Los tomates de la vendimia del 64 - Cuento de Fabián Castillo | Las Pedroñeras

domingo, 27 de enero de 2013

Los tomates de la vendimia del 64 - Cuento de Fabián Castillo



por Fabián Castillo Molina
(a partir de la información de ACR)

No olvido los tomates de aquella vendimia. Debió de ser a finales de septiembre o primeros de octubre de 1964. Mis padres y mis hermanos estaban en plena faena de recolección de la uva. Yo era la única que todavía iba a la escuela, tenía 13 años y a todos les parecía bien que siguiera aprendiendo. A pesar de que era frecuente por entonces que sacaran a los chicos de la escuela antes de esa edad, a las chicas nos dejaban algún tiempo más. Estaban cayendo las primeras nieblas del otoño y por la mañana las pámpanas tenían mucha agua. Una noche, mientras cenábamos en familia, mi padre dijo: Había que ir a recoger los tomates. Si no se recogen pronto, se van a echar a perder. No va a quedar uno”. Y añadió: “¿Tú, Ana, te atreverías a ir a recogerlos, con el carro y la mula? Ya sabes cómo estamos de tarea con la vendimia. Me quedé un poco sin saber qué responder. 



Mis hermanos miraban y esperaban atentos. Ocurrió como una de estas veces que piensas muy rápido y te ayuda saber que no tienes miedo (y si lo tienes debes aguantártelo), ya que te das cuenta de que todos están trabajando y tú sigues en la escuela. No podía negarme. No podía decepcionar las esperanzas y la fe que mi padre ponía en mí. Respondí: claro que me atrevo, padre. Si me preparan el carro y la Princesa y los capachos… cuando usté diga, voy.  Así fue cómo, al día siguiente,  mi padre unció la Princesa al carro de varas, me prepararon dos capachos de pleita y una espuertecilla y volvió a recordarme dónde estaba el tomatar, en la tierra de La Puentecilla. Yo conocía la tierra porque había ido con él allí muchas veces. Volvió a advertirme que tuviera mucho cuidado al cruzar la carretera, que mirara muy bien para los dos laos y que fuera tranquila, que la mula era muy buena y no se espantaba.


Subí en el carro, cogí los ramales y dije ¡Arre Princesa!”, y el animal se puso en marcha. Mi corazón latía tan rápido que recuerdo cómo oía los latidos. Era la primera vez que emprendía un viaje, con caballería y carro, y yo como única responsable  y con una misión que cumplir. Atravesé la calle del cementerio y un gato negro cruzó de esquina a esquina como un relámpago. Pronto rebasé las últimas casas, crucé la vaguada llena de cardos secos y hierbajos, vi allá a mi derecha las tapias blancas del cementerio viejo, los oscuros y altos cipreses y, llegué al cruce con la carretera. Recordé la advertencia principal de mi padre.



Miré y comprobé que por la curva de Los Viveros venía un camión y paré la mula un poco antes del alquitrán. Pasó el camión en dirección al Pedernoso, dejando un olor a gasoil y un chorro de humo como el de los aviones y el ruido puso las orejas de punta a la mula. Miré una y otra vez a un lado y otro y me aseguré de que no venía nadie más. De nuevo nombré al animal y recuerdo cómo las llantas de hierro sonaban de manera distinta sobre el asfalto de la carretera. Cuando la hube rebasado, sentí un gran alivio, parecía que el primer peligro lo había salvado sin problemas. Después, durante un trecho corto fui por la carretera de Las Mesas y entré en el camino de Las Huertas, que bordeaba el cementerio nuevo y los cipreses todavía pequeños de la puerta, rebasé las nogueras de Pelayo que destacaban sobre el color verde pajizo de las viñas. 



Las lindes eran altas y el camino hondo. Hacía un día fresco y una brisa suave refrescaba la cara. Aunque el día era oscuro, no amenazaba lluvia. Pasé la huerta de Juan Manuel y las higueras que casi cubrían la casa; un poco más adelante la huerta El Quico, y después de un cerrete, donde el camino describía una curva, bajando un vallejo suave, avisté una cuadrilla de vendimiadores en su tarea. Cuando pasé frente a ellos, una pareja llevaba la espuerta colmada de uva hacia el remolque situado entre dos bancos y vi cómo pisaban fuerte y sus abarcas se hundían en la tierra. Los brazos tensos sujetaban las asas. 



