Las recogedoras de hormigueros, y paja para la lumbre (II)
Nota previa:
En la primera parte de
este relato publicado el pasado mes de
febrero (pincha AQUÍ para leerlo), describimos el inicio de la jornada de una mujer pedroñera, que
ayudada por su joven hija, las dos habían ido a recoger hormigueros y paja para
la lumbre, con el amanecer por el camino de La Veguilla hacia las eras, las
primeras tareas y algunos de sus breves diálogos. También el afanoso trajín de las
hormigas, después de una tormenta de verano, sacando el grano almacenado y puesto
a secar, junto a la entrada de su hormiguero. Y cómo de la manera más natural, ese grano y muchas de esas hormigas
iban a parar al costal de la mujer. Ahora damos continuación a la narración y
la cerramos, dejando ramificaciones susceptibles de continuarlas, pero
independientes de esta.
Las Pedroñeras, un día de julio de 1961
El grano, una gran
montaña para sus dueñas, un cono perfecto hecho por las hormigas junto a la
boca de entrada a su hormiguero, había sido recogido hasta el baleo, del baleo a la
espuerta y de la espuerta al costal, mientras la joven ayudante abría la boca
de éste, atendiendo la orden de su madre.
—Aboca
bien, hermosona, que no se nos arrame.
Dijo la madre, mientras veía que ya estaban descargando los haces de la mies de un carro con meriñaque y
gran galumbo, un padre y un hijo que
ella conocía bien. Los iban colocando en una cina
nueva, porque la parva de la era estaba todavía a medias de trillar.
El sol empezaba a
despuntar sobre el horizonte del Cerro Motrilo, al otro lado de la carretera
de La Alberca.
También iban llenando un
saco de harpillera, con la paja más
limpia que había en las hondonadas donde las lindes eran más altas, y junto a
los rodillos de piedra, apartados junto
a la era desde que consolidaron el firme para la trilla, o, como se decía,
“desde que le dieron a la era”. El
viento había depositado la paja suavemente en esos huecos o cavidades y quedaba
allí como si fuera nieve, paja ya seca
de nuevo después de la tormenta.
La mañana del mes de
julio era fresquita. Todavía quedaba ese olor a humedad aunque el día anterior
había sido caluroso. El trabajo se les estaba dando bien. En poco tiempo,
habían conseguido llenar el costal de diversos granos: trigo, cebada, avena, centeno… y también hormigas, todo
mezclado sin reparos. Las hormigas no habían tenido tiempo de volver a
introducirlo sus sus intrincados graneros. Madre e hija, silenciosas y mirando
de vez en cuando al camino hacia el lugar, además de haber llenado el costal de
grano y el saco de paja limpia, habían dejado varios montones de paja menos
pura, rastrillados de entre los cardos y hierbajos de los lindazos.
Después volverían a recogerlos en otro viaje, o en los que fuera necesario, con
varios sacos con el remolquete de
mano o carrillo como
también solían llamarlo. Esta paja viciada, barrida con algo de tierrecilla
y restos de hierbas secas rastrilladas, la
subirían a la cámara para el invierno. La misión de esta paja era sujetar un
poco la lumbre, que no se apagara, pero que durara lo más posible. No podían
permitirse que las cepas o tocones
ardieran libremente y seguir añadiendo
más y más porque no eran abundantes. La leña recogida del campo era el único
medio de calefacción en el invierno, para echar lumbre o encender la estufa; era escasa y se recogía poco a poco a lo largo de todo el año.
Al llegar al lugar, madre
e hija, ya cerca de su casa, vieron que, hacía poco, una yunta de mulas y o quizás una uncida a carro de varas habían
dejado su rastro con cajonás que
todavía humeaban y estaban en medio de las carrilás enfrente
de su puerta. Sin pérdida de tiempo, antes de proceder a descargar el grano y
la paja del remolquete, la
madre con la misma escoba barrió los cajones (así llamaban a la división de
excrementos que aun estando todavía húmedos, tenían solidez, no manchaban, ni
desprendían olor pestilente, sino el característico de estos animales). Había
que recoger pronto también esta “cosecha”, porque, de lo contrario, vecinas que estaban al acecho acudirían a recogerlos
aunque no estuvieran en su puerta. Allá irían con el baleo y la escoba, con la
excusa de tener limpia la calle.
La madre cogió el baleo
y la escoba de mijo de su carillo, y
recogió el regalo de las caballerías, mientras
la chica miraba atenta. La
vecina, entonces, abrió su ventana y le dijo:
— ¿Ya vienes de por los hormigueros? Y de propina te llevas ese regalo, pájara.
—Ea, no vas a ser
siempre tu la primera. Respondió la madre mientras su hija miraba.
—Bueno, a ver mañana si me toca a mí.
—Ea…, -le contestó.
Entró a su casa nuestra
protagonista como solía, por la puerta del corral, con el baleo recogido y al
decir “¡ticas, ticas!“, las gallinas acudieron con las alas abiertas,
cacareando gozosas. Descargó el contenido en el “barranco de la basura” y, allí,
las dueñas del corral se encargaron de remover el “alimento” con el resto de
los residuos con sus escarbaeras. Pero
al ver al momento que descargaba del costal varios puñaos
de grano allí en lo limpio del corral, dejaron la faena y
alborotaron más aún, acudiendo al banquete que incluía hormigas vivas y que por ese misterioso mecanismo
interno pasarían a formar parte de los mejores huevos que día a día dejaban en
el nidal, allí en el rincón del fondo.
En el llamado “barranco”, cubierto por la
tiná llena de salmientos,
poco a poco se iba formando el abono natural que más tarde serviría para
alimento de la viña, las patatas o la huerta. Esta costumbre que había en todas
las casas, era pura necesidad, por carecer de servicios o váter, ya que no había agua corriente ni
desagüe en las casas, y todas las necesidades se hacían allí. El agua había que
traerla del pozo más cercano, en este caso del Pozo Nuevo, y para traerla, cada
una, sobre todo las mujeres, las chiquetas y
la doncellas o mozas
eran las encargadas de traer el agua, sirviéndose de cubos, cántaros, cantarillas y
botijos; salvo en las casas que tenían su propio pozo en el patio, o un pozo
compartido con el vecino al que tenía acceso cada uno desde su vivienda.
Así que había que hacer crecer el basurero y mejorar
el abono natural que se producía en los corrales. Además, este espacio, el
basurero, era un colchón donde no faltaba la horca de hierro, para cubrir los
desechos humanos ya que allí era el sitio donde se descargaban, por no haber
llegado todavía el agua corriente a las casas ni los desagües, y, por tanto, no
haber tampoco servicios, váter o
WC como lo llamaban en los bares. Estos basureros de corral, nada tenían que
ver con lo que años más tarde se llamaría también basura y que antes de la
separación de residuos, estaba llena de plásticos, latas vacías y todo tipo de
desechos de cada casa.
Después de echarles el
grano a las gallinas, la madre recogió los huevos del nidal, se pasaron para la
casa y se puso a preparar el almuerzo para el padre.
Mientras batía los
huevos para la tortilla, se le acercó la chica y le dijo mezclando su voz con
el ¡cla cla cla! de la cuchara:
—Madre, ahora tengo que llevale
el almuerzo a padre, ¿no?
—¡Aique, hermosona, ahora tú sola tan pequeña por ahí!.
No, se lo llevo yo.
—Que no, madre. Que usté
tiene mucho que hacer. Voy yo, que a padre le gusta y ya he ido otra vez.
— Bueeeno, venga, ahora
te vas, pero con mucho cuidaooo, ¿eh?
Y la pequeña, obediente,
sin más, cogió el saquejo de
cuadros y se fue caminando, ahora sola, a cumplir el segundo encargo de la
mañana.
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