por Fabián Castillo Molina
Cuesta abajo cantorrera, casas blancas de cal, algunas tapias de color de la tierra con la que están hechas, con sus agujeros de agujas de tapiales sin cubrir, que sirven de refugio a ovillos de pelo de mujer peinada al sol y de “escondecordeta”. Portás verde botella, pintadas con pintura hecha de polvos, la más barata; puertas viejas, algunas abiertas de par en par dejando ver patios con rosales y macetas de geranios floridos. Es la calle Barajas, de Pedroñeras, por los años sesenta.
Baja por la calle un hombre de mediana edad y estatura mediana. Chaleco negro, gorra visera negra, pantalón de pana raída. Barba de semana y media. Al hombro, se hunde la correa de material desgastado que sujeta el cajón de madera vieja y, en su interior, herramientas precisas para el desempeño de su oficio. Veo que lleva también una estaca de hierro puntiaguda de un lado y del otro la cabeza redondeada, irregular, en forma de seta. Va trabada con la correa también al mismo hombro. Con una mano sujeta este conjunto y en la otra, un cubo de hojalata medio de lumbre. Aviva las ascuas volteándolo con fuerza ante los ojos asombrados de los chiquetes que se le acercan para comprobar que ni un ascua cae al suelo.
Hoy viene acompañado de mujer morena y alta, joven, con el vientre abultado, con un gran pañuelo negro a la cabeza con nudo por debajo de la barbilla. Negros son también chambra, saya y mandil. En una mano lleva cubos, en otra una caldereja metálica de pequeño tamaño y, como novedad, sobre el ijar izquierdo, un barreño de color verde chillón que dicen es de plástico, es lo más moderno.
Su hombre, con voz agitanada, bronca, vocea:
¡P a r a g ü e e r oo o y l a ñ a d o o r r r ! ¡Se arreglan los cubos, las calderas y ollas de poorcelanaaaa! ¿Hay algo que arreglar, señoraaa?
©Fabián Castillo Molina
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