por Fabián Castillo Molina
(a partir de la información de ACR)
No olvido los tomates de aquella
vendimia. Debió de ser a finales de
septiembre o primeros de octubre de
1964. Mis padres y mis hermanos estaban en plena faena de recolección de la
uva. Yo era la única que todavía iba a la escuela, tenía 13 años y a todos les
parecía bien que siguiera aprendiendo. A pesar de que era frecuente por
entonces que sacaran a los chicos de la escuela antes de esa edad, a las chicas
nos dejaban algún tiempo más. Estaban cayendo las primeras nieblas del otoño y
por la mañana las pámpanas tenían mucha agua. Una noche, mientras cenábamos en
familia, mi padre dijo: “Había que ir a recoger los tomates. Si
no se recogen pronto, se van a echar
a perder. No va a quedar uno”. Y añadió: “¿Tú, Ana, te atreverías a ir a recogerlos, con el carro y la mula? Ya sabes
cómo estamos de tarea con la vendimia”.
Me quedé un poco sin saber qué responder.
Mis hermanos miraban y esperaban
atentos. Ocurrió como una de estas veces que piensas muy rápido y te ayuda
saber que no tienes miedo (y si lo tienes debes aguantártelo), ya que te das
cuenta de que todos están trabajando
y tú sigues en la escuela. No podía negarme. No podía decepcionar las
esperanzas y la fe que mi padre ponía en mí. Respondí: “claro que me atrevo,
padre. Si me preparan el carro y la Princesa y los capachos… cuando usté diga, voy”. Así fue cómo, al día siguiente,
mi padre unció la Princesa al carro de varas, me prepararon dos capachos
de pleita y una espuertecilla y volvió a recordarme dónde estaba el tomatar, en
la tierra de La Puentecilla. Yo conocía la tierra porque había ido con él allí
muchas veces. Volvió a advertirme que tuviera mucho cuidado al cruzar la
carretera, que mirara muy bien para los dos laos y que fuera tranquila, que la
mula era muy buena y no se espantaba.
Subí
en el carro, cogí los ramales y dije “¡Arre
Princesa!”, y el animal se puso en
marcha. Mi corazón latía tan rápido que recuerdo cómo oía los latidos. Era la
primera vez que emprendía un viaje, con caballería y carro, y yo como única
responsable y con una misión que
cumplir. Atravesé la calle del cementerio y un gato negro cruzó de esquina a
esquina como un relámpago. Pronto rebasé las últimas casas, crucé la vaguada
llena de cardos secos y hierbajos, vi allá a mi derecha las tapias blancas del
cementerio viejo, los oscuros y altos cipreses y, llegué al cruce con la
carretera. Recordé la advertencia principal de mi padre.
Miré y comprobé que
por la curva de Los Viveros venía un camión y paré la mula un poco antes del
alquitrán. Pasó el camión en dirección al Pedernoso, dejando un olor a gasoil y un chorro de humo como el de los
aviones y el ruido puso las orejas de punta a la mula. Miré una y otra vez a un
lado y otro y me aseguré de que no
venía nadie más. De nuevo nombré al animal y recuerdo cómo las llantas de
hierro sonaban de manera distinta sobre el asfalto de la carretera. Cuando la
hube rebasado, sentí un gran alivio,
parecía que el primer peligro lo había salvado sin problemas. Después, durante
un trecho corto fui por la carretera de Las Mesas y entré en el camino de Las
Huertas, que bordeaba el cementerio nuevo y los cipreses todavía pequeños de la
puerta, rebasé las nogueras de Pelayo que destacaban sobre el color verde
pajizo de las viñas.
Las lindes eran altas y el camino hondo. Hacía un día
fresco y una brisa suave refrescaba la cara.
Aunque el día era oscuro, no
amenazaba lluvia. Pasé la huerta de Juan Manuel y las higueras que casi cubrían
la casa; un poco más adelante la
huerta El Quico, y después de un cerrete, donde el camino describía una curva,
bajando un vallejo suave, avisté una cuadrilla de vendimiadores en su tarea. Cuando pasé frente a ellos, una pareja llevaba la espuerta
colmada de uva hacia el remolque situado entre dos bancos y vi cómo pisaban
fuerte y sus abarcas se hundían en la tierra. Los brazos tensos sujetaban las
asas.
