Los sueños del doctor Pedro González Castillo de crear un gran señorío en torno a Santiago de la Torre pronto se desvanecieron. Su dominio en Santiago de la Torre y Santa María del Campo Rus era pequeño Estado, que, al igual que El Provencio en manos de los Calatayud, era sombra de la concesión regia del marquesado de Villena al maestre don Juan Pacheco. Además, los capítulos entre el doctor Pedro y el concejo de Santa María del Campo tenían más de concordia que de sojuzgamiento.
Las disputas familiares acabaron con toda posibilidad de crear una entidad de importancia. La mujer del doctor Pedro González del Castillo, Isabel Portocarrero, se apresuró a garantizar de su marido la constitución de un mayorazgo que legara a su hijo Juan los bienes familiares, pero en esa costumbre e invento castellano de la llamada mejora del tercio y quinto, gran parte de los bienes fueron a un hijo bastardo anterior, el licenciado Hernán González del Castillo, que daría lugar a dos linajes diferenciados, los Alarcones de Sisante, y los Ruiz de Alarcón, otros más, que conservarán la parte de la herencia en torno a la llamada aldea y molino del Licenciado (en Castillo de Garcimuñoz y junto al Júcar). Como se ve, los apellidos habían cambiado, en este caso, por asunción de apellidos maternos, pero es que estamos ante una de las familias conquenses más camaleónica, ya no tanto por ocultar el apellido Origüela sino por mandar a hacer puñetas un apellido tan común como el de González, pero que en boca de los contemporáneos debía ir acompañado de algún otro tenido por infecto, es decir, judío.
Muerto el doctor, ni la viuda ni los hijos hicieron mucho por mantener la obra del padre. Juan Castillo y su hermano Alonso Portocarrero andaban a la gresca, el segundo ni aceptaba la herencia del bastardo Hernán ni el mayorazgo del primogénito. Dicho en pocas palabras, el hecho de que el padre le legara sus libros no lo debió dejar muy satisfecho. Y, es que, aunque el chico salió buen estudiante, su madre Isabel Portocarrero, de la que tomó el apellido, pensaba para él la herencia centrada en tierras salmantinas e incluida en el mayorazgo de Juan. Alonso, al que se le insinuaba la posibilidad de vestirse los hábitos, comprendió que si quería ser alguien, mejor letrado que cura, y mejor en la Corte que en el pueblo. Fue su elección (sería maestre sala de los Reyes Católicos), la que salvó a la familia, pues su hermano Juan tuvo la idea de declararse partidario de la Beltraneja en la primera fase de la guerra de Sucesión castellana, allá por 1476. Si conservó sus posesiones de Santiago de la Torre, fue más por la inteligencia ajena de los reyes, que por la propia, pues, con ánimo de dividir a sus enemigos, le perdonaron su error y su hacienda. Quiero decir que su cambio de fidelidad, malgré lui, evitó que el castillo de Santiago de la Torre se convirtiera en una de esas fortalezas desmochadas o aniquiladas, tal como le pasó al castillo de El Cañavate.
Mientras los hermanos Juan y Alonso seguían con sus disputas familiares (las normales, cuando hay dinero por medio); disputas que llegaron hasta la muerte de Juan; el pueblo de Santiago de la Torre parecía ajeno a todo y vivía la segunda mitad del siglo XV como un revival. Los viejos siempre recuerdan un pasado mejor, pero en el caso de Santiago, no parecían equivocarse, pues había conocido un lugar habitado por cien vecinos, es decir unas cuatrocientas almas, un pueblo feliz con sus fiestas y sus músicos y, sobre todo, un pueblo de pastores. De Santiago, será la familia, luego sanclementina, de los Herreros, que decían ser descendientes de los conquistadores de Madrid (algo, de esa u otra ciudad, a lo que todos podremos aspirar si rascamos en nuestros ancestros) o tal decían doscientos años después, ahora, a finales del siglo XV, se dedicaban a hacer dinero: criando ganado y predicando su odio a los Pacheco o a cualquiera de sus aliados. Era un caso notorio, pues los santiagueros no disponían de tantas cabezas de ganado, aunque fue la posesión de ovejas y cabras la causa de su decadencia como pueblo y su reducción a menos de treinta casas hacia 1520.
En esa decadencia, parte de culpa, bastante diríamos, tuvieron los provencianos y los sanclementinos, que, aunque de amigos tenían poco, por no decir nada, sí participaron de una idea común: intentar hacerse ricos, o al menos salir de la miseria, plantando viñas. Fue un movimiento roturador frenético; largas lenguas de hileras de viñedo salieron de ambos pueblos para confluir. Su resultado fue que acabaron con los pastos de las ovejas de Santiago de la Torre y, mucho peor, desecaron los lavajos y arroyos. Las aguas corrientes devinieron en estancadas y, de ahí, en foco de enfermedades que diezmaron las ovejas y la población de Santiago de la Torre. Los más arriesgados, o necesitados, abandonaron el pueblo, se convirtieron en agricultores y emigraron a Las Pedroñeras en cuyo auge no es ajena la migración santiaguera.
Mientras sus vecinos se iban, su señor, Bernardino del Castillo Portocarrero, hijo de Juan y nieto de Pedro, competía con su amigo Alonso de Calatayud, por establecer un régimen de terror con sus vasallos. La fortaleza de Santiago era tan odiada como la de los Calatayud en El Provencio. Si la de los Calatayud sería arrasada por los provencianos en Las Comunidades, la de Santiago de la Torre se había librado treinta años antes de ser quemada por los mismos provencianos que hasta allí acudieron con sus carros llenos de paja. No parece que eso arredrara a don Bernardino con fama de colgar de las almenas a alguno de sus alcaides.
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