por Fabián Castillo Molina
El rodaje de El Cid en Belmonte
La influencia que había ejercido en mi afición al cine ser testigo directo de una mínima parte del rodaje de El Cid, en Belmonte, es indudable. Estaba con mi hermano mayor en una parte alta del pueblo desde donde se veía claramente aunque algo alejado, todo el movimiento y preparativos del torneo, una de las secuencias más memorables de esta película, con el impresionante castillo presidiendo el choque de caballos y lanzas y la lucha a espada entre el protagonista y su oponente. Charlton Heston era la máxima estrella de la pantalla por entonces, y de él había visto Ben Hur y Los diez mandamientos, películas de las que tenía el álbum de cromos que venían dentro de las tabletas de Chocolates Nieto y que los chiquetes intercambiábamos en los recreos de la escuela.
El ambiente en el pueblo era festivo y los lunes, día de mercado, de un movimiento constante desde la plaza hacia el castillo y viceversa. Muchos de los que tenían puesto, mi padre uno de ellos, lo dejaban y se iban a ganar sueldo seguro trabajando de extras, aunque fuera de aguadores con los botijos para que bebieran los integrantes de tan numeroso público testigo del torneo que se rodaba.
Un segundo disfrute con el cine
Por añadidura, el cine tenía un aliciente más para mí en los descansos, para muestra traigo aquí una muestra de unas líneas escritas en su momento para otra ocasión, alejándome un poco del momento:
"En el descanso, bajó las escaleras hasta la portezuela baja del camarón que había justo debajo, en el pasillo que daba paso al gallinero. La portezuela no tenía cerradura siempre la dejaban entornada, sin cerrarla. Empujó, y la pequeña puerta achaflanada cedió chirriando levemente. Estaba oscuro, pero la escasa luz que entraba a través de la puerta entreabierta le permitía vislumbrar lo que buscaba. Se adentró como otras veces, y pronto, agachándose, distinguió y fue cogiendo los trozos de película desechados por el operador, que para él eran verdaderas reliquias. Esta vez se llenó los bolsillos de recortes; algunos eran tiras enroscadas con más de siete fotogramas. Sus amigos mientras tanto le cubrían la retirada también un tanto inquietos, casi cegando con sus cuerpos menudos el hueco de la puerta entreabierta.
Cuando escucharon el timbre que anunciaba el comienzo de la segunda parte corrieron todos nuevamente a ocupar su banco de madera. Volvió el silencio y el gran haz luminoso. Al salir a la calle hablaron de la película que acababan de ver y sobre todo de cuando a Cristo se le desclavaba la mano para recoger el pan que le ofrecía tan dulcemente Marcelino. Pero lo mejor venía luego, recortando los trozos de celuloide recogidos del camarón oscuro. Descubriendo quién había allí en cada fotograma, mirando a contraluz, a través del cristal de aumento del visor de plástico que le había traído de Madrid su tía Encarna. Esta vez tuvo más suerte que otras. Tenía un recorte de Marilyn Monroe, de la película que habían echado hacía poco y era para mayores. No había duda, estaba ella y Clark Cable y los caballos salvajes que vio en las carteleras. Pensó que enseñando en la escuela esa cinta seguro que conseguiría muchos cromos".
©Fabián Castillo Molina
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