Al dejar la espuerta, vi cómo me saludaban agitando la mano, aunque, la verdad, no conocí a ninguno de los dos, o al menos no recuerdo quienes eran. Me di cuenta que las pámpanas estaban mojadas. Sentía mi responsabilidad, pero ya iba contenta porque todo marchaba bien. Me preocupaba ser capaz de cumplir la misión como lo hacían mis hermanos Manuel y Faustino, y también mis hermanas, y pensaba que así debía ser. No tenía por qué ser de otra manera. Bajando ya hacia lo que parecía vega, crucé la huerta de Villalba que tenía junto a la balsa unos cerezos a los que se le había caído mucha hoja; divisé una gran extensión verde suave, salpicada de chopos y  algunas moreras bordeando numerosas lindes cubiertas de carrizo y lastón que delimitaban las pequeñas parcelas. El día seguía gris y no asomaba el sol. Crucé el cerrojo de la Tobosilla y la suave corriente de agua transparente me produjo una sensación de serenidad. Recordé que en primavera casi siempre, como llovía mucho, no  podía labrarse con la mula y había que cavarlo todo con la mocha. La vega se veía sembrada de habichuelas, de patatares, pepinos, melonares y ¡tomates!: esa era la causa de mi aventura. La tierra era de Zapata, mi padre la tenía arrendada desde hacía años; era nuestra huerta. Por fin llegué al carril que conducía a nuestros tomates y lo tomé; la hierba verdiseca del centro, el ballico y las tamarillas pegaban en la panza de la Princesa, pero ella seguía adelante sin inmutarse. El otro carril un poco más ancho que veía a lo lejos debía de ser el carril del Vadillo. Muy pronto, encontré el pequeño calvero, justo al lado de un olmo medio seco, en el pico donde mi padre siempre  ponía el hato. “¡Sooo!”, dije, y la mula se detuvo. Eché la espuertecilla al suelo, me bajé del carro y amarré los ramales al tronco del árbol sin desuncir la mula. Desde allí se veía la casa de la huerta de los Cavavegas. Se oían a lo lejos ladridos de perros dentro del silencio de la mañana. Sentí una sensación de seguridad y desaparecieron los temores. “Si he llegado bien hasta aquí, ¿por qué no va a terminar todo bien?”, pensé.



Sin pérdida de tiempo, comprobé la extensión que cubrían las matas de tomates y su aspecto. La mayoría de ellas estaban ya muy bajas, medio secas, pero todavía destacaban algunas más verdes, y también yerbajos silvestres se habían abierto paso y destacaban desde que nadie venía a coger los tomates. Sin pensarlo más, comencé a recoger el resto de la cosecha. Había que recogerlos todos, menos los que estuvieran ya muy tocaos. Primero empecé por recoger los más verdes y los entreveraos, para que fueran en el fondo del capacho. Las matas estaban todavía llenas de rocío y pronto se me fueron mojando las mangas y el pantalón, y se me fueron enfriando las manos y los pies, pero salía al carril, pisoteaba fuerte y me azotaba el cuerpo con los brazos sueltos y cruzados como me habían advertido y había hecho en otras ocasiones cuando algún día había ido a sarmentar el invierno pasado. Así entraba en calor sin echar lumbre. 



Al ir cogiendo los tomates, un olor intenso y propio de las matas me llegaba agradablemente como un perfume. Llené pronto la primera espuertecilla, la llevé al carro, la dejé sobre los tableros de la plataforma, subí y la vacié con cuidado en el capacho, tal como me había indicado mi padre. Después, vuelta a bajar, y así fui repitiendo la acción hasta acabar con esa primera ronda con la que llegué hasta la mitad de los dos capachos. Luego continué con el resto. Con los coloraos, que eran menos, pero que también llenaron unas cuantas espuertas, hasta que les di fin. Y así transcurrió una buena parte de la mañana. No sabía qué hora era y el sol oculto tampoco me ayudaba a orientarme, pero debía de ir acercándose el mediodía por el cosquilleo que notaba en el estómago, pensé. Las matas me había dicho mi padre que no las arrancara. Ya vendrían mis hermanos cuando acabara la vendimia y las arrancarían y les pegarían fuego en un montón. La Princesa estuvo tranquila y quieta durante todo el tiempo que duró mi trabajo, aunque, cada vez que subía al carro por detrás para vaciar la espuerta, se movían un poco las lanzas hacia arriba y la barriguera le oprimía la panza un poco, para eso estaba.



Desaté los ramales del olmo, volví a nombrar a la mula y  a decir ¡Arree Princesa!”, dimos la vuelta y enfilamos el estrecho carril. Ahora los tiros iban más tensos y se veía que el animal hincaba los cascos en la tierra y echaba el cuerpo hacia adelante para vencer el peso de la carga. Giró el carro al llegar al camino y emprendimos el regreso. Iba pensando y dándome cuenta de que no había cantado en toda la mañana, con lo que me gustaba a mí cantar cuando estaba en mis faenas de limpieza de la casa, muchas veces al volver de la escuela o cuando le ayudaba a mi madre los sábados y algunos domingos por la mañana.

Nada más remontar el cerrete, vi cómo la mula levantaba las orejas como antenas, y empecé a ver una columna de humo junto al camino, allá a lo lejos. Seguimos avanzando, y a medida que nos acercábamos, la humareda se veía más grande, y el humo, algunas veces blanco, luego se tornaba más negro y formaba una especie de espiral, y las orejas de la mula se ponían más de punta. 



