HACIENDO ZANJAS, BARRENOS Y POZOS en LAS PEDROÑERAS (primera parte) | Las Pedroñeras

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lunes, 17 de mayo de 2021

HACIENDO ZANJAS, BARRENOS Y POZOS en LAS PEDROÑERAS (primera parte)

 



por Fabián Castillo Molina 


Hacía más de quince días que se hablaba en casa y en la escuela de las grandes zanjas que estaban abriendo por las calles del pueblo, porque decían que iban a poner las aguas para que en las casas que, pudieran pagarlo, pusieran grifos por los que dándole media vuelta a una manilla como a las llaves de la luz, saliera un chorro de agua cristalina con el que se podrían llenar cubos, cántaros y “cantarillas”, sin necesidad de ir al pozo con la soga y la garrucha a cuestas y sin tener que tirar de la soga una y otra vez para llenar los cántaros o los cubos que llevaras. Aquello era un gran adelanto para el pueblo. Ya habían terminado de construir con estructura hormigón armado el gran depósito elevado del agua, que se veía desde cualquier parte del campo , parecido en altura a la torre del pueblo. 

Pero además del agua para beber y para uso general, también se  iban a colocar las tuberías de los desagües, para que las aguas residuales y de lluvia fueran canalizadas hasta las afueras del lugar.

Había oído por vez primera aquella frase sin que se la dirigieran a él:

⏤Hermoso, ¡espabila!,  que “paice" que estás “abombao” de un barreno.

  Aquello le sonaba mal, aunque no sabía qué era lo que querían decir, si bien parecía que no era nada bueno. 

Por la mañana, su madre, antes de mandarlo a la escuela, le advirtió: 

⏤Si ves que los que están con las obras han cortao la calle, tú no pases. Haz caso de lo que te digan los hombres de las zanjas, porque están tirando barrenos y eso es peligroso. Cuando abran la calle entonces vas con los demás chiquetes.

En el recreo había visto a su amigo Aurelio, un año mayor que él y le dijo que al volver le acompañaría hasta su casa, puesto que vivía un poco antes de llegar a su calle. Casi enfrente del depósito del trigo, ahora Museo Etnológico y del Ajo.

Al salir de la escuela, cuando ya subían por la calle Montejano, justo antes de llegar a la ermita del Santo Sepulcro, vieron que un hombre estaba parando a la gente que pasaba y cortaba la calle. Sabían que en la cuesta que subía hacia la era de Sebastian, “Sebastianillo", era todo piedra, estaban a la vista los cimientos de la ermita, de risco vivo y, por lo tanto, para abrir zanjas, tenían que tirar barrenos. Vieron la zanja abierta antes de llegar a la cuesta, pero que tenían que hacerla más profunda y había como una hita, un risco que no se podía romper con pico, puntero y "almaina". Dijeron que ya habían puesto la dinamita y la mecha y empezaban a echar unas gavillas de pino verde encima cubriéndola para que, al explotar el barreno, las piedras no salieran despedidas y pudieran matar alguna persona o romper tejas y hacer goteras en los tejados.  Recordó entonces que, tiempo atrás, cuando se escuchaban por la chimenea de su casa explosiones, su hermano le había dicho que eso eran barrenos que tiraban donde estaban haciendo el depósito del agua y que a él un día le pilló cerca y vio caer una lluvia de piedras como cuando graniza, pero por entonces él  era demasiado pequeño y no se había  atrevido a ir a ver aquellas obras.

Toño notó un nerviosismo que no experimentaba en su casa, ni tampoco en la escuela, cuando el maestro pegaba con la regla en la mano abierta y temblorosa del alumno al que él consideraba que merecía el castigo.  Recordaba siempre a Jesús Osa, con el que solía jugar en los recreos a “la paer”, al que uno de los maestros, al pegarle así con la palmeta en las yemas de los dedos haciendo el “huevecillo”, le había dejado el dedo meñique deformado para toda la vida. Había maestros y maestros, como  don Ajérico, don Aurelio, don Jesús, don Mariano, don…, todos los maestros llevaban su "don" por delante. Era la norma y había que cumplirla; pocos padres solían protestar porque el maestro castigara físicamente a sus alumnos.

  Una vez cubierta la zanja con un buen montón de gavillas de pino verde, se percibía el olor a pinar y a piñas inconfundible.  Avisaron  de que iban a tirar el barreno. Hubo un silencio y todas las personas detenidas a una distancia prudencial, como en un barrera, miraban atentas hacia donde decían que estaba puesta la dinamita. En el silencio se escuchó un leve chisporroteo o siseo, como el silbido de una serpiente. Alguien susurró que habían encendido la  mecha. De pronto, las gavillas de pino se elevaron y, simultáneamente, una gran explosión estremeció el suelo que pisaban; todos se echaron hacia atrás cubriéndose con la mano la cabeza, y  al mismo tiempo se oyó el ruido de cristales rotos que vieron caer de la ventana en la fachada de la tienda que había en la esquina y una gran polvareda les impedía ver  claramente qué había pasado, mientras un zumbido en los oídos, que dolía, quedó sonando como una vibración. Todo aquello duró escasos segundos y el rumor de sorpresa y susto que siguió a la explosión, fue amainando a medida que fue desapareciendo la niebla producida por el polvo y también el zumbido; sin embargo, el olor a pino y pólvora permanecía en el ambiente. 

Poco después, el mismo hombre que había detenido la marcha de la gente dijo que ya podían pasar. Aurelio le animó a seguir hasta su casa que estaba rebasando la zona de la zanja y las gavillas de pino y fue mientras él continuó solo hasta su casa, bajando por la calle de Barajas, cuando recordó a su primo  Ramón que años atrás, antes del trágico accidente en el que perdió la vida, le acompañaba y a veces le defendía ante cualquier peligro. Le vino a la memoria también cómo le había contado cuando su padre, el tío Antonio, estaba haciendo un pozo en el patio de su casa, para sacar el agua sin tener que ir al pozo Nuevo que “les pillaba mu largo” y que también él había visto cómo al profundizar, cuando ya no se le veía la cabeza de lo hondo que estaba, había encontrado un risco y como no podía romperlo con una barra de hierro afilada, que era del eje de un carro, además de usar una maza o “almaina" y el pico para romper el risco, tuvo que ir a la farmacia de don Leonardo y comprar “unos polvos”, que mezclados y colocándoles también una mecha lenta, desde un agujero que había hecho en la roca, cuando ya había puesto encima varias gavillas de sarmientos, hacía como los hombres de los barrenos: mandaba que todos los de la casa estuvieran a resguardo, prendía la mecha y aquello pegaba el zambombazo, aunque mucho menor que el del barreno que habían visto, pero que también movía hacia arriba y echaba fuera del pozo alguna de las gavillas que había colocado su padre encima de un tablero en la boca del pozo.  


[Agradecimientos. Este trabajo  ha contando con los recuerdos de Florencio Castillo, Juan Ramón Escudero, Emilio Castillo y Victoria Pérez a quienes agradecemos su aportación].

1 comentario:

  1. Fabián cada vez que te leo haces que me sienta en inmensa pequeñez, por tu sencillez y claridad. He tenido que leer otra vez tu libro "al pueblo". He escuchado tu voz en El dia del labrador, asi como el Epilogo de Julian Escudero Picazo. GRACIAS Fabián.

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