Acaba de llegar a casa un ejemplar del periódico Arriba del domingo 25 de agosto de 1974, y lo he comprado porque la portada está dedicada a nuestro pueblo y a sus ajos. Evidentemente, en su interior hay un artículo cuya autoría es del reconocido (y desaparecido) periodista Manuel Alcántara, quien visitó la Capital del Ajo para tomar notas antes de redactarlo. El texto viene acompañado por fotografías impagables sobre Las Pedroñeras, dedicadas a los ajos la mayoría, junto a otras tomadas desde la torre de la iglesia. Salido de la pluma del, quizá, más prolífico escritor de artículos de nuestro país (con permiso de Ruano), sabíamos que la calidad iba a ser óptima y su estilo, ¿cómo no?, literario, muy lírico; no merecía menos nuestro producto estrella. Da gusto leerle. Da gusto también ver estas fotos ya imposibles sobre nuestro pueblo y su gente que ya deseaba uno compartir con todos vosotros. Disfrutadlas.
Las fotografías:
(Os las presento en orden, según aparecen en el artículo. No se hace constar en parte alguna el nombre del autor de las fotografías, por lo que uno quiere pensar que es el propio escritor que firma el texto, Manuel Alcántara).
El artículo:
Bodegón de Pedroñeras
Los habíamos visto en la literatura y en la cocina, en la farmacia y en los caminos, pero ahora hemos venido a visitarlos en su propia tierra conquense, en mitad de La Mancha lineal y desmesurada. Pedroñeras tiene seis mil habitantes y más de seis mil esfuerzos. De aquí no emigra nadie, porque el pueblo se inclina durante todo el año sobre los ajares, con mimo, con incertidumbre, con temblores y con esa forma de amor que solemos llamar paciencia. El ajo conventual, teresiano y unamunesco, es el emblema de esta villa laboriosa y olorosa. Es una flor llena de humildad. Una fruta poblada de poderes. Cuarenta o cincuenta millones de kilos de ajos salen cada año de esta tierra pródiga en diamantes comestibles. Y yo he venido para verlos en su ciudad natal.
Antes de ser un aderezo, antes incluso de convertirse en la trenza cana de las despensas y de hacerse nómada y cargar de cadenas blancas al que vende las ristras, el ajo ha sido una fatiga terrestre y humana. Amenazado por madrugadas de escarcha, el ajar necesita cuidados minuciosos y constantes. Familias enteras vigilan su edad y cuando las manos de todos, después de tutearse con la tierra, los arrancan del santo suelo, los ajos de Pedroñeras se hospedan en las casas, viven en los patios. se congregan en los almacenes y parece que una magna granizada frutal ha caído sobre el pueblo. Una empresa única atarea a todos y el aroma bravo de los ajos merodea por la Fuente del Pilar y recorre la calle Tortosa, ronda entre escudos y soportales y se detiene un momento en la puerta de la Casa de los Mendizábal. Antes de emprender viaje hacia todos los caminos del mundo, el ajo de Las Pedroñeras se hace nazareno de las doce cofradías de las ánimas, recuerda su litúrgico morado y se despide de los campos manchegos. Ha nacido para recorrer el mundo, camino de las sartenes, para estar en la mesa de todos, para repartir su impulsivo perfume. Se ha pasado mucho tiempo en la tierra, como un minero de sí mismo, hasta hacerse imprescindible, vehemente y compacto. Ya le han cortado con tijeras la hirsuta cresta de paja, el breve penacho amarillo. Ya ha bailado, casi entera, la danza de los siete velos que cada ajo baila camino de la cazuelas y le quedan solo dos camisas. Desprendido y apto ya está dispuesto a servir de talismán, de receta o de inexcusable toque gastronómico. Cada ajo transporta un otoño y son muchas las minúsculas láminas crujientes que abandona antes de partir.
Solo un tópico concepto de la belleza, oriundo de la cursilería, ha podido desdeñar a esta liliácea cuyo único pecado es ser útil. El ajo, que tiene algo de mineral y de fruta, es una flor repleta, una pálida mandarina, un cónclave de lunas menguantes. "Ajo de agónica plata", llamó Lorca la luna. Claro que otros han hablado, no sin desprecio, de lo que forma parte sustancial de sus comidas y llamaron al ajo franciscano y benéfico "la vainilla española". No se dieron cuenta cabal de la solidaria hermosura de esta flor cotidiana, que ya era amiga de los egipcios. Solo muy recientemente ha sido exaltado por los ceramistas de esas grandes fuentes de barro que son como el mausoleo de todas las ristras destrenzadas en el mundo. ¿Cómo no se ha reparado en su belleza?, ¿acaso por andar entre pucheros? El ajo tiene algo de monte blanco de los campos, de curvo granizo de dentadura terrestre.
Pedroñeras es la capital del ajo. Ellos son absolutamente hispánicos y se ponen, que es una manera cuidadosa de sembrar, en cualquier tierra dócil, pero es aquí donde adquieren su carta de ciudadanía. Vienen a ser como el emblema del pueblo, su presente, su futuro, su trabajo, su razón de estar y de ser. En el escudo puede haber un pino y dos perdices, pero debiera haber uno de esos silenciosos cascabeles del olor que son los ajos, colmillos de los lobos del subsuelo, alfanjes carnales, puños de escarcha... Sirven para comer y para curarse, para alzar el sabor de un guiso o para combatir los recónditos diablos del reúma. Y, en los ratos libres, los ajos de Pedroñeras luchan contra el mal fario y ahuyentas a los gales (sic: males) con la bravura de su fragancia.
Los he visto congregados, en víspera de viaje, y pienso que el camino que parte de Pedroñeras conduce a todos los lugares del mundo.
Manuel Alcántara
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