Ya empecé a distinguir al hombre que estaba recogiendo los hierbajos secos de la tierra y pegándoles fuego sobre la linde alta pegada al camino. Al aproximarnos, la mula se paró. Ya no solo el humo formaba una cortina que cegaba el camino, sino que además las llamas se veían amenazadoras allí en lo alto. Pensé: “¿Y ahora qué hago yo? ¿Le pido ayuda al hombre?” Volví a decir ¡Aaarre, princesaaa!” pero no me salía la voz del cuerpo y la mula ni caso. Me bajé y cogí a la Princesa del ramal para quitarle el miedo. Tiré de ella y le hablé para tranquilizarla. En un primer momento me siguió, pero ante la densa humareda volvió a pararse sin haber avanzado cuatro pasos. Me puse algo nerviosa, la verdad, y al tirar de nuevo del ramal con más fuerza y hablarle más alto, ella, en lugar de avanzar, empezó a sajar y de nada servía que yo tirara del ramal. Siguió reculando, sajando, el carro empezó a girar, la llanta de hierro quería remontar el lindazo... sigo tirando del ronzal, veo la cabeza gigante de la mula y sus ojos grandes espantados, el carro pierde el equilibrio, la mula no puedo sujetarla, veo que los capachos se vuelcan sobre los varales y ¡abajo!, carro volcao, todos los tomates rodando por el camino... y el animal se queda semiencojido entre los zajaores, tiros y lanzas rozándole las patas, pero no se mueve. “Yo sí estoy asustada de verdad, tiemblo, tampoco me muevo. Todo lo veo negro entre los tomates rojos y verdes extendidos sobre la tierra y la ceniza. Todos los temores se han cumplido. Ahora sí que voy a quedar como una inútil”, pienso.

¿Cuántos segundos duran los pensamientos que dejan marcado en la memoria de manera tan firme lo que vivimos? Es como un sueño, pero no. Aquello no era un sueño, era la cruda realidad.
                
Abro los ojos aunque no los tengo cerrados. “Tranquila, chica, no te asustes”, escucho decir al hombre de la fogata y lo veo a mi lado. Mueve un poco la posición de la mula, me dice que la sujete del ramal, se va hacia la parte del carro más pegada al suelo y no sé cómo, con un fuerte berrido y un gran esfuerzo él lo desvuelca y la mula recobra su posición normal. Todo parece que ha vuelto a la normalidad y noto un gran alivio. “Tú, tranquila, chica. Venga, vamos a recoger los tomates; no te apures, que esto lo vamos a arreglar en un momento. Los capachos no se han vaciado por completo, coge la espuertecilla y, con una rapidez que no entiendo, se va llenando de los tomates recogidos del suelo y vaciando en los capachos, volviendo a llenarse y a vaciarse hasta que el camino está limpio. No ha pasado nadie mientras todo esto sucede. El miedo, sí. El humo casi ha desaparecido.



José "Potaje" que era el hombre, cogió y guió a la Princesa hasta rebasar la fogata y hasta donde ya se veía todo claro. “Hala, tú ahora sube al carro, sigue tranquila y no tengas ningún miedo”. En todo ese tiempo no recuerdo haber dicho ni una palabra. Ensimismada, pensando qué haría ahora con los tomates llenos de ceniza y tierra, continué camino. “¿Qué me dirían cuando vieran el resultado de mi trabajo?”, pensaba yo. ¿No vales na más que pa la escuela? ¿Es que no te se puede mandar na? Y a mis amigas y compañeras de escuela y a la maestras, ¿qué les diría? Continué así hasta rebasar el cementerio nuevo y desembocar en la carretera blanca de Las Mesas, no venía nadie; seguí hasta el cruce con el desvíe, paré la mula y miré bien a un lado y otro. Tampoco se acercaba coche ni camión alguno. Crucé la carretera negra y pronto llegué a casa, abrí las portás, pasé el carro y la mula al patio y volví a cerrarlas. 



El pueblo parecía desierto. No me encontré con ninguna vecina. Desuncí como había visto que hacía siempre mi padre y mis hermanos, la pasé a la cuadra y, mientras hacía estas tareas, me di cuenta de que lo mejor sería lavar los tomates en el patio, preparé un par de cubos de agua y los fui repasando uno a uno dejándolos brillantes, después los fui colocando en espuertas limpios en la cocinilla. Una vez que terminé todas estas tareas, caí en la cuenta de que no había comido, ni tenía hambre. Todo parecía estar tan en orden que pensé callarme. Pensé que lo mejor quizá sería no contar nada de lo ocurrido. A lo mejor ni se daban cuenta.

Y así debió de ser porque vinieron todos del campo, vieron el carro, los tomates, la mula en la cuadra, alabaron mi trabajo y todo siguió su curso.

Pasado un tiempo, a mi madre la escuché decir: “Yo no sé qué le pasa este año a los tomates que se están estropeando mucho antes que otros años, pero nada más.



No puedo recordar cuántos años después, en qué momento, empecé a romper el silencio y a quitarme de encima este secreto. Han pasado ya cuarenta y siete, sin embargo parece que fue ayer, cuando ocurrió lo de aquellos tomates de la vendimia.

©Fabián Castillo Molina

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