Al dejar la espuerta, vi cómo me saludaban agitando la mano, aunque, la
verdad, no conocí a ninguno de los dos, o al menos no recuerdo quienes eran. Me
di cuenta que las pámpanas estaban mojadas. Sentía mi responsabilidad, pero ya
iba contenta porque todo marchaba bien. Me preocupaba ser capaz de cumplir la
misión como lo hacían mis hermanos Manuel y Faustino, y también mis hermanas, y pensaba que así debía ser. No tenía
por qué ser de otra manera. Bajando ya hacia lo que parecía vega, crucé la huerta de Villalba que tenía
junto a la balsa unos cerezos a los que se le había caído mucha hoja; divisé
una gran extensión verde suave,
salpicada de chopos y algunas moreras
bordeando numerosas lindes cubiertas de carrizo y lastón que delimitaban las
pequeñas parcelas. El día seguía gris y no asomaba el sol. Crucé el cerrojo de
la Tobosilla y la suave corriente de agua transparente me produjo una sensación
de serenidad. Recordé que en primavera casi siempre,
como llovía mucho, no podía labrarse con la mula
y había que cavarlo todo con la mocha. La vega se veía sembrada
de habichuelas, de patatares, pepinos, melonares y ¡tomates!: esa era la causa de mi aventura. La
tierra era de Zapata, mi padre la tenía arrendada desde hacía años; era nuestra huerta. Por fin llegué al
carril que conducía a nuestros tomates y lo tomé; la hierba verdiseca del
centro, el ballico y las tamarillas pegaban en la panza de la Princesa, pero ella seguía adelante sin
inmutarse. El otro carril un poco más ancho que veía a lo lejos debía de ser el carril del Vadillo. Muy pronto,
encontré el pequeño calvero, justo al lado de un olmo medio seco, en el pico
donde mi padre siempre ponía el hato.
“¡Sooo!”, dije, y la mula se detuvo. Eché la espuertecilla al suelo, me bajé
del carro y amarré los ramales al tronco del árbol sin desuncir la mula. Desde
allí se veía la casa de la huerta de los Cavavegas. Se oían a lo lejos ladridos
de perros dentro del silencio de la mañana. Sentí una sensación de seguridad y
desaparecieron los temores. “Si he llegado bien hasta aquí, ¿por qué no va a
terminar todo bien?”, pensé.
Sin
pérdida de tiempo, comprobé la
extensión que cubrían las matas de tomates y su aspecto. La mayoría de ellas
estaban ya muy bajas, medio secas, pero todavía destacaban algunas más verdes, y también yerbajos silvestres se
habían abierto paso y destacaban desde que nadie venía a coger los tomates. Sin
pensarlo más, comencé a recoger el
resto de la cosecha. Había que recogerlos todos, menos los que estuvieran ya
muy tocaos. Primero empecé por
recoger los más verdes y los entreveraos,
para que fueran en el fondo del capacho. Las matas estaban todavía llenas de
rocío y pronto se me fueron mojando las mangas y el pantalón, y se me fueron
enfriando las manos y los pies, pero salía al carril, pisoteaba fuerte y me
azotaba el cuerpo con los brazos sueltos y cruzados como me habían advertido y
había hecho en otras ocasiones cuando algún día había ido a sarmentar el
invierno pasado. Así entraba en calor sin echar lumbre.
Al ir cogiendo los
tomates, un olor intenso y propio de
las matas me llegaba agradablemente como un perfume. Llené pronto la primera
espuertecilla, la llevé al carro, la dejé sobre los tableros de la plataforma,
subí y la vacié con cuidado en el capacho, tal como me había indicado mi padre.
Después, vuelta a bajar, y así fui repitiendo la acción hasta
acabar con esa primera ronda con la que llegué hasta la mitad de los dos
capachos. Luego continué con el resto. Con los coloraos, que eran menos, pero
que también llenaron unas cuantas espuertas, hasta que les di fin. Y así
transcurrió una buena parte de la mañana. No sabía qué hora era y el sol oculto
tampoco me ayudaba a orientarme, pero debía de ir acercándose el mediodía por
el cosquilleo que notaba en el estómago, pensé. Las matas me había dicho mi
padre que no las arrancara. Ya vendrían mis hermanos cuando acabara la vendimia
y las arrancarían y les pegarían fuego en un montón. La Princesa estuvo
tranquila y quieta durante todo el tiempo que duró mi trabajo, aunque, cada vez que subía al carro por
detrás para vaciar la espuerta, se
movían un poco las lanzas hacia arriba y la barriguera le oprimía la panza un
poco, para eso estaba.
Desaté los ramales del olmo, volví a nombrar a
la mula y a decir “¡Arree Princesa!”,
dimos la vuelta y enfilamos el estrecho carril. Ahora los tiros iban más tensos y se veía que el animal hincaba
los cascos en la tierra y echaba el cuerpo hacia adelante para vencer el peso
de la carga. Giró el carro al llegar al camino y emprendimos el regreso. Iba
pensando y dándome cuenta de que no
había cantado en toda la mañana, con lo que me gustaba a mí cantar cuando
estaba en mis faenas de limpieza de la casa, muchas veces al volver de la
escuela o cuando le ayudaba a mi madre los sábados y algunos domingos por la
mañana.
Nada más
remontar el cerrete, vi cómo la mula
levantaba las orejas como antenas, y
empecé a ver una columna de humo junto al camino, allá a lo lejos. Seguimos
avanzando, y a medida que nos
acercábamos, la humareda se veía más
grande, y el humo, algunas veces
blanco, luego se tornaba más negro y formaba una especie de espiral, y las orejas de la mula se ponían más
de punta.
Ya empecé a distinguir al hombre que estaba recogiendo los hierbajos
secos de la tierra y pegándoles fuego sobre la linde alta pegada al camino. Al
aproximarnos, la mula se paró. Ya no
solo el humo formaba una cortina que cegaba el camino, sino que además las
llamas se veían amenazadoras allí en lo alto. Pensé: “¿Y ahora qué hago yo? ¿Le
pido ayuda al hombre?” Volví a decir “¡Aaarre, princesaaa!” pero no me salía la voz
del cuerpo y la mula ni caso. Me bajé y cogí a la Princesa del ramal para
quitarle el miedo. Tiré de ella y le hablé para tranquilizarla. En un primer
momento me siguió, pero ante la densa humareda volvió a pararse sin haber
avanzado cuatro pasos. Me puse algo nerviosa, la verdad, y al tirar de nuevo
del ramal con más fuerza y hablarle más alto, ella, en lugar de avanzar,
empezó a sajar y de nada servía que
yo tirara del ramal. Siguió reculando,
sajando, el carro empezó a girar, la
llanta de hierro quería remontar el lindazo... sigo tirando del ronzal, veo la
cabeza gigante de la mula y sus ojos grandes espantados, el carro pierde el
equilibrio, la mula no puedo sujetarla, veo que los capachos se vuelcan sobre
los varales y ¡abajo!, carro volcao,
todos los tomates rodando por el camino... y el animal se queda semiencojido
entre los zajaores, tiros y lanzas rozándole las patas, pero no se mueve. “Yo
sí estoy asustada de verdad, tiemblo, tampoco me muevo. Todo lo veo negro entre
los tomates rojos y verdes extendidos sobre la tierra y la ceniza. Todos los
temores se han cumplido. Ahora sí que voy a quedar como una inútil”, pienso.
¿Cuántos
segundos duran los pensamientos que dejan marcado en la memoria de manera tan
firme lo que vivimos? Es como un sueño, pero no. Aquello no era un sueño, era
la cruda realidad.
Abro los
ojos aunque no los tengo cerrados. “Tranquila, chica, no te asustes”, escucho
decir al hombre de la fogata y lo veo a mi lado. Mueve un poco la
posición de la mula, me dice que la sujete del ramal, se va hacia la parte del
carro más pegada al suelo y no sé cómo, con un fuerte berrido y un gran
esfuerzo él lo desvuelca y la mula recobra su posición normal.
Todo parece que ha vuelto a la normalidad y noto un gran alivio. “Tú,
tranquila, chica. Venga, vamos a recoger los tomates; no te apures, que esto lo
vamos a arreglar en un momento”. Los
capachos no se han vaciado por completo, coge la espuertecilla y, con una
rapidez que no entiendo, se va llenando de los tomates recogidos del suelo y
vaciando en los capachos, volviendo a llenarse y a vaciarse hasta que el camino
está limpio. No ha pasado nadie mientras todo esto sucede. El miedo, sí. El
humo casi ha desaparecido.
José "Potaje" que era
el hombre, cogió y guió a la Princesa hasta rebasar la fogata y hasta donde ya
se veía todo claro. “Hala, tú ahora sube al carro, sigue tranquila y no tengas
ningún miedo”. En todo ese tiempo no recuerdo haber dicho ni una palabra. Ensimismada,
pensando qué haría ahora con los tomates llenos de ceniza y tierra, continué camino. “¿Qué me dirían
cuando vieran el resultado de mi trabajo?”, pensaba yo. “¿No vales na más que pa la escuela? ¿Es que no te se puede mandar na?” Y a mis amigas y
compañeras de escuela y a la maestras, ¿qué les diría? Continué así hasta
rebasar el cementerio nuevo y desembocar en la carretera blanca de Las Mesas,
no venía nadie; seguí hasta el cruce con el desvíe, paré la mula y miré bien a
un lado y otro. Tampoco se acercaba coche ni camión alguno. Crucé la carretera
negra y pronto llegué a casa, abrí las portás,
pasé el carro y la mula al patio y volví a cerrarlas.
El pueblo parecía
desierto. No me encontré con ninguna vecina. Desuncí como había visto que hacía
siempre mi padre y mis hermanos, la pasé a la cuadra y, mientras hacía estas tareas,
me di cuenta de que lo mejor sería
lavar los tomates en el patio, preparé un par de cubos de agua y los fui repasando
uno a uno dejándolos brillantes, después los fui colocando en espuertas limpios
en la cocinilla. Una vez que terminé todas estas tareas, caí en la cuenta de que no había comido, ni tenía hambre. Todo
parecía estar tan en orden que pensé callarme. Pensé que lo mejor quizá sería
no contar nada de lo ocurrido. A lo mejor ni se daban cuenta.
Y así
debió de ser porque vinieron todos del campo, vieron el carro, los tomates, la
mula en la cuadra, alabaron mi trabajo y todo siguió su curso.
Pasado
un tiempo, a mi madre la escuché
decir: “Yo no sé qué le pasa este
año a los tomates que se están estropeando mucho antes que otros años”, pero nada más.
No puedo
recordar cuántos años después, en qué momento, empecé a romper el silencio y a quitarme de encima este secreto.
Han pasado ya cuarenta y siete, sin embargo parece que fue ayer, cuando ocurrió
lo de aquellos tomates de la vendimia.
©Fabián Castillo Molina
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