por Fabián Castillo Molina
Al escribir la primera parte dedicada a las manos de Pedroñeras, quedé comprometido a escribir una segunda parte, ya que en la primera no cabía todo lo que tenía que decir de tantas manos. Anunciaba lo que ahora veo claro: que en una segunda parte quizás seguiría sin caber todo. Por tanto, será necesaria una tercera, si alguien le quedan ganas de continuar leyendo esta historia.
Recordaba en esa primera parte, aquellas que dan amor
y paz, las manos ágiles que parece que vuelan, las de firme apretón, las del pésame, las que dan la enhorabuena, las
manos sensibles, las acariciadoras, las que preparan la comida día tras día y avanzaba por otras tantas manos que son y han sido en Pedroñeras desde que en
el siglo XIII empezó a nombrarse este pueblo. Creo que es recomendable volver a
releer esa primera parte para conectarla con esta.
Segunda parte
Por todas las manos que pasaron tanto frío.
Manos helás,
desnudas, poniendo ajos con el deshielo,
con la rebaba de la
tierra pegándose a las uñas,
que poco a poco, impide a la otra mano limpia
que va y viene rauda al morral a coger el puñao
de dientes, para dárselos a su hermana gemela,
en silencio total, una y otra vez
hasta la hora de almorzar,
y a lo largo de esos días
invernales.
A las manos que no pasaban menos frío
sarmentando, cogiendo aceituna,
cogiendo rosa en los azafranales.
Las manos que amasaron el yeso
con radera en el cuezo,
como única herramienta,
rompiendo el hielo del bidón o la espuerta de goma,
y a las que cogían la pellá para
extenderla
con la llana, o con la paleta, o con la otra mano
sobre el cañizo del cielo raso y
que luego no
podían desabrocharse
la cremallera o los botones del pantalón,
porque eran
incapaces de hacer el huevecillo,
esto es, juntar el pulgar con el índice, meñique
corazón y anular.
Manos heladas de chavales,
amasaores que no iban a la
escuela
aunque estaban en esa hermosa edad,
con toda una vida por delante,
porque tenían que trabajar
“pa traer un jornal a su casa”
para que otros estudiaran,
como decía aquella canción nicaragüense:
“Madre trabajadora, madre proletaria,
que lavas ropa ajena
para que el hijo estudie…”
No había otro remedio. No se podían negar,
porque hacerlo sería una cobardía para su dueños,
serían tratados de cuerpo entero como inútiles,
simprovechos y perros y,
quedarían marcados de por vida en el lugar.
Manos ásperas de hombres y de mujeres,
que no se se ponían guantes de
goma,
porque todavía no se habían inventado
que trabajan también en otras faenas de los ajos,
de las viñas, de las olivas, de los azafranales.
Manos de tractoristas, y camioneros
que pasan menos frío, pero tienen también lo suyo,
tantas y tantas horas al volante, y no solo al
volante,
pasan por otros riesgos y responsabilidades
que les gustaría no tener.
Y otras finas que se quedan en el comercio,
en las oficinas, en los servicios municipales.
Manos blancas
de horneros,
que preparan y preparaban el pan de cada día,
para todas las bocas por donde pasa el pan,
pasaba y pasará, para completar el alimento.
Manos de médicos, hombres y mujeres,
farmacéuticos, veterinarios; personal que atiende
las necesidades del pueblo para conservar la salud
de las personas y animales de compañía, ahora,
y en otros tiempos tantos animales de tiro.
A las manos que trabajaban con agua casi hirviendo,
las que lavaban el gorrino encima de la mesa
después de haberlo achuscarrao
en el suelo con aleagas.
Manos envueltas en una nube de vapor.
y las del matachín entre las llamas,
o abriendo en canal,
al animal.
A las desplumaban pollos, gallinas,
palomas u otras aves de caza,
sacándolas del cubo de agua humeante
casi a punto de hervir.
A las manos que lavaban la ropa de la casa
en las pilas de cemento hechas artesanalmente
por otra manos, cuando todavía nadie tenía
guantes de goma ni lavadoras.
Y a las que ahora sacan la ropa del tambor
y la tienden al
sol colgando de las cuerdas.
Manos abriéndose y cerrándose agarrando las matas de
lentejas y tirando de ellas con fuerza, una vez y otra y otra, lo más rápido
posible para no quedarse detrás, así hasta abrirse las gobanillas
el primer día, y para poder continuar, tener que recurrir a los vendajes.
Manos empuñando la hoz, cuando no había cosechadoras,
una mano manejando la hoz y la otra cogiendo la maná,
golpe tras golpe, hasta no poder abarcarla y entre las dos rodearla para
dejarla firme, junto a otras, y poder hacer un haz de mies y luego atesnalar.
Manos de herrador, que calzaban las caballerías con
herraduras, hechas a mano por los herreros, para que pudieran pisar los animales con más fuerza en la tierra, y
así hundir la vertedera o el arado y dar
labor para sembrar, o tirando del carro entre el barrizal, mucho antes de que
existieran los tractores.
El último libro de Fabián Castillo Molina
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