por Fabián Castillo Molina
Sobre Todas las manos de Pedroñeras, queda todavía mucho que contar, pero voy a cerrar con esta cuarta entrega, por ahora, las entradas en este blog que lleva el mismo nombre de las manos. Me puse a escribir de las manos, casi sin darme cuenta en lo que me estaba metiendo, pido perdón por el atrevimiento. Más adelante, quizás tras un descanso veraniego, vuelva aquí para ir completando este homenaje a tantas manos, o como queramos llamarlo.
Del nacimiento
A
las manos,
que
dan la bienvenida al mundo a una criatura
y la ponen en manos de la madre, agotada,
mientras
sonríe nerviosa, tras el sufrimiento,
el trance,
la experiencia del parto.
Se
fija esta en la diminutas manos cerradas
del
recién nacido, en sus mínimos puños,
y
piensa que ya lleva con ella, compartiendo la vida,
cerca
de nueve meses, si contamos el día
en
el que pensó en la posibilidad, ahora sí, de ser madre.
El
doloroso parto, ya no es obligatorio
en
muchos casos, en los últimos tiempos.
El
insoportable dolor que decían las abuelas,
quizás
las madres.
Ahora,
tras el dolor de la anestesia epidural
aplicada
por otras manos,
no
necesariamente pedroñeras,
el
parto no se siente, aunque la parturienta esté
plenamente
consciente.
Un
día grande que nunca olvidará mientras viva,
ni
la madre, ni quien vino a este mundo.
Del
amor
A
las manos que por primera vez / acariciaban y acarician otras manos /
transmitiendo un placer que nadie / había sido capaz de contar. / Un
escalofrío, una descarga. /Simplemente roce de piel con piel, / las yemas de
los dedos / de una persona que te cae bien, / con la que apetece estar todo el
tiempo del mundo, / quizás pueda decirse / una persona deseada hasta la muerte
/ Y sin embargo, hasta hacía poco, casi desconocida, /aunque hubiera nacido en
el mismo lugar. / Contacto mágico de las manos, / que no era enseñado ni
advertido en casa ni en la escuela / y que era capaz de colmar de felicidad, de
sueños, cada una de la partes. / Manos de inocente enamorado pedroñero / que
escribe cartas a su amada / desde la mili, en pétalos de rosa. / Las mismas
manos que empuñan el fusil haciendo guardia / aun a sabiendas de ser un
pacifista. / El pensamiento siempre erre que erre en aquella persona. / Y una
realidad, baile de la verbena del Pepito, / del parque o las escuelas viejas. / Manos en la cintura,
intentando aproximar los cuerpos / mientras ella, aunque quiere, / lo impide,
con su mano en el pecho del oponente /
colocando el codo como barrera infranqueable / separando la mejilla, la frente.
/ entre medias, los besos a hurtadillas / hablando en la puerta de la casa de
ella. / Luego, al final de esa etapa, la
boda. / Más tarde hijas e hijos / mucho después los nietos / que frenan el
enfriamiento del amor y lo hacen renacer. Y otros muchos amores de la vida que
aquí no cabe mencionar.
De la muerte
A
las manos que dan la despedida, y
cierran
los ojos que nunca se abrirán.
A
las del oficiante, que, discretas,
son
testigos mudos de las últimas palabras
de
esperanza para los afectados,
que
él mismo expresa, ante la irreparable pérdida.
A
las que silenciosas y firmes,
fuertes
manos, cogen las cuerdas,
las
correas, las sogas…
y, solidarias, ayudan a bajar a la tumba
el
féretro de alguien tan querido
para
quienes presencian, entre lágrimas,
la
bajada al sepulcro infinito,
tras
acompañar la comitiva en su último
viaje.
Las
mismas manos que también
depositan
coronas sobre los ataúdes,
y, además, son las mismas que introducen,
otras
cajas, en nichos
de
más reducidas dimensiones, para
cumplir
el mismo cometido,
dejar
allí las manos yertas
para
los restos, para la eternidad.
Otras
manos deciden que no habrá enterramiento,
mejor
convertir en cenizas cuanto antes
el
cuerpo ya sin vida y esparcirlas al viento.
El
amor y la gloria que fue,
permanecerá
mientras haya memoria
en
quienes se quisieron
y el
nombre escrito en algunos papeles.
El último libro de Fabián Castillo Molina
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