por Vicente Sotos Parra
Como todos los años el día 17 de enero San Antón se acudía a la plaza mayor a que todos los animales recibieran la bendición del Santo pasando por la puerta de la iglesia en la cual el cura, guisopo (hisopo) en mano, llevaba a cabo la bendición.
Antonio Abad o Antonio Magno (Heracleópolis Magna, Egipto, Imperio Romano, 12 de enero de 251 - Monte Colzin Tebaida Egipto Imperio Romano 17 de enero de 356) murió a los 105 años.
Se cuenta que alrededor de los veinte años de edad vendió todas sus posesiones, entregó el dinero a los pobres y se retiró a vivir a una comunidad local haciendo vida ascética durmiendo en una cueva sepulcral. A su muerte, Pablo Antonio lo enterró con la ayuda de dos leones y otros animales: de ahí su patronato sobre los sepultureros y de los animales.
Durante la Edad Media tenían la costumbre de dejar sus cerdos sueltos por las calles para que la gente los alimentara. Su carne se destinaba a los hospitales o se vendían para recaudar dinero para la atención de los enfermos.
Figura en el Calendario de santos luteranos, por su vida existencial de ermitaño.
También la devoción por este santo llegó a tierras valencianas, difundidas por el obispo de Tortosa a principio del siglo XIV.
Austero y con carisma, no optó por la vida en comunidad, dando órdenes de que sus restos reposasen a su muerte en una tumba anónima.
Su túnica la heredó san Atanasio, patriarca de Alejandría.
Fijaos desde cuándo se arrastra lo del gorrino Antón, que, salvando las distancias y el tiempo, ha llegado a nosotros, hasta hace poco.
En la lectura de la historia de este santo he encontrado muchas similitudes con Felipón en su vida y su quehacer diario.
Disculpas porque se me va el santo al cielo ¡A lo que vamos!
Era día de llevar y mostrar al lugar lo orgulloso que estabas de tu burro, burra, mula, macho, caballo, yegua, perros, gatos y todos los animales de convivencia.
Siendo la familia de los burros, mulas, los que más abundaban en la bendición.
El tío de Felipón, Raimundo, después de vender doce fanegas de trigo a Molineta, se gastó en las cabezadas para las mulas y atalajarlas para competir con Santano, que todos los años llamaba la atención sus aparejos y sus mulas atalajadas con todo lujo de detalles. Lo hacía por honor a sí mismo, no teniendo en el envite un premio por el que disputar y ser ganador. Además de que todos los años eran las encargadas del arrastre de los toros en las fiestas. Por allí por donde pasasen, sus cascabeles y campanillos, madroños, ornamentos en los cabezales no tenían paragón. Ese año pensó Raimundo que Santano no le ganaría, por lo que desde el mes de octubre empezó a alimentar a la Chata y la Preciosa dándoles el doble de cebada, levantándose cada noche a llenarles el pesebre de cebada para cuando llegase el día de San Antón estas tuvieran lustre y lucieran sus cuerpos serranos a los asistentes.
A las diez de mañana Raimundo empezó a decentar a los animales, cepillando sus crines y cuerpos que parecían salir de un cuadro. Felipon le ayudó a vestir los aparejos con ilusión y con poca destreza, acariciando a las mulas como si estuviese tratando con personas.
Siendo las cinco de la tarde y una vez acabado el acto, las más aplaudidas volvieron a ser las del Santano. Montado en cólera por no haber sido su Chata y su Preciosa las que más aplausos aglutinaran no dio la vuelta al Calvario. Una vez en el corral, la emprendió a dales con el ramal a la yunta de mulas. Felipón pudo presenciar los primeros golpes a los animales… "¡No, tío, no!... ¡No, tío, no!... La Chata ni la Preciosa no tienen la culpa", quitándole de la mano el ramal y dejándolo inofensivo del correaje. Libres de recibir el castigo, estas ya sin cabezales entraron en la cuadra libres de los adornos que les trajeron los ramalazos.
Blasfemando y llorando como un niño, sentado y con las manos tapándose la cara, se sentó frente a la lumbre Raimundo.
"¡No llores tío por no haber sentido las palmas de la gente en el paso de tu yunta que tanto cuidas, y tanto te ayudan cada día!"
"¡Llora por la pena de haber dado mal trato, a quien no lo merecía!"
El arrepentimiento merece el perdón.
(Pitagoras)
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