empleaban un camión de pequeño tonelaje, no más de cuatro o cinco mil kilos, de la marca Ebro, conducido por el primo Fernando, que era el encargado de todos los asuntos, pues mi tío era el que hacía los negocios, o sea, el comercial de hoy día. 

Según me informó mi hermana, este espacio, que desde los años 70 no funcionaba, lo vendió mi tío unos años antes de su muerte, pues desde que se hizo exportador de ajos se apartó del negocio con el alcohol. 


Las bodegas

Bodega de la calle Becerra. Estaba pared con pared con los Calderines a los que le suministraban el orujo producido por esta bodega para la extracción de alcohol.


Las bodegas eran dos. La de la calle Becerra, era más pequeña, unas 28 tinajas y la de la carretera, algo mayor, pues creo que llegaba a las 50 tinajas.

De la primera, recuerdo su entrada por unas portadas grandes y verdes. Esta entrada daba paso a un patio empedrado, no adoquinado, bastante amplio pues podía dar la vuelta un tractor con su remolque. En el fondo de este patio estaba la entrada a la nave que albergaba la bodega. También había unas portadas más pequeñas tras las cuales había una bajada en rampa donde se encontraban la bomba y sus distintos tipos de mangueras (recuerdo su color rojo y los nervios de hilo que reforzaban la goma de que estaban hechas). A la derecha de esa rampa, había una escalera ancha de madera que subía a las bocas de las tinajas. Toda una estructura de madera que facilitaba el llenado del mosto cambiando la manguera de tinaja en tinaja. Era peligroso para un niño subir por allí, pues,  si no caías al vacío, podías caer al interior de alguna tinaja, ya que apenas había barandilla, pero yo iba como un perrito detrás de mi padre. Al verme allí arriba, me explicaba el proceso que seguía la uva para convertirse en vino.

En la parte izquierda del patio, se encontraban dos naves: la primera era un pozo donde se depositaba el orujo una vez prensada la uva, y la segunda contenía las prensas. Estas eran de madera, reforzadas por unos aros de hierro. Tenía una parte que se abrían como unas puertecitas, para sacar el orujo. Todo se hacía a mano entre tres o cuatro personas, nunca vi presencia animal como sucede en norias o molinos de harina.

Al prensado seguía un tratamiento para controlar el paso de mosto a vino o bien del azúcar a alcohol. Una vez tenían todo controlado, se almacenaba en las tinajas y aquí el proceso era ya más fácil. Por el cuello de las tinajas, cada cierto tiempo, había que retirar los elementos que quedaban en suspensión. Tenían unas largas varas para remover y unos cazos para retirar esos productos que se formaban como burbujas de jabón. Todas las tinajas tenían, entre el medio metro y el metro de la base, un agujero con un tapón que servía para vaciar mediante las mangueras correspondientes el caldo y evitar los vapores tóxicos que se pudieran formar con los posos que se depositaban en la parte baja de cada tinaja. Cada temporada había que retirar y limpiar todas y cada una de las tinajas. Lo mismo pasaba con el pozo de orujo donde iba todo el prensado. Se retiraba y había que tener mucho cuidado al limpiarlo, pues si no se hacía rápidamente se formaba un gas (metano) que quedaba en la parte baja del pozo y era letal si se respiraba. No lo puedo asegurar pero creo que hubo un muerto en este pozo. 


Bodega de la carretera (interior)

Este orujo iba a los calderines y el mismo proceso se hacía en la bodega de la carretera. Allí fue donde más vi trabajar al primo Fernando con el camión, retirando orujo y acarreando vino. Y aquí fue donde durante unos años mi tío Isidoro compró la maquinaria necesaria para embotellar pues siempre se había vendido el vino de estas dos bodegas a granel. Esta bodega, como curiosidad, tenía y tiene una pequeña piscina para uso y disfrute de sus dos hijas y amigas. Chicos no permitía su padre que se bañara ninguno, ni siquiera nosotros que éramos sus sobrinos. Cuando se hizo la piscina del Coso, se modernizaron, acudían allí y la de esta bodega cayó en desuso.


La bodega de la carretera (interior).
A la izquierda estaba el pozo donde llenaban de orujo. Al frente lo que fue bodega que funcionó hasta los años 80. Parte de las últimas botellas embotelladas, pero sin etiquetado, me fueron regaladas. Luego se dedicó a la exportación de ajos formando sociedad con Celestino Gómez y otro del que no recuerdo su nombre.

Buscando algo parecido a lo que recuerdo haber vivido en Pedroñeras , hay un artículo en la red, de una bodega de los años 60 de la localidad de Chinchón que se parece mucho a los recuerdos que tengo en mi retina: http://cuevasdelvino.com/?page_id=2



El almacén de ajos


Almacén de ajos adosado a la bodega


En los años 70, con el boom del ajo, se reconvirtió todo en almacén y zona de cortado, se amplió con otra nave paralela a la bodega, vendió el camión, que era pequeño para estos menesteres, y ya eran los tráiler los que se ocupaban del transporte hasta el puerto de Valencia o de Cartagena. 



La fábrica de anís

Vivienda en que estaba emplazada la fábrica de anís 
(actual casa de Luis Pacheco)

Por último, no recuerdo haber visto nunca fotografías del exterior de la fábrica de anís. Recuerdo que tenía la fachada de cemento, escaso en aquella época en que la mayoría eran blancas por la cal que se le echaba. Las puertas eran de madera, con dos hojas y pintadas de beige. Un patio interior completamente cuadrado. En uno de los lados estaba el pasillo y los otros tres lados eran las habitaciones donde estaba el alambique para hacer el anís, la embotelladora, que era manual, el almacenaje de las botellas y cajas. El corral era grande, pero lo recuerdo totalmente vacío. La entrada principal daba a la carretera y luego había unas portadas que daban a la calle perpendicular a esta.


Azulejos que formaban parte de la fachada de la fábrica del Anis Pacheco. Hoy día forman parte de una casa deshabitada desde hace 18 años, de ahí su aspecto.


Etiqueta de las botellas de Anís Pacheco.

Jacinto Pacheco y Araceli Arroyo recién casados en La Alberca. 
Ella lleva como ofrecimiento a la Santa Cruz una botella de Anís Pacheco.



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Para saber más:

Un alambique consta básicamente de las siguientes partes:

A) Caldera
B) Cúpula
C) Tubo metálico
D) Serpentín
E) Condensador
F) Receptor

¿Cómo funciona?

En la caldera se introduce la mezcla de agua y el producto que se va a destilar (el orujo procedente de la uva). Posteriormente se tapa con la cúpula y se calienta al fuego. El agua caliente se evapora por el calor y arrastra consigo el alcohol. Ambos discurren a través del tubo metálico y llegan al serpentín, que es un tubo en espiral más estrecho situado dentro del condensador. El condensador es un recipiente en el que hay agua corriente. Como en los años 60 aún no había agua corriente en el pueblo, se lo ingeniaban con dos depósitos de agua, uno fuera del habitáculo donde estaba el alambique y que contenía el agua que se enviaba al serpentín y otro depósito con el agua que ya había realizado su función de refrigeración. Luego con una bomba como las del vino, se enviaba el agua de este depósito al primero. A la entrada del recinto también había un pozo, bastante profundo, con un cubo y su garrucha para sacar el agua, que apenas se utilizaba, pues también esta se extraía, mediante mangueras y bombas. Cuando se calentaba toda la mezcla, el vapor de agua y el alcohol que están dentro del serpentín se condensan por el frío y caen en el recipiente receptor. De aquí se introducían en grandes garrafas de cristal para luego comercializarlo o bien dar otra nueva destilación y añadiendo la esencia correspondiente obtener el anís Si se quiere obtener alcohol más puro en otro alambique más pequeño se vuelve a destilar. 


Yo he sido maestro de ciencias y matemáticas, así que a lo largo de mi profesión he puesto en marcha tres laboratorios en otros tantos colegios y desde el año 1977, una de mis clases que más triunfaba era cuando, montando yo el alambique en el laboratorio, les llevaba una botella de vino y lo destilaba extrayendo el alcohol. Luego, para que los niños vieran que no era agua y que no los engañaba, en un pequeño vaso de precipitados echaba una pequeña cantidad y le prendía fuego. Durante unos instantes apreciaban la llama, que para ellos era como magia. Así les concienciaba para prevenirles de las bebidas alcohólicas. Como veis, amigos, no ha desaparecido el interés por los destilados